Empezamos la semana con una congoja amarrada al cuello, la doblamos con un suspiro de alivio y la cerramos con la sensación de que lo peor está por llegar.
El lunes teníamos casi la certeza de que Geert Wilders iba a servirnos un poco de cicuta. Todo parecía indicar que Holanda trasplantaría a Europa la peor cara electoral que vivimos en noviembre en EEUU. En este caso no era imprescindible una victoria. Ni siquiera era necesario que su xenófobo Partido por la Libertad (PVV) lograse los resultados necesarios para formar gobierno.
El miércoles, media Europa contuvo la respiración durante las 13 horas largas en las que nuestros vecinos estuvieron votando. Con el añadido de que ya se sabía que el recuento iba a ser lento, puesto que se iba a hacer de manera manual por temor a los ataques informáticos desde Rusia. Así que durante horas, una vez cerradas las urnas, íbamos a volver a depender de los sondeos, esta vez con datos obtenidos a la salida de los colegios.
Entre las particularidades electorales holandesas está el hecho de que celebran la jornada electoral en día laborable: respetan así los principios y la variedad religiosa del país. Otro elemento interesante es que no hay jornada de reflexión (una antigualla) y, por lo tanto, la campaña se prolonga casi hasta el mismo momento de abrirse los colegios electorales.
Los debates electorales, tradicionales en esta vieja democracia de la vieja Europa, se celebran constantemente y en cualquier momento. Tanto es así que en las 48 horas previas a los comicios, el lunes, los holandeses pudieron ver un cara a cara entre Mark Rutte y Geert Wilders y una sucesión de debates cruzados entre casi todos los candidatos. Solamente faltó Tunaham Kuzú, líder de Denk (una formación que aglutina el voto de los inmigrantes musulmanes y al que se considera próximo a los intereses de Ankara). Una lección de normalidad democrática.
Y llegaron los resultados. Ipsos, por ejemplo, ofrecía esta proyección media hora después del cierre:
Si lo comparamos con la composición del parlamento saliente…


Era el momento del respiro de alivio del que hablábamos al principio. Parecía lógico y posible que el Primer Ministro, Mark Rutte, repitiese en el cargo, aunque con una coalición de partidos más amplia y, por lo tanto, más complicada. Pero Wilders tenía que conformarse con un segundo puesto a repartir con los Democristianos y los Liberal Progresistas. Una posición que no le impidió afirmar: “somos segundos, hemos ganado”.
La realidad, con el 95 % de los votos escrutados, la podemos ver en este cuadro del Financial Times.
A la vista de que habrá pocos cambios sobre estos datos podemos extraer tres titulares:
- Mark Rutte podrá formar Gobierno pero tendrá que sumar a más partidos a su coalición y el poder estará más repartido. Sus políticas de ajuste estarán más “controladas” por sus futuros socios.
- Los laboristas pagan la factura de respaldar al Gobierno de Rutte durante estos años y sus ajustes. De segunda fuerza y alternativa de gobierno pasan a ser la séptima y con casi total seguridad quedarán fuera del ejecutivo.
- Los xenófobos de Wilders se convierten en la segunda fuerza parlamentaria en solitario y liderarán la oposición. Pero no logran sus mejores resultados ya que en 2010, cuando accedieron al primer gabinete de Rutte, llegaron a sumar 24 escaños.
Nos hemos quitado el susto pero la amenaza sigue ahí. En un mes tenemos la primera vuelta de las elecciones en Francia. Los sondeos mantienen a Marine Le Pen como ganadora en la primera vuelta (23 de abril) con Emmanuel Macron aprovechando el desbarajuste por la izquierda (Benoit Hamon no termina de asentarse como una alternativa real y podría conducir al Partido Socialista a no acceder, por segunda vez en este siglo, a la segunda vuelta) y por la derecha (François Fillón se ha topado con la justicia y todo parece indicar que se dejará fuera de la ronda definitiva a Les Républicains).
En las elecciones presidenciales de 2002, Jacques Chirac, que optaba a la reelección, logró el 19,88% de los votos en la primera vuelta y Jean-Marie Le Pen (el padre de la actual candidata del Frente Nacional) alcanzó el 17,79%, dejando fuera de la elección definitiva al socialista Lionel Jospin, que se quedó en el 16,81%. Aquellos resultados supusieron un pequeño terremoto en Francia. La carrera política de Jospin terminó ese 21 de abril al tiempo que la de Le Pen llegaba a su cima.
El 5 de mayo, en la segunda vuelta, los franceses se envolvieron en la bandera tricolor y votaron en masa por Chirac, que logró un resultado sin precedentes: 25,5 millones de votos y el 82,21% de los sufragios. El líder ultraderechista apenas sumó un punto a sus resultados y con el 17,79% de votos cayó derrotado. Esas elecciones quedaron marcadas por una atípica segunda vuelta en la que, rompiendo la tradición, no se celebró un debate electoral entre los dos aspirantes a la presidencia de la República.
Después llegarán las elecciones en Italia y en Alemania. El Movimiento 5 Estrellas es la principal amenaza en Roma. Y Alternativa para Alemania (AfD) lo es en Berlín. La canciller Angela Merkel se juega buena parte de su legado político en esos comicios. Martin Schulz es, probablemente, el rival más cualificado que el SPD le podía plantear en esta ocasión y, probablemente también, el más correoso socialdemócrata al que Merkel se ha tenido que enfrentar desde que derrotó al por entonces canciller, Gerhard Schröder, en 2005. Ni Frank-Walter Steinmeier en 2009 ni Peer Steinbrück en 2013 estuvieron a la altura.
De lograr la victoria y renovar como canciller, Merkel no sólo conjuraría el peligro que supone la formación ultraderechista de Frauke Petry. Entraría también en la historia reciente de Alemania al ponerse a la altura de Konrad Adenauer (1949, 1953, 1957 y 1961) y de Helmut Kohl (1983, 1987, 1990 y 1994) en cuanto a victorias consecutivas en las elecciones federales. El primero fue canciller durante 14 años y será recordado por reconstruir la Alemania Federal tras la II Guerra Mundial. El segundo permaneció 16 años en el cargo y será recordado por haber logrado la reunificación de Alemania. Merkel cumple 12 años en septiembre y su mandato estará marcado por el férreo control que ha mantenido sobre las políticas de austeridad que ha impuesto en la Unión Europea tras la crisis económica de 2008.
Claro que tras verla el viernes en su visita a Washington, es posible que la recordemos por haber sido la líder mundial que con más contundencia plantó cara a Donald Trump. Su primer encuentro cara a cara, en la Casa Blanca, pospuesto 72 horas por el temporal de nieve que azotó a la costa este de EE UU a primeros de semana ha dejado más imágenes que contenido.
La cara de susto de la canciller alemana tiene, probablemente, tanto que ver con el fondo de las palabras del Presidente de Estados Unidos como por las formas del nuevo inquilino de la Casa Blanca. Un minuto posaron para los periodistas en el Despacho Oval, como es tradición, y Trump fue capaz de no mirar a su invitada en ningún momento. Fue capaz de no responder a sus comentarios. Fue capaz de no saludarla, como suele ocurrir en este tipo de encuentros. Fue capaz, en definitiva, de ignorarla de la manera más explícita que quepa imaginar.
Es cierto que en la rueda de prensa posterior cuidó un poco más las formas y hubo saludo que las cámaras pudieron captar. Pero el mal ya estaba hecho.
Es evidente que Donald Trump está dispuesto a ignorar a sus socios y aliados sin contemplaciones y que, mientras pueda, hará la guerra por su cuenta. Mala noticia. Pero lo peor es que, desde el otro lado del charco, me llegan mensajes poco alentadores. Un buen amigo y fino analista me escribía, esta misma semana (pero antes del encuentro entre Trump y Merkel) que lo peor está por venir porque estamos en un momento difícil.
Coincido con él y habrá que estar atentos.