¿Qué está pasando en EE.UU?

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Desde hace dos semanas, Estados Unidos está viviendo las mayores movilizaciones contra el racismo que han existido en las últimas décadas. No únicamente entre la población afroamericana, sino también entre los blancos, y más allá de las fronteras norteamericanas, incluso en otros países se han escuchado ecos del grito contra la injusticia. Pero al mismo tiempo, una gran oleada de violencia ha recorrido el país, sumergiendo en las llamas a las ciudades más importantes de la nación. Aunque por suerte esta faceta es hoy más débil de lo que parecía al principio, sigue estando presente. Por eso conviene reconocer que, si la muerte de George Floyd a manos de un policía ha hecho prender el enfado en muchos norteamericanos, también ha motivado la explosión del odio en una gran cantidad de ellos.

En este aspecto querría centrarme, porque ahora que se habla mucho de Martin Luther King, es importante hacer memoria y recordar que otros líderes afroamericanos plantearon una visión muy distinta, y potencialmente peligrosa, sobre la relación de su comunidad con Estados Unidos. Es una perspectiva que ha resurgido en las últimas décadas en muchas universidades, porque al calor del postmodernismo se ha implantado entre intelectuales de todas las razas y grupos sociales. Por tanto, lo que pretendo no es presentar el conflicto como una lucha entre blancos y negros, ni centrarme en los aspectos socio-económicos, que con toda seguridad son más importantes. Lo que haré será exponer las bases intelectuales de la minoría que utiliza la violencia, porque para evitar que el movimiento sea arrastrado por su corriente, es necesario conocerla. Trataré de mostrar, en definitiva, que lo que está ocurriendo es una manifestación del choque entre las dos cosmovisiones que rigen el mundo actual: la liberal y la identitaria.

Estos dos conceptos son algo relativos e imprecisos, pero a falta de otros mejores, pertinentes por su operatividad. La idea liberal ve a la sociedad como el resultado de la integración de individuos libres e iguales ante la ley. Es el fundamento de la Constitución Norteamericana, a pesar de que pasaran varios siglos entre su promulgación en 1787, y la incorporación de los afroamericanos, los nativos y las mujeres como “individuos” de la nación. Por su parte, la tesis identitaria es la que, en términos muy distintos, interpreta la sociedad como un agregado de colectivos, cada uno de ellos con distintos deberes y derechos. Si la visión liberal define la nación como un proyecto sugestivo de vida en común, según Ortega y Gasset la describiera en 1914 para el contexto de España; la identitaria la concibe implícitamente como un campo de batalla en el que los proyectos no son compartidos, sino particulares de cada uno de esos grupos.

Además, a esto hay que sumarle la “condición postmoderna”: el “proyecto común” es un “relato” que da sentido a la realidad. Si desde los años setenta, por lo menos, la crisis de las ideologías y la secularización han eliminado en las personas el horizonte de sentido, solamente queda el poder desnudo que se alimenta del conflicto. Jordan Peterson ve con acierto que por esto las luchas identitarias son una consecuencia lógica de los tiempos que vivimos. Y también lo ha descrito muy bien Douglas Murray en un libro reciente, The Madness of Crowds (2019). En él muestra cómo una parte importante del pensamiento de izquierdas –aunque el de derechas, por otros motivos y con otras categorías, también ha caído en el mismo error– ha hecho del conflicto entre razas y sexos un sustituto para el conflicto de clases. La caída del muro de Berlín en 1989, y la necesaria renovación del comunismo, es lo que en su opinión ha dado lugar desde los años noventa a la nueva ideología hegemónica, con la “identity group politics” como uno de sus pilares. También en el contexto español un socialista de la vieja escuela, Félix Ovejero, ha denunciado en La deriva reaccionaria de la izquierda (2018) esta misma involución.

Sin embargo, en el caso de la relación de la población negra con sus compatriotas de raza blanca, el debate ideológico es más antiguo. La cuestión ha estado abierta desde que empezó la lucha por la igualdad de derechos, y ya podía verse al comparar a dos de sus grandes líderes: Martin Luther King y Malcom X. El primero representaba la opción liberal, y el segundo, la identitaria.

El reverendo resumió su postura en el famoso discurso “I have a dream” (1963), del que me gustaría destacar dos cosas. En primer lugar, su reivindicación de Abraham Lincoln, al que definía como “un gran estadounidense, cuya simbólica sombra nos cobija hoy”. Aunque Luther King denunciaba la opresión que todavía existía en su época, reconocía que un dirigente blanco había ayudado a avanzar hacia la tierra prometida de la igualdad. Lo mismo que la Constitución de 1787, que había sido un primer paso, a pesar de que las Leyes Jim Crow que siguieron a la Guerra Civil (1861-1865) provocaron que la igualdad de voto no fuera real hasta 1965. Luther King no era utópico: aceptaba el espacio y el tiempo como variables de la condición humana, y sabía que la política es el arte de lo posible. Por ello valoraba los pequeños pasos que se habían podido dar en el pasado, y aprovechaba lo bueno para construir lo mejor. Era un patriota al estilo de Nietzsche, que oponía a la Vaterland o tierra de los padres, la Kinderland o tierra de los hijos.

En segundo lugar, decía soñar “que mis cuatro hijos vivirán un día en un país en el cual no serán juzgados por el color de su piel, sino por los rasgos de su personalidad”. No apostaba por una nación en la que la raza fundamentara derechos y deberes, sino en la que la pigmentación de la piel se diluyera ante los frutos de la individualidad. Y enlazando con lo anterior, reconocía que su ilusión estaba arraigada en el “sueño americano”.

Por el contrario, en ese mismo año Malcom X criticó con dureza la postura de Martin Luther King, en el conocido como “Message to Grassroots”. Su mirada la ponía en lo nocivo de Estados Unidos, recordando que sus ancestros no llegaron a América en el Mayflower, sino traídos como esclavos por los Peregrinos y los Padres Fundadores. No solamente no apostaba por reconocer lo bueno que habían hecho los blancos –o algunos de ellos–, sino que decía que los afroamericanos debían unirse “sobre la base de lo que tenemos en común”, y que eso en común era un enemigo: el “hombre blanco”. Si Luther King miraba al futuro aceptando lo recuperable del pasado, él veía en Estados Unidos una “prisión”, de la que solamente se podría salir luchando contra la raza criminal. De ahí que se hubiera afiliado a la Nación del Islam, un movimiento que propugnaba la segregación de los afroamericanos dentro de un territorio, separado de los Estados Unidos blancos, en el que podrían vivir ajenos a la persecución de sus opresores. En su caso, si Nietzsche estaba presente, es porque asumía el “pathos de la distancia” y su correlato existencial: el rencor.

En el fondo de las dos actitudes había dos posturas religiosas, lo que evidencia que Juan Donoso Cortés tenía razón cuando escribía que “en toda cuestión política va envuelta siempre una gran cuestión teológica”. Martin Luther King era bautista, y asumía dos principios derivados de la teología cristiana: la igualdad y el progreso. El primero fue resumido por San Pablo en Gálatas 3, 28: “Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Esta sentencia, secularizada –y la secularización, como describe Tom Holland en Dominion (2019) es también un principio cristiano– fundamenta el liberalismo. Luther King lo propugnaba cuando defendía una nación de personas sin privilegios ante la ley porque, según recordaba, la Constitución se basaba en que todos los hombres fueron creados iguales. En cuanto al segundo elemento, es una consecuencia, también secularizada, de la visión cristiana de la Historia: ésta es un Apocalipsis, un “develamiento”, pues eso significa Verdad en griego, alétheia. Es una revelación paulatina basada en la acumulación de experiencias. Pero ocurre que los tiempos de Dios no son los de los seres humanos, cuya corruptibilidad y limitación implican la demora en el reconocimiento de lo verdadero y bueno. 

Por su parte, Malcom X también era un ministro religioso. Pero de una agrupación radical cuyos principios le llevaron en el discurso de 1963 a despreciar a los cristianos, apostando por la ley del talión y por “mandar al cementerio” al enemigo. Ciertamente, en 1964 abandonó esta asociación y fundó la Mezquita Musulmana, convirtiéndose al sunismo y aceptando desde un islam moderado tanto el pacifismo como la colaboración con los blancos. Pero el daño ya estaba hecho, y en 1965 fue asesinado por integrantes del movimiento en el que antes había militado.

Las dos posturas, la liberal y la identitaria, la de Luther King y la de Malcom X, han cruzado la historia de Estados Unidos desde entonces: algunos afroamericanos defienden su incorporación en la nación que les ofrece posibilidades, y otros la desprecian. No sin motivos, porque el racismo blanco todavía está fuertemente presente, y en tanto que conforman una comunidad que todavía no puede soñar como quería el reverendo, dado que la pobreza les impide dormir. Quienes somos aficionados al Boxeo sabemos que Muhammad Alí encarnó la segunda postura, y que por ello, además de ser perseguido por negarse a luchar en Vietnam, se convirtió al islam y se cambió el nombre –igual que había hecho Malcom X, del que fue amigo hasta que éste se moderó. Por el contrario, Mike Tyson o Floyd Mayweather no hacen gala de su identidad negra, sino norteamericana. Para nada desde principios cristianos, sino más bien todo lo contrario, pero en todo caso encarnando la postura integracionista de Martin Luther King.

Así es probablemente porque ésta fue la idea que acabó triunfando desde los años sesenta, y que asumieron cristianos, musulmanes, republicanos y demócratas. Sin embargo, a pesar de que la elección de Barack Obama en 2008 pareciera consolidar la postura liberal, durante su mandato resurgió la propuesta identitaria. No tanto porque él la impulsara, sino porque lo hicieron intelectuales y creadores de opinión; y no únicamente entre los afroamericanos sino, tal vez incluso con más fuerza, entre la burguesía universitaria blanca. Así, en los últimos años se han visto episodios sorprendentes como la censura de obras maestras de la literatura por su contenido “racista”, la reaparición de los odios sepultados de la Guerra de Secesión al retirarse estatuas y banderas, el ataque a estudiantes blancos coronados con rastras por atribuírseles una “apropiación cultural”, o la agresión de conferenciantes y profesores universitarios contrarios a las políticas identitarias. La admiración que la élite intelectual blanca profesa por estudiosos que justificaron la violencia como Frantz Fanon, conecta desde la lógica de la voluntad de poder con la recuperación de la postura “anticolonial” de Malcom X.

En ningún caso considero que exista una especie de conspiración, en la que profesores radicales maquinando desde sus departamentos universitarios, estén impulsando la revolución violenta. No únicamente porque las protestas pacíficas van por suerte ganando más fuerza, sino también porque las cuestiones sociales y económicas son sin duda más relevantes para entenderlo todo. Pero en cualquier caso, durante la última década se ha impuesto paulatinamente un cambio de paradigma en cuanto a la relación entre negros y blancos, porque del mismo modo que el supremacismo blanco ha crecido –y este sería el tema de otro artículo–, lo ha hecho el identitarismo racial. Y esto es lo verdaderamente peligroso, porque cuando existe un caldo de cultivo preparado por intelectuales ideologizados, las masas pueden ponerse con mucha facilidad al servicio del enfrentamiento civil.

Menorquín nacido en Madrid, desde pequeño he sido un apasionado de la Historia, pero mientas trataba de conquistar su conocimiento en la UCM fui seducido por la “ciencia general del amor”, la Filosofía. Tratando de que mi corazón no se desgajara por tener que optar entre uno u otro camino hacia la Sabiduría, hice mi tesis doctoral sobre José Ortega y Gasset. Su Razón histórica aplicada a la idea de nación, es el tema sobre el que he publicado varios artículos de investigación, y participado en congresos españoles y del extranjero. Durante varios años he tratado de enseñar lo que he aprendido a jóvenes de dos universidades –una pública y otra privada–, y ahora intento que también las aprendan los adolescentes de un colegio. Con ellos espero el Apocalipsis: no solamente en el sentido católico, sino también en el orteguiano, pues mi ilusión es alcanzar la Alétheia o “Verdad desvelada”.