Ya han pasado dos semanas desde el acontecimiento mundial de la llegada de Trump a la presidencia de la primera potencia mundial. Empieza a ser momento de acallar al gallinero y extraer algunas claves que permitan, más allá de la consternación (poco amiga de la reflexión), comprender qué es lo que ocurre y poder, así, actuar y pensar en consecuencia.
Decía Valentín Carrera, en un artículo publicado en esta casa, que desde el mero análisis de los datos demográficos de las votaciones en EEUU, se advertía una importante fractura en la sociedad estadounidense, que habría permitido la llegada al poder de un líder populista como Donald Trump.
Ahora bien, ¿qué características tiene esta fractura? Casi como una respuesta, el experto en relaciones internacionales Florentino Portero dio la semana pasada algunas pinceladas sobre la sociedad estadounidense que pueden ayudarnos a comprender de qué hablamos cuando hablamos de esta fractura. No basta con constatar los datos, sino que es necesario darles un contenido y un significado:
(El siguiente artículo está elaborado a partir de la conferencia impartida por Florentino Portero en la UFV y refleja en líneas generales su contenido. No obstante, puede haber añadidos por parte del autor del texto que no se correspondan con la visión del ponente)
1. La fractura del papel del Estado
Se escucha decir a menudo que la tradición política estadounidense es distinta de la europea: mientras que la política continental (no así la británica) bebe de las fuentes de la tradición teórico-política francesa, la estadounidense bebe a su vez, aunque con sus particularidades, de la tradición anglosajona.
Estados Unidos tiene en su origen una cierta reacción hacia los abusos de lo político en la antigua corona inglesa. Los grandes movimientos migratorios hacia el oeste americano, al menos en sus inicios, se enmarcan dentro de un proyecto consciente de fundar una nueva sociedad libre –si no políticamente, al menos sí de facto– de la degradación moral de la vieja sociedad inglesa. O lo que es lo mismo: Estados Unidos es, en su origen, un proyecto de corte puritano, una aspiración a vivir de forma modélica, para lo cual era necesario dejar de depender en tan alto grado del funcionamiento de las instituciones, cuya tendencia es a convertirse en corruptas.
Si bien la historia desarrollaría en muchas vías este proyecto, convirtiéndolo en algo específicamente político y ya al margen de la soberanía inglesa, lo cierto es que esta visión acerca del poder del Estado permanece considerablemente entera a lo largo de los siglos hasta hoy. La tradición liberal-conservadora estadounidense hace primar por encima de todo el principio de subsidiariedad y, por lo tanto, limita enormemente el ámbito de decisiones con las que el poder Federal puede inmiscuirse en la vida de las instituciones menores y, en último término, de los ciudadanos (de ahí la enorme tendencia al localismo, el derecho a portar armas y la enorme disparidad entre legislaciones de los Estados, entre otros factores). Estados Unidos, como su propio nombre indica, no es un Estado sino una federación de Estados.
Pues bien, según explicaba Florentino Portero el otro día, esta visión acerca de lo político-estatal en la potencia norteamericana ha ido sufriendo reveses a lo largo de las últimas décadas, especialmente durante las administraciones de Ronald Reagan, Bill Clinton y, últimamente, Barack Obama, todos ellos impulsores de grandes políticas de corte federal, cuyo último exponente es el famoso ‘Obamacare‘, un seguro estatal de salud que recuerda lejanamente a la seguridad social de los países europeos.
El precio a pagar por estas políticas, como es lógico, son mayores impuestos federales, menor control por parte de los Estados y de las instituciones locales y menor renta por parte de los ciudadanos para administrar por sí mismos sus decisiones, algo plenamente asumido en la tradición política europea, pero contrario a la estadounidense.
Por otra parte, si por algo es famoso el sistema político federal estadounidense es precisamente por su política de “pesos y contrapesos” de forma que la máquina legislativa congresual convierte cualquier proyecto de ley en algo considerablemente distinto una vez salido del horno para ser aprobado.
Ahora bien, esto no solo significa que el ‘Obamacare‘ del Partido Demócrata fuera considerablemente recortado en el proceso de elaboración sino también que los interlocutores republicanos se vieron forzados a aceptar en la negociación condiciones contrarias a sus principios y a su visión política. Siendo, como era, un proyecto de corte “radical-izquierdista” desde la perspectiva estadounidense, todo recorte resultó insuficiente para el ala más conservadora del Partido Republicano, el Tea Party, y se produjo una ruptura interna que luego sería aprovechada por Donald Trump.
2. El descontento por el papel de EEUU en el mundo
A nadie se le escapa que, desde la Primera Guerra Mundial pero, especialmente, a partir de la entrada de EEUU en la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos ha sido el principal valedor de Occidente ante el mundo y el árbitro principal ante las potencias en cuestiones de paz y seguridad (o de todo lo contrario, según cómo se juzgue su desempeño).
Esta responsabilidad no es, sin embargo, un mero acto de heroísmo de EEUU: ya desde los tiempos de la piratería, los norteamericanos comprendieron que el comercio y el desarrollo económico debía ir aparejado a unas condiciones de seguridad que hicieran posible el intercambio. La intervención de EEUU en el mundo va, en muchas ocasiones, unida a intereses económicos que deben ser defendidos contra quienes los amenazan, entendiendo que el comercio es un derecho con una fragilidad pasmosa: solo puede haber economía, crecimiento y provecho (para ambas partes, no seamos maniqueos) allí donde se dan las condiciones de paz y seguridad necesarias para que se produzca un intercambio.
Así pues, la democracia norteamericana ha entendido desde hace ya mucho tiempo que la intervención (en ocasiones militar) en el extranjero y la actividad económica van a menudo aparejadas e incluso procuran un bien en aquellos lugares a los que afecta, pues el progreso económico y la seguridad son bienes indiscutibles para cualquier sociedad.
Esta posición ha sido aceptada de forma general en los demás países del mundo hasta hace relativamente poco, y la primacía y el derecho de intervención estadounidense han permanecido prácticamente indiscutidos durante mucho mucho tiempo, gracias en buena medida a que hasta hace cuatro días (1989, para ser exactos) pendía una amenaza permanente sobre el mundo Occidental, la Unión Soviética.
Sin embargo, de un tiempo a esta parte, la política de intervención estadounidense ha encontrado enfrente a buena parte de los países europeos, que, libres ya del fantasma soviético, no ven con buenos ojos la “agresividad” estadounidense, aún cuando un nuevo fantasma –el del islamismo radical— podría estar convirtiéndose en la nueva amenaza global.
Así, se produce la paradoja de que los países más beneficiados por la potencia del valedor estadounidense, los Estados europeos, se enfrentan ahora a la política intervencionista, a la vez que se muestran reticentes a incrementar su gasto en defensa para protegerse por sí mismos frente a las amenazas externas.
Esta oposición, según explicaba Portero la semana pasada, lo que provoca en buena parte de la sociedad estadounidense es indignación, pues el Estado del Bienestar de los países europeos (privilegio que los estadounidenses no pueden permitirse) solo se sostiene, según entienden ellos, sobre el descargo de la autodefensa en manos del primo estadounidense.
En los países europeos, la sanidad es gratuita, la educación también y el acceso a las universidades tiene un precio más que razonable en comparación con las universidades estadounidenses, hasta el punto de que es común hipotecarse para pagar los estudios.
No es de extrañar, pues, que la política de reducción de la intervención en el mundo que, según sostenía en campaña, pretende llevar a cabo Donald Trump encuentre mucho más que eco en una sociedad que se pregunta: ¿por qué tenemos que gastar dinero y litros de sangre en defender a los europeos si viven mucho mejor que nosotros?
3. La inseguridad de las clases bajas en el contexto de la Globalización
Los ríos de tinta que han corrido tanto durante la campaña electoral estadounidense como tras la victoria de los Republicanos han coincidido en muchos casos en señalar el fenómeno Trump como una manifestación más de la corriente identitaria que surge en muchos países occidentales, entre ellos Francia y Reino Unido, o, más concretamente, como el triunfo de una reacción antiglobalización en la primera potencia económica mundial.
Se rasgan las vestiduras los economistas ante lo que consideran un movimiento estúpido e irracional: ¡Políticas proteccionistas, horror!
Nadie pone en duda que la apertura al exterior es una fuente de ingresos y un motor de crecimiento económico para cualquier país. La teoría económica es clara al respecto y parece que cualquier oposición a la globalización es poco menos que pegarse un disparo en el pie. Lo cual nos deja abocados a la pregunta: ¿son tontos los estadounidenses? O, dicho también acerca del Brexit, ¿son tontos los británicos?
Para responder a esta cuestión es necesario comprender cómo repercuten los beneficios de la globalización en las sociedades. Toda apertura económica hacia otros países conlleva necesariamente un reajuste de las economías, de forma que aquellos sectores menos eficientes en comparación con la nueva competencia tienden a desaparecer y aquellos con mayor índice de eficiencia tienden a potenciarse.
Si extrapolamos esto no a la relación comercial entre dos países sino a un entorno global en el que la hiperveloz revolución tecnológica marca un ritmo de cambio frenético en las condiciones del mercado, no es difícil entender que, a lo largo de una vida, los trabajadores que compitan contra el mundo deberán de ser capaces, a lo largo de su carrera laboral, de asumir distintos roles y de reinventarse constantemente.
¿Quiénes son capaces de adaptarse a esta velocidad? Solamente quienes están más preparados, de forma que el efecto de la Globalización sobre el PIB de un país es siempre positivo, pero el reparto de los beneficios en el interior de una sociedad es a menudo muy desigual. Así, ocurre que grandes bolsas de trabajadores de lo que podríamos llamar un nivel formativo bajo o insuficiente han quedado completamente fuera del juego del mercado y se ven varados en el paro y en la pobreza en un mundo contra el que ya no pueden competir.
Donald Trump ha sabido explotar esta frustración: su mensaje xenófobo no va tanto orientado a la inmigración (esta semana hemos visto como la construcción del famoso muro, si es que llega a hacerse, no está entre sus prioridades) sino precisamente a la globalización: los estadounidenses ya no quieren o pueden competir con China como hasta ahora, porque, cada vez más, grandes bolsas de población estadounidense empiezan a vivir como la mayoría de los chinos, es decir, en una pobreza absolutamente inaceptable.
Que el cierre parcial del mercado estadounidense a la competencia externa sea una solución al problema está todavía por demostrar, si bien parece que será más bien lo contrario. Que sea la globalización la verdadera causante de la falta de competitividad de grandes sectores de la economía estadounidense también está por demostrar. Ahora bien, como causa explicativa de la victoria de Trump, la victimización de las clases bajas y medias suena más que razonable.
4. La percepción de la corrupción política
Que quede claro: “Los políticos son exactamente iguales que el resto de los mortales, ni más ni menos corruptos”. Así lo expresa Florentino Portero, que recuerda además que “para que haya un político corrupto siempre es necesario que haya un empresario corrupto”.
Sin embargo, y sin ánimo de negar que, de hecho, la corrupción se produce también en la política (ámbito mucho más visible que el sector privado), la percepción de la ciudadanía estadounidense acerca de la clase política se ha visto seriamente afectada durante los últimos años, casualmente con mayor incidencia cuando las cosas han empezado a ir mal económicamente. La tentación de echarle la culpa de todo a la clase política, lo sabemos bien en España, es muy fuerte.
Esto facilita tremendamente la entrada de ‘outsiders‘ en la arena electoral (tanto Sanders como Trump lo son, aunque este último ya gozaba de popularidad). Se han quedado sorprendidos los miopes analistas políticos de que lo que hace solamente cuatro años era un valor indubitable para un candidato, la experiencia política y la capacidad demostrada de gestión pública, en los últimos comicios ha sido todo lo contrario, un tremendo lastre.
Cuanto más se han empeñado los demócratas en prodigar la experiencia de Clinton en política, más daño han hecho a su propia candidata, aunque el escándalo de la manipulación de las elecciones primarias del Partido Demócrata y los trapicheos varios destapados por la inteligencia rusa (¡ojo, estamos hablando de que una potencia extranjera ha intervenido exitosamente en las elecciones. Es MUY grave) no han ayudado a Clinton a lavar su imagen.
Los mismos republicanos no supieron ver el caladero de potenciales votantes anti-establishment en el hastío ciudadano, mientras que Trump sí supo verlo y fue capaz de explotarlo exitosamente.
Prueba de ello es que la campaña de Donald Trump ha sido, a ojos de los expertos en marketing político, casi milagrosa en términos de rentabilidad. Es probablemente una de las campañas presidenciales que ha conseguido más votantes con menos dinero invertido. La clave está, según Portero, en que el rechazo de los medios de comunicación “demócratas” (es decir, prácticamente todos) y, por lo tanto, partidarios del establishment político, tenía el efecto contrario al deseado, al redirigir a los votantes descontentos hacia Trump. La campaña de Donald Trump no ha sido la más barata sino la más cara, solo que gran parte del dinero lo ha puesto Hillary Clinton.
Conclusión
En términos generales, las elecciones estadounidenses vienen a confirmar algo que ya se entrevió en el referendum sobre el Brexit en Reino Unido y que consiste en una inversión de los votantes conservadores y progresistas: mientras las clases tradicionalmente calificadas como “obreras” tendían a votar demócrata-laborista-socialista, socialdemócrata, etc. en el último año han virado hacia partidos ultraconservadores de corte populista, mientras que los votantes tradicionales de los partidos conservadores, neoliberales, reformistas, etc. tienden a desplazarse hacia los partidos de izquierda.
Esto, que ha ocurrido ya en Reino Unido y en EEUU, asoma también en otros países como Francia, Austria, Hungría, Polonia y otros países europeos, cada uno con sus particularidades. Sin embargo, la coincidencia a ambos extremos del Atlántico viene a poner en entredicho la máxima, hasta ahora cierta, de que Estados Unidos y Europa son dos cosas completamente distintas, que no se afectan la una a la otra.
Habrá que ver, de todos modos, si la nueva tendencia populista en EEUU llega a consolidarse, pues las esperanzas depositadas en Trump son muchas y no son pocos quienes ven gran disparidad entre las soluciones contradictorias propuestas por el presidente electo y los efectos prometidos. También está por ver si Trump será capaz de ganarse, no solamente a los votantes, sino también la lealtad del Partido Republicano. Si Trump fracasa, la frustración general puede ser superlativa entre sus votantes, hasta el punto de provocar un viraje de proporciones bíblicas en sentido contrario. Todo está por ver.