A un siglo de distancia, y a poco más de un cuarto de siglo del colapso de la Unión Soviética, la Revolución Rusa se ha convertido en un hito del siglo XX, que marcó un punto de quiebre para el sistema capitalista y contribuyó a definir la realidad en la que hoy vivimos.
Este año, centenario de la Revolución, nos convoca a una reflexión sobre la vigencia de los postulados que defendió el proceso social más importante del siglo, más allá de una mera interpretación de las causas de la desintegración del bloque socialista tras la caída del Muro.
Aquella revolución, provocada por la pobreza, el hambre, la desigualdad y la marginación social, no fue un producto extraño y ajeno a su tiempo, pero tampoco único y excepcional de la época. Esas mismas condiciones estuvieron presentes en otros movimientos revolucionarios, incluso hoy, como parte de las consecuencias del neoliberalismo. Es cierto que en Rusia influyeron también en forma fundamental los excesos de la autocracia zarista, el anhelo de paz en medio de la Primera Guerra Mundial, el antecedente de 1905 y la formación de los primeros soviets, pero ¿Es el matiz ideológico lo que distingue a la Revolución bolchevique de otros movimientos como el francés de 1789 o sus homólogos de 1848?


“La historia de todas las sociedades hasta nuestros días, es la historia de la lucha de clases”, escribió Marx hace casi 170 años, en un documento histórico en el que trató de abrir los ojos de la clase obrera sobre su explotación y sojuzgamiento. Trascendió por generaciones que fue principalmente en Rusia donde sus palabras tuvieron eco, en un crisol donde confluyeron las condiciones necesarias para una revolución que propició el ascenso del socialismo como paradigma.
A una autocracia rusa, como la borbónica en Francia o la Qing en China, que resultó incapaz de entender el alcance de los reclamos sociales, se sumaron las condiciones de vida precarias para obreros y campesinos en un Estado que no era capitalista, sino feudal; y el desastroso involucramiento en un conflicto extranjero por la mera pretensión imperialista de intervenir en las naciones eslavas.
En Rusia, país con entonces más de 181 millones de habitantes, de los cuales el 80% constituía una población rural, la dinastía Romanov, en el poder desde 1613, era una expresión de la rancia monarquía absoluta europea, encabezada por el zar Nicolás II, primo de los Hohenzollern y de los Windsor, y quien gobernaba un país de casi 23 millones de kilómetros cuadrados, imperio estancado en el atraso tecnológico en medio de la era industrial que facilitó la conversión de las naciones de Europa Occidental en los poderosos imperios coloniales tan característicos de la segunda mitad del siglo XIX.
La explotación obrera en condiciones infrahumanas, la miseria en el campo y la represión, favorecieron no sólo el surgimiento de los soviets como forma de organización política, sino provocaron también el estallido social de 1905, que ha pasado a la historia como el antecedente más notable del movimiento de 1917.
Ese Domingo Sangriento del 22 de enero de 1905, en que la Guardia Imperial masacró frente al Palacio de Invierno de San Petersburgo a alrededor de un millar de los más de 200,000 manifestantes que, encabezados por el pope Gapón, exigían pacíficamente mejoras en las condiciones de trabajo de los obreros, caló hondo en la población, y constituyó el indicio más claro de los niveles que había alcanzado el malestar popular contra el régimen.
Tras la respuesta tímida del zar con la apertura de la Duma, doce años después, la situación catastrófica del ejército zarista que sufría derrotas sucesivas en el frente oriental, llevó finalmente a la abdicación del último de los Romanov en febrero de 1917 y a la instauración del gobierno provisional de Kerenski. La fragilidad e incapacidad del régimen burgués le facilitó a los bolcheviques el asalto al poder en octubre –noviembre en nuestro calendario- de ese año.
Aunque lo que conmemoramos este año es precisamente el final tanto de la autocracia zarista como del régimen burgués en Rusia, se recuerda poco la cruenta Guerra Civil que entre 1917 y 1923 enfrentó al Ejército Rojo de Trotsky con el Ejército Blanco apoyado por las potencias capitalistas occidentales y el Ejército Verde de los nacionalistas ucranianos, conflicto que causó más de nueve millones de muertos y devastó la economía del país entero.
Detrás del ascenso de Lenin al poder y de la creación del primer Estado socialista del mundo en 1922, se halla todo un cuerpo ideológico y una filosofía base de los postulados de ese nuevo Estado.
En el Manifiesto, Marx y Engels consideraban posibles estas medidas:
- Expropiación de la propiedad territorial y empleo de la renta de la tierra para los gastos del Estado.
- Fuerte impuesto progresivo.
- Abolición del derecho de herencia.
- Confiscación de la propiedad de todos los emigrados y sediciosos.
- Centralización del crédito en manos del Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y monopolio exclusivo.
- Centralización en manos del Estado de todos los medios de transporte.
- Multiplicación de las empresas fabriles pertenecientes al Estado y de los instrumentos de producción, roturación de los terrenos incultos y mejoramiento de las tierras, según un plan general.
- Obligación de trabajar para todos; organización de ejércitos industriales, particularmente para la agricultura.
- Combinación de la agricultura y la industria; medidas encaminadas a hacer desaparecer gradualmente la diferencia entre la ciudad y el campo.
- Educación pública gratuita de todos los niños; abolición del trabajo de éstos en las fábricas tal como se practica hoy; régimen de educación combinado con la producción material, etc.
Siendo que el propósito fundamental era la abolición de la propiedad privada, entendida como la propiedad ejercida sobre los medios de producción, las medidas propuestas fueron implementadas por el nuevo Estado producto de la Revolución de Octubre, pero no en forma inmediata. Recordemos que con la imposición del comunismo de guerra en los años de enfrentamiento con el Ejército Blanco, el nuevo gobierno tomó las medidas necesarias para hacer frente a un conflicto que se extendió por seis años. Incluso durante los siete años que estuvo vigente la Nueva Política Económica, entre 1921 y 1928, se tuvo que recurrir a una economía mixta, permitiendo la coexistencia de una economía centralizada con elementos capitalistas, con el ánimo de superar la crisis, previo a la planificación estatal de la economía a través de los conocidos planes quinquenales que puso en marcha Stalin, buscando la rápida industrialización soviética.
Los postulados marxistas fueron plasmados en los documentos fundacionales del nuevo Estado soviético, primero en la Constitución de 1918, aprobada por el Quinto Congreso Panruso de los Soviets para la República Socialista Federativa Soviética de Rusia, y más tarde para en los textos constitucionales de toda la Unión Soviética, de 1924, 1936 y 1977.


La abolición de la propiedad privada de los medios de producción podemos encontrarla en el artículo 4° de la Constitución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas de 1936:
Art. 4. La base económica de la URSS son el sistema socialista de economía y la propiedad socialista de los instrumentos y medios de producción, afirmados como resultado de la abolición de la propiedad privada de los instrumentos y medios de producción y de la anulación de la explotación del hombre por el hombre.
Asimismo, la propiedad colectiva la encontramos en el artículo 6° del mismo documento constitucional:
Art. 6. Son propiedad del Estado, es decir, patrimonio de todo el pueblo, la tierra, el subsuelo, las aguas, los bosques, las fábricas, las minas, el transporte ferroviario, acuático y aéreo, los bancos, los medios de comunicación y las grandes empresas agropecuarias organizadas por el Estado (sovjoses, estaciones de máquinas y tractores, etc.), así como las empresas de servicios municipales y el fondo fundamental de viviendas en las ciudades y localidades industriales.
Tratándose de una legislación progresista, la Constitución soviética otorga la gratuidad de la educación, la separación del Estado y la Iglesia, los derechos laborales al trabajo con jornada de cuatro, seis y siete horas máximas, el goce de vacaciones pagadas, de organización sindical, de asistencia en la vejez y el seguro social, así como la igualdad entre hombre y mujer, junto a otros derechos fundamentales ya conquistados en movimientos revolucionarios anteriores.
Es en la estructura orgánica que adoptó el nuevo Estado, con el Soviet Supremo y su Presídium, el Consejo de Ministros y los tribunales, así como en su texto constitucional, que podemos comprobar la diferencia entre el espíritu de la Revolución de Octubre respecto de otros movimientos revolucionarios.
La Revolución Francesa fue un movimiento burgués que siguió las bases del Estado liberal y del constitucionalismo que ya habían sentado los colonos ingleses de los nacientes Estados Unidos de América. Desde la perspectiva marxista, se trató del desplazamiento de la nobleza por la burguesía como clase dominante, de ahí que en el Manifiesto se afirme: “El gobierno del Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa”.
No podemos soslayar la trascendencia de la revolución de 1789 así como de su Constitución de 1791, que llevó a la realidad el pensamiento ilustrado, pero tampoco podemos ignorar que la conquista de los derechos civiles y políticos contribuyó al fortalecimiento de la burguesía, situación que se repetirá en otros países a partir de las revoluciones de 1848, época en que los historiadores coinciden en considerar como del surgimiento del movimiento obrero.


En ese sentido, la Revolución de Octubre fue un movimiento obrero, ciertamente dirigido por los bolcheviques, entre ellos Lenin (que no era trabajador), pero que no degeneró en un movimiento defensor de las prerrogativas de la burguesía, como el francés, ni en una revolución con base popular que terminó siendo dominada por la burguesía, como la mexicana.
Sin embargo, como todo proceso social, la Revolución Rusa no puede entenderse en su totalidad sin asumirla con luces y sombras. Existe la opinión de que el movimiento revolucionario se basó en una interpretación errónea de Lenin sobre la coyuntura en que se habría de producir: Por un lado, estimar que la estructura del partido era la vanguardia del movimiento y no que éste se produciría al agotarse el modo de producción capitalista; por otro lado, creer que la Primera Guerra Mundial era la expresión más evidente del agotamiento del capitalismo, interpretando este conflicto con una implosión del sistema. Asimismo, haber tenido la intención de cumplir en forma casi dogmática, las medidas contenidas en el Manifiesto, aparentemente ignorando las diferencias de contenido y alcance que en forma innegable existían entre el propio Manifiesto, una obra de juventud de Marx, y El Capital, una obra de su madurez, considerando que la voluntad del partido podía pasar por encima de la economía.
Quizás esto pueda explicar en cierta forma el trato que el nuevo Estado surgido de la Revolución dio a sus opositores, cuestión que es imposible pasar por alto. Teniendo como antecedente el Terror Rojo, una campaña de represión masiva llevada a cabo por el primer aparato de inteligencia soviético, la Checa (antecesora de las temidas NKVD stalinista y de la KGB), durante la Guerra Civil que siguió a la caída del gobierno provisional y que el propio Lenin estimó necesaria para construir el orden revolucionario, siguió la brutal deportación de prisioneros políticos a los campos de trabajo forzados conocidos como gulags. La represión política, las purgas, la brutal colectivización de la propiedad agrícola y las deportaciones a los gulags tan sólo durante el régimen de Stalin provocaron la muerte de entre 8 y 60 millones de personas, acusados los opositores de ser “enemigos del pueblo”.
Al igual que con la Terreur de Robespierre, el nuevo Estado surgido de la Revolución de Octubre tuvo que imponerse mediante el miedo, la coacción y la violencia política para tratar de alcanzar el ideal socialista.
La Revolución bolchevique fue un producto de su tiempo, pero cuyas causas siguen existiendo en la actualidad en todos los países donde el capitalismo continúa siendo el modo de producción predominante. Aunque en el presente vemos las exigencias de mejores condiciones de trabajo como una cuestión elemental ya otorgada por el Estado, habiendo sido el resultado de casi dos siglos de lucha, para la sociedad rusa de principios del siglo XX eran reclamos indispensables para asegurar su supervivencia. Sin embargo, la cuestión relativa a la distribución equitativa de la riqueza continúa siendo una asignatura pendiente.
Los postulados que impulsaron a los soviets a la conquista del poder hace un siglo, permanecen vigentes en la actualidad. Aunque es común escuchar que el marxismo ha sido rebasado históricamente tras la desintegración del bloque socialista, y dadas las vicisitudes que produjeron el colapso de la economía soviética, es indudable que, sin la Revolución de Octubre y aún con los excesos de los ulteriores gobiernos soviéticos, no sería posible comprender la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la descolonización, la carrera espacial y la conquista del espacio, la integración mundial en bloques económicos y hasta la Globalización, en suma, todo el siglo XX. Se trata, sin duda, de un acontecimiento que definió el siglo y que permite comprender nuestra realidad, ya que reivindicaciones sociales alcanzadas por esos días que conmovieron al mundo, pueden percibirse en nuestro tiempo.