Ayer viernes, París llegó como una respuesta atronadora a esta cabeza amodorrada e instalada en la comodidad de la rutina, como una amenaza dolorosísima, poniendo de manifiesto que no es posible huir de la realidad y construir un discurso al margen del dolor, del odio y de la muerte. Ayer París me sacudió.
Como prólogo a la masacre, un amigo me invitó al teatro a ver ‘A puerta cerrada’, del francés Jean Paul Sartre, en un pequeño escenario de Madrid. A la salida de la obra, comentábamos con extrañeza las dificultades que habíamos experimentado para acceder a la propuesta del filósofo francés: “El infierno son los otros“.
¿Qué experiencia humana lleva a ver en el otro el propio infierno? ¿Cómo puede alguien concluir que quienes les rodean son el obstáculo fundamental para su propia realización, su propia felicidad?
De golpe, una notificación en el móvil de la aplicación de ‘El País’: “Varios heridos en un tiroteo por arma de fuego en un restaurante de París”. Minutos después, ya llegando a casa: “AMPLIACIÓN: Se ha escuchado también una explosión cerca del Estadio de Francia, donde se disputaba un partido”. Poco más añadieron las sucesivas alertas a lo que ya se intuía. El resto ya lo conocen.
ÚLTIMA HORA | Varios heridos en un tiroteo por arma de fuego en un restaurante de París https://t.co/2YAFaAMDJG
— EL PAÍS (@el_pais) noviembre 13, 2015
El infierno de Sartre (en el que tres sujetos insoportables son confinados en una habitación sin espejos a mirarse unos a otros durante toda la eternidad) no es la condena tras la muerte, es la condena en vida. Tanto es así que lo ocurrido ayer en París es un recordatorio latente de que no es posible vivir al margen; de que el otro, con su odio, no nos es ajeno. Ningún sistema de defensa que podamos articular es capaz de impedir que el Estado Islámico o el vecino del quinto rajen de arriba a bajo en un instante todo lo que más nos importa. Todavía no han inventado el modo de llevar a cabo esa –tan gastada como inservible– definición de la libertad a partir del límite de la libertad del otro.
No es posible rehuirles. Estamos mezclados, condenados a vivir juntos.
La intuición del existencialista francés va más allá de un elemento coyuntural, de un odio particular, de una ideología en concreto o de un conflicto histórico: el otro (en la obra ya muerto) no puede ser eliminado. Ninguna guerra de Irak, ninguna bomba atómica, ninguna expulsión masiva va a acabar con la amenaza. Hace ya años que sabemos que el odio islámico (y ningún otro, en realidad) se erradicará jamás únicamente con la fuerza de las armas.
“INÉS.– Ahora van y se abren esas manos grandes de hombre. ¿Y qué? ¿Qué esperas? Los pensamientos no se cogen así, con las manos. Mira cómo no puedes hacer otra cosa que convencerme… Eres mío.” (‘A puerta cerrada’. Jean Paul Sartre)
¿Qué cabe responder? ¿A qué estamos llamados? ¿Cómo salvar el abismo que se abre entre mi pretensión de vivir y prosperar juntos y la realidad del mal, del dolor y de la imposición violenta de unos sobre otros?
Sartre plantea la naturaleza del enfrentamiento con el otro como un otro que “condena”. Los personajes de la macabra habitación de ‘A puerta cerrada’ no tienen más que la pupila ajena para mirarse a sí mismos y tratar de redimirse (por eso la habitación no tiene espejos, no hay posibilidad de prescindir de los demás).
“GARCIN.– Yo ya no soy nadie en la Tierra, ni siquiera un cobarde. Inés, estamos aquí solos: ya solo estáis vosotras para pensar en mí. Ella no cuenta; pero tú, tú que me odias…, si tú me crees, me salvas.” (Idem.)
Aquí es cuando la analogía entre los atentados de ayer y la obra de teatro se rompe de algún modo: las más de 120 personas que murieron ayer no eran criminales (como sí lo son de alguna manera los condenados en ‘A puerta cerrada’). Ni siquiera cabe esa explicación (que no justificación) que cabía apuntar en el ataque que tuvo lugar el pasado mes de enero en la redacción de la revista ‘Charlie Hebdo’.
Los asesinados de esta noche eran personas cenando en un restaurante, paseando por la calle o escuchando un concierto. Los asesinos no actuaron por venganza, actuaron por odio. Un odio que es independiente de cualquier cosa que usted o yo podamos hacer: no nos matan por lo que hacemos, nos matan por quienes somos. ¿Y quiénes somos?
“Solamente los actos deciden qué es lo que uno ha querido“, sentencia Inés en la obra.
La identidad de nuestra Europa nunca ha sido más discutida que hoy. Enfrente tenemos, sin embargo, a quien parece tener muy claro quienes somos. Será nuestra respuesta y no una imagen autocomplaciente de Occidente (un espejo) la que determine lo que que quiere (lo que es) nuestra Europa moribunda. Será nuestra respuesta ante el mal, en el fondo, lo que determine si, tal como propone Sartre, estamos “condenados a vivir juntos” en un eterno cruce de miradas fratricida, o si apostamos cueste lo que cueste por romper esa dinámica y convencer con nuestros actos para tratar de articular la convivencia.
(Advertencia: Este artículo no pretende ser un artículo “pacifista” en el sentido simplón de la palabra. Es necesario alertar, sin embargo, del riesgo de que el miedo nos haga perder precisamente aquello por lo que somos atacados: la apuesta por la dignidad de todo hombre y su libertad y la vocación universal que caracterizan a Occidente)
Otras perspectivas de los atentados de París:
- ‘Protagonistas de la Historia‘, por Yara García Ramos
- ‘Silencio, s’il vous plaît”…‘, por Chema Medina
- ‘Banderolas, himnos y lemas: Todos somos Francia‘, por Ignacio Pou