Roma, domingo ocho de marzo de 2020, por la noche, vísperas del decreto de cuarentena. El miedo ya ha empezado a apoderarse de la gente. Camino por los alrededores de Castel Sant’Angelo que, desde hace quién sabe cuántos años y hasta hace pocos días —o quizás horas— eran un continuo hervidero de turistas. Ahora lo encuentro vacío. Bueno, casi: uno de los guitarristas del puente —el que siempre toca y canta canciones italianas— sigue fiel a su compromiso de tocar y cantar, aunque no hubiera quién le diese una moneda. Tocaba para la ciudad que se iba a dormir por casi dos meses, para Roma capoccia.
Debo confesar que me sentí privilegiado. Ya la noche anterior había caminado por una Piazza Navona en condiciones similares. Era el gozo de tener a disposición la llamada Ciudad eterna para nosotros solos (en realidad éramos dos los que caminábamos en las dos ocasiones). No tuve conciencia de que poco tiempo después iba a salir a las calles, para ir al supermercado, e iba a volver entristecido por haberlas encontrado vacías, porque mi ciudad adoptiva parecía agonizante, porque la ciudad vive para sus habitantes y su vida es la vida de sus habitantes.
Vamos más atrás en el tiempo. Roma se estaba desvirtuando. Los departamentos del centro se estaban transformando cada vez más y más en alojamiento de turistas y sus templos en museos. ¿Que no viven familias en el centro? Pues, sí. ¿Y no tienen niños? Pocos, pero sí —y nunca vistos, ya por encierro forzado a causa de las muchedumbres, ya por invisibles entre ellas—. ¿Y fieles creyentes? Muchos; debían competir para ganar un puesto en los templos y poder robar un momento de silencio para elevar el corazón a Dios. Teníamos una Roma que era ciudad sólo parcialmente.
Domingo veinticuatro de mayo de 2020. Las autoridades han decidido hace poco que 1984 todavía no debe llegar en modo definitivo. Vuelvo (volvemos) a circular por aquellos lugares. Están llenos de gente, sí, pero ya no son impenetrables. Al volver una esquina, un espectáculo maravilloso: un grupo mixto de unos ocho niños de alrededor de seis años juega al fútbol en la calle. No estoy hablando de cualquier calle, sino una del centro histórico de Roma. Me detuve a mirarlos con más atención que a la Capilla Sixtina. No sé cuántas veces más tendré la oportunidad. Es primavera y los romanos se asoman a sus balcones y salen a tomarse un aperitivo. Aunque sólo sea un respiro, la ciudad ha sido recuperada por sus ciudadanos.