El pasado 7 de mayo, Emmanuel Macron se convirtió en el vigésimo quinto presidente de la República de Francia tras imponerse a Marine Le Pen en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales. Su victoria se redondeó un par de meses después, cuando En Marche, la incipiente formación conformada en torno su figura, obtuvo una amplia mayoría en los comicios legislativos. En ese momento, el jefe del Estado francés más joven desde Napoleón Bonaparte contaba con el respaldo de dos tercios de los electores. Sin embargo, la panorámica hoy se vislumbra bastante más borrosa.
Una superficialidad contradictoria
El documental Macron: el camino a la victoria (Netflix) muestra la exitosa carrera hacia el Elíseo del que fue ministro de Economía bajo las siglas del Partido Socialista. Ofrece la imagen de un líder de trato agradable y respuesta rápida, asesorado por un equipo ‘dinámico’ de ‘jóvenes emprendedores’. Con intención de parecer más realista, utiliza el recurso narrativo de la ‘cámara al hombro’ y prescinde de narrador. Sin embargo, más allá de su interés periodístico, la crónica no desmonta -de hecho, más bien refuerza- la principal crítica hacia el mandatario galo: destacar más por sus formas que por el fondo de su mensaje.
Emmanuel Macron consiguió la presidencia tras sintetizar elementos tanto de la Izquierda como de la Derecha: liberalismo, europeísmo, laicidad, defensa de las libertades individuales y del ideario cosmopolita. Su pensamiento lo recoge en un ensayo de fácil lectura y título provocador: Revolución. Sea como fuere, aquella mezcolanza ideológica se ha convertido en su talón de Aquiles: unos le reprochan una reforma laboral que ha puesto en pie de guerra a los sindicatos; otros, la decisión de nacionalizar los astilleros de Saint Nazaire.
De cara al exterior, el presidente francés disfrutó de un reconocimiento casi unánime al proclamarse líder mundial contra del cambio climático o enfrentarse (mediáticamente) a Donald Trump. Pero la gracia se le evaporó en cuestión de semanas. Quiso mostrar rebeldía y progreso, de ahí que algunos no perdonen que sus primeros interlocutores internacionales fueran mandatarios que presumen de todo lo contrario: Vladimir Putin, Benjamín Netanyahu y el propio Trump.
Como resultado, la popularidad de Emmanuel Macron se ha reducido a la mitad en apenas unos meses. Y no es una buena noticia: tal y como revelaron los últimos resultados electorales, en este momento la única alternativa de gobierno para la V República se llama Frente Nacional. Un partido que pretende dinamitar de golpe todos los consensos democráticos alcanzados tras largas horas de deliberación en muchos años de historia.
Tiempo de grandes desafíos
París no es Hollywood. El ‘efecto Obama’ ya no beneficia al máximo mandatario a ojos de una sociedad tanto o más politizada que la estadounidense. Si quiere contentar a los franceses, Macron no puede quedarse en los gestos bienintencionados.
El actual presidente galo ha de afrontar una serie de retos tan apasionantes como complejos. Recomponer la República y su sistema valores, aliviar la tensión entre las distintas comunidades o afrontar el liderazgo de una Europa en construcción figuran entre sus principales desafíos. Para abordarlos necesitará la colaboración de la democracia cristiana, de la derecha liberal, de los socialdemócratas y de la izquierda ecologista.
He aquí la enésima paradoja: el éxito de Macron y de su Ejecutivo pasa por que sus adversarios políticos den lo mejor de sí, lo que dificultaría su reelección. Un coste que deberá asumir por el bien de Francia, de Europa y de Occidente.
¿Será capaz Emmanuel Macron de sobreponer la visión de Estado y el interés global a los egoísmos y mezquindades propios de la alta política? No hay manera de saberlo. A su favor, los cinco años que tiene por delante para demostrarlo. En su contra, la dificultad inherente al reto. Veremos qué pasa.