Decía Carl Schmitt, jurísta político de pasado cuestionado y siempre de radical actualidad, que “el campo de relaciones de lo político se modifica incesantemente, conforme las fuerzas y poderes se unen o separan con el fin de afirmarse”. El siglo XXI, entre globalizaciones que pretenden la uniformización de las formas de vivir y convivir y entre fenómenos identitarios aparentemente reactivos, demuestra, una vez más, esta esencia del concepto de lo político que Schmitt señalaba en la historia: “la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos es la distinción de amigo y enemigo” (Der Begriff des politischen, 1932).
Freund und Feind, amigos y enemigos. El “amigo político” real o soñado, parece claro de dilucidar: el que está conmigo o el que no está contra mí. Pero “¿quién es el enemigo?”. Siempre ha sido “el otro, el antagonista reconocido” con el que luchar en el “momento decisivo”, en una guerra tanto física como cultural. Y “cualquier antagonismo concreto se aproximará tanto más a lo político cuanto mayor sea su cercanía al punto extremo”, señalaba Schmitt, ya que “en rigor solo cada uno de ellos puede decidir por sí mismo si la alteridad del extraño representa en el conflicto concreto y actual la negación del propio modo de existencia, y en consecuencia si hay que rechazarlo o combatirlo para preservar la propia forma esencial de vida”. En la era de la Mundializacion (Otlet dixit), en ideas y tecnologías globales de desigual impacto, cuando la irenologia de Galtung nos decía que la construcción de la “paz mundial” sería casi inevitable ante el progreso del Bienestar, la polemología de Bouthoul puntualizaba que el “conflicto” siempre regresaba. Ahora lo vemos: el enemigo resurge como el antagonista reaccionario de un desarrollo progresista-liberal moralmente superior, o como el antagonista revolucionario de una tradición nacional-conservadora actualizada que es necesario preservar.
Jair Bolsonaro, nuevo presidente de Brasil, tiene enemigos irreductibles y amigos fieles. Enemigos que lo acusan de reaccionario y cuasi fascista, y a los que el propio Bolsonaro tacha de socialistas perversos y corruptos degenerados; y amigos que lo ven como el “messias” capaz de levantar el país y con los que parece haber construido una alianza contra la considerada degeneración del sistema partidocrático, contra la amenaza del comunismo bolivariano, y en defensa de los llamados valores tradicionales de siempre (Familia y Fe) y de los sectores culpabilizados de los males históricos del país (de los militares o de los empresarios agrícolas). La encarnación más extrema de la ola populista de derechas o el ejemplo de reacción nacionalista más potente.


Bolsonaro, entre la incredulidad inicial y la sorpresa final, ganó las elecciones brasileñas en segunda vuelta con el 55,13% de los votos (con más 57 millones de sufragios, superando en 10 millones la diferencia con su rival izquierdista Haddad), acercándose a las cifras del mítico Lula da Silva en su época dorada de gobierno petista.
Sus enemigos lo definía como un ultraderechista y neoliberal peligroso, especie de Trump brasileiro. Otro pretendido outsider del sistema tradicional de partidos, supuestamente limpio de polvo y paja y autodeclarado como “anti-establishment”. Militar en la reserva y durante años diputado irrelevante, pasó de penúltimo en las encuestas a presidente electo (con apoyo declarado de las enormes Asambleas de Dios de Silas Malafaia, del tradicionalista voto católico brasileño y de la poderosa Iglesia universal de Edir Macedo y su canal de televisión Record) a líder de masas para las asustadas clases medias urbanas ante la crisis y la violencia. Conversión inicial y éxito final producidos por efecto de una efectiva campaña, al estilo Trump, mediante el uso mediático de las polémicas, la efectividad de su propaganda en las redes, y de su declarada postulación como candidato independiente de las viejas castas partidistas (por ello no contaba con un partido real o decidido detrás de él, siendo el PSL una organización más bien instrumental).
“Uma missão de Deus” altamente polémica pero apoyada de manera amplia por una ciudadanía cada vez más seducida por el mensaje del evangelismo político
Pero para muchos de sus enemigos, era, sobre todo, una amenaza para el orden democrático. Xenófobo y machista, militarista y fascista, y decenas de adjetivos más poco políticamente correctos le eran atribuidos. Sus polémicas declaraciones no hacían más que confirmarlo, su referencia al militar autoritario Carlos Alberto Brilhante Ustra era una gran prueba. El Parlamento europeo se posicionó frente a él, grupos de mujeres se opusieron a su posible elección en las redes y en las calles con la campaña viral #EleNão (“él no”), y 300 intelectuales firmaron un manifiesto en su contra (desde Pepe Mújica a Bernie Sanders). Pero nada de ello sirvió ante el último representante, y el más extremo, que llegaba al poder de esa ola identitaria y reaccionaria a nivel mundial que ponía en peligro la mismísima democracia. Orbán y Putin, Jinping y Modi, Trump.. y ahora Bolsonaro.
Sus amigos lo consideraban, al contrario, como la única alternativa. “O mito” para decenas de millones de habitantes del país más grande de Latinoamérica, que apoyaron el impeachment de Dilma Rouseff (la sucesora de Lula) tras el espectacular “escândalo do Mensalão” o las detenciones de la operación Lavajato, y que se ponían la camiseta de fútbol de la canarinha como uniforme de movilización antipetista. Era un cristiano renacido, defensor de la autoridad frente al crimen y a la corrupción: el imprescindible “cirujano de hierro” democrático ante la violencia estructural (uno de los países con más asesinatos del mundo) y la creciente pobreza (casi el 30% de la población), el defensor del cristianismo neopentecostal frente a la llamada ideología de género, del trabajador emprendedor frente a los pobres subsidiados por el Estado (la famosa Bolsa Familia de apoyo a los sectores más humildes), y del nacionalismo brasileño frente al enemigo del Partido dos Trabalhadores, considerado pro-venezolano, corrupto y comunista (el PT de Lula y Dilma).
“Brasil acima de tudo, Deus acima de todos”. Este fue el claro lema de campaña (diseñada con el influyente pastor y diputado Magno Malta) de un personaje aclamado en las calles y en las redes, que estuvo a punto de ser asesinado en plena campaña, y que ya había arrasado en la primera vuelta de las elecciones (obteniendo una de la cantidades más grandes votos en cualquier balotaje inicial con más de 49 millones de sufragios) ayudando de paso a que su hijo Eduardo fuera el diputado federal más votado de la historia en esta misma convocatoria de 2018, y haciendo de su formación accidental y otrora casi insignificante (el PSL) la segunda fuerza política en el Congreso. “Uma missão de Deus” altamente polémica pero apoyada de manera amplia por una ciudadanía cada vez más seducida por el mensaje del evangelismo político (de la imparable Bancada evangélica del Parlamento o Frente parlamentar Evangélica, al alcalde de Rio de Janeiro Marcelo Crivella) y del nacionalismo conservador de las aliadas bancadas ruralista (hacendados y grileiros) y “da bala” (de las armas).
En Brasil, ya no hay contendientes electorales ni rivales partidistas; solo hay enemigos políticos
Sostenía Schmitt que “el enemigo no es, pues, el competidor o el opositor en general. Tampoco es enemigo un adversario privado al cual se odia por motivos emocionales de antipatía. “Enemigo” es sólo un conjunto de personas que, por lo menos de un modo eventual — esto es: de acuerdo con las posibilidades reales — puede combatir a un conjunto idéntico que se le opone. Enemigo es solamente el enemigo público, porque lo que se relaciona con un conjunto semejante de personas — y en especial con todo un pueblo — se vuelve público por la misma relación. El enemigo es el hostis, no el inmicus en un sentido amplio; el polemios, no el echthros”.
En Brasil, como en buena parte del mundo, vuelve a resurgir este viejo concepto político que explica por qué ya no hay contendientes electorales ni rivales partidistas; solo hay enemigos políticos a los que barrer (o negar) ideológica y culturalmente entre lemas de guerra simbólica abierta (del Yes We Can de Obama al Make America Great Again de Trump) y escenarios propagandísticos o educativos de batalla sin cuartel.
“Toda contraposición religiosa, moral, económica, étnica o de cualquier otra índole se convierte en una contraposición política cuando es lo suficientemente fuerte como para agrupar efectivamente a los seres humanos en amigos y enemigos. Lo político no reside en el combate mismo que, a su vez, posee sus leyes técnicas, psicológicas y militares propias. Reside, como ya fue dicho, en un comportamiento determinado por esta posibilidad real, con clara conciencia de la situación propia así determinada y en la tarea de distinguir correctamente al amigo del enemigo”.
Parece, que lo político, como señalaba el polémico y muy usado Schmitt (no de manera tan paradójica tanto por una como otra esfera del supuesto espectro ideológico), se desvela como concepto decisivo, una vez más, para entender la lucha histórica por intereses e identidades entre hombres y entre ideas, en un tiempo y en un lugar.

