El pasado 23 de abril, Emmanuel Macron y Marine Le Pen se convirtieron en los dos candidatos más votados entre los once aspirantes a presidir la República de Francia. Como ninguno recibió apoyo de más del 50% del electorado, ambos se verán las caras en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales prevista para el próximo 7 de mayo.
La situación, aunque previsible, no deja de ser histórica. Por primera vez en su historia, la V República será presidida o bien por un hombre menor de 40 años o bien por una mujer. También es insólito que tanto los republicanos conservadores como los socialistas hayan quedado fuera de la carrera hacia el Elíseo tras la primera vuelta. No obstante, lo más reseñable es la nueva dicotomía que encarnan uno y otro candidato: por un lado, el socioliberalismo europeísta de Macron y su movimiento En Marcha; por el otro, el nacionalismo populista de Le Pen y el Frente Nacional.
La construcción de un nuevo eje político
Durante la campaña electoral, la versión digital del diario LE MONDE lanzó un novedoso test para comparar la manera de pensar del lector con la de los once candidatos presentes en la primera vuelta. Tras responder a 40 preguntas, el sistema comparaba tus respuestas con el programa de los presidenciables. Los resultados se distribuían en ocho categorías independientes con forma de eje horizontal polarizado por dos posturas antagónicas.
Por ejemplo, en cuanto a la política económica, el conservador François Fillon (Los Republicanos) era el candidato situado en el extremo de la desregulación, seguido de cerca por Macron y Le Pen, más en el centro. Al otro lado se localizaban intervencionistas como Jean-Luc Mélenchon (Francia Insumisa), Philippe Poutou (Nuevo Partido Anticapitalista) o Benoît Hamon (Partido Socialista). En cambio, en lo referente a la integración europea, el eje estaba polarizado por Le Pen, campeona del euroescepticismo y partidaria de la ruptura total con las instituciones comunitarias, frente a Macron, federalista europeo convencido. Y aunque sea difícil de creer, la postura de Mélenchon (euroescéptico moderado) se revelaba más próxima a la de Fillon (partidario no entusiasta de la UE) o incluso a la de la propia Le Pen que a la de los izquierdistas Hamon o Potou, europeístas reformistas.
El cuestionario no era infalible, pero al menos mostraba dos realidades. La primera es la pluralidad y la amplitud de matices que conforman el pensamiento de cada individuo. La sensibilidad medioambiental no es incompatible con querer de reducir el número de funcionarios; oponerse a la legalización del cannabis puede ir de la mano de la voluntad de aumentar la protección social. No obstante, en un contexto de medios polarizados y discursos telegénicos adaptados a las redes sociales, esta evidencia suele caer en el olvido.
La segunda, más difícil de percibir, es como la importancia otorgada a determinadas cuestiones políticas ha acabado desplazando a otras a la hora articular el debate público. De modo que la definición de los significantes políticos por excelencia, la Izquierda y la Derecha, habría estado más condicionada por las circunstancias temporales de lo que solemos creer.
Así, tras la caída del Muro de Berlín y el colapso de la URSS, se hizo definir como progresistas a los partidarios de despenalizar todas las cuestiones relacionadas con la Sociología de la Cultura y que al mismo tiempo defendían un aumento del gasto público. A su vez, los llamados conservadores eran identificados con los valores tradicionales y el liberalismo económico. Una realidad caricaturesca que no siempre se ha percibido de la misma manera.
Años antes, en el contexto de la Guerra Fría, el asunto esencial a la hora de definirse políticamente era la lealtad respecto al bloque comunista o capitalista. Entonces el eje discursivo no solo estaba polarizado de manera ideológica, sino, además, geográfica (Occidente vs. URSS). Pero también era posible encontrar excepciones a la regla. Valga el ejemplo de Charles De Gaulle, católico, conservador, autoritario; célebre por acercarse al Kremlin y su rechazo a la hegemonía cultural anglosajona. A día de hoy, el general galo es igualmente admirado por personalidades de la Derecha y de la Izquierda, aunque por razones distintas.
La postura frente a la Globalización se ha convertido la cuestión central del debate político.
Y a su vez, en la época presente, la postura frente al fenómeno de la Globalización se ha convertido en la cuestión central del debate político. Los partidarios y detractores del Brexit, o los distintos apoyos que recibieron las candidaturas de Hillary Clinton y Donald Trump en las últimas elecciones estadounidenses constituyen sendos ejemplos de esta nueva dicotomía.
¿El fin de la Izquierda y la Derecha?
Volvamos a Francia. Los dos movimientos que se disputarán la presidencia el 7 de mayo reúnen ciertas particularidades. El socioliberalismo o liberalismo progresista, una corriente catalogada habitualmente como ‘moderada’, se ha quedado en un extremo del nuevo eje. Sus acólitos defienden la democracia liberal y son favorables a un comercio internacional fluido y dinámico. Su mensaje es optimista y se proyecta hacia el futuro, y está dirigido a los ‘ganadores de la globalización’ de perfil cosmopolita y universitario. Emmanuel Macron se ha reivindicado a sí mismo como una figura ‘progresista’, opuesto a un conservadurismo retrógrado que afectaría por igual a la Derecha y a la Izquierda. Se trata de un candidato ‘continuista’, que quiere preservar lo mejor del sistema actual y reformar aquello que no funciona.
En el otro extremo, presentada como la reacción al status quo, se ubica a una ultraderecha socialmente renovada gracias al apoyo de las clases populares, hasta hace poco en la órbita del marxismo. De hecho, Marine Le Pen se ha definido como una suerte de adalid de los olvidados para hacer frente a privilegiados. Se discurso va dirigido a los ‘perdedores de la Globalización’: obreros, trabajadores del sector primario, habitantes de zonas rurales, parados de larga duración, víctimas de la política mundial. Los inmigrantes, sin embargo, para ella son parte del problema y quedarían sistemáticamente excluidos de todas sus prebendas. Su discurso es catastrofista y nostálgico a la par que esperanzador: la situación actual es insostenible, pero puede ser revertida gracias un pasado glorioso que debe servir de modelo para recuperar la ilusión y la fe en la patria. Dicho de otro modo: Le Pen quiere poner “orden en medio del caos” que impera en Francia.
En mitad de este escenario se ha quedado la Izquierda radical, que ha intentado (hasta ahora con éxito limitado) compatibilizar la defensa de la soberanía y la fórmula del Estado-nación con el internacionalismo proletario y la libre circulación de personas. Una postura contraproducente que ha llevado a algunos de sus líderes actuar de manera, cuando menos, curiosa. El último ejemplo lo ilustra la actitud de Jean-Luc Mélenchon, que tras su derrota en la primera ronda de las presidenciales ha solicitado a sus votantes que se abstengan o que voten en blanco (Tanto Fillon como Hamon han pedido el voto para Macron en aras de impedir que el Frente Nacional llegue al Elíseo).
¿Significa esto que las nociones de Izquierda y Derecha han quedado obsoletas? No me atrevería a afirmarlo. Creo más bien que la una y la otra se están reubicando en un nuevo escenario global aún por construirse. No obstante, la retórica marxista ha quedado muy tocada: los llamados a dirigir la dictadura del proletariado sienten más apego por su nación o por su etnia que por su clase social, mientras que la élite burguesa dominante suele demostrar una mayor sensibilidad para con el medioambiente y los colectivos en riesgo de exclusión social. Un callejón sin salida que obligará a sus teóricos a replantear ciertos postulados ortodoxos.
Sea como fuere, todavía es pronto para averiguar la repercusión y la importancia histórica de las elecciones presidenciales de 2017, las úndecimas de la V República, cuya segunda vuelta se celebrará el 7 de mayo. Un estudio detallado de los resultados y del perfil de los votantes de cada candidato nos servirá para dilucidar si, como diría Leonardo Da Vinci, nos encontramos en una época de cambios o ante un cambio de época. Esperemos, por el bien toda de Europa, que si este último ha de llegar, que no sea gracias a una victoria de Marine Le Pen.