En la adaptación cinematográfica de “El Tercer Hombre”, un joven Orson Welles caracterizado como Harry Lime afirmaba que “en Italia, en treinta años de dominación de los Borgia, hubo guerras matanzas, asesinatos… Pero también Miguel Ángel, Leonardo y el Renacimiento. En Suiza, por el contrario, tuvieron quinientos años de amor, democracia y paz. ¿Y cuál fue el resultado? ¡El reloj de cuco!”.
Tal y como indican los mapas, la Alemania de Merkel se encuentra a mitad de camino entre Suiza e Italia. Conscientes de una historia repleta de genios y a la vez manchada de sangre, hoy son muchos los teutones que quieren parecerse a los helvéticos. Es decir, vivir tranquilos, sin hacer ruido, en segundo plano. Sin embargo, la sangre caliente y cierta inclinación hacia la terribilitá siguen muy presentes en una sociedad cosmopolita a la par que envejecida.
La ‘era Merkel’ continúa
Como era de esperar, en las últimas elecciones federales, celebradas el 24 de octubre de este año, se impuso la mesura. La democristiana Ángela Merkel fue reelegida como canciller al recibir algo más de 15 millones de votos (33%). Los socialdemócratas del SPD, encabezados por el europeísta Martin Schulz, acabaron segundos en los comicios, obteniendo, no obstante, el peor resultado de su historia. Tanto es así que una coalición de ambas formaciones no alcanzaría la mayoría absoluta. Todo indica que el nuevo gobierno teutón será multicolor: al negro de la victoriosa CDU habrá que sumar el amarillo de los liberales del FPO y el verde ecologista, una futurible alianza que la prensa ha bautizado como “Jamaica”.
Sin embargo, la sempiterna pax germana se ha visto perturbada por el flanco derecho. Con un discurso anti-inmigración de tintes xenófobos y abiertamente euroescéptico, Alternativa para Alemania (AfD) irrumpió en el Bundestag con más de 4 millones de votos y 69 representantes. Una situación insólita desde el final del III Reich. Sin embargo, los ultras de hoy no quieren parecerse a sus abuelos.


Tras la Segunda Guerra Mundial, Alemania vivió un profundo proceso de desnazificación. Allí, los símbolos del III Reich están prohibidos. El antifascismo no es una batalla cultural, sino una cuestión de Estado. Al igual que el resto de formaciones parlamentarias, los representantes de Alternativa para Alemania evitan cualquier identificación con la época hitleriana, centrando su discurso en los problemas actuales. Y les funciona. Más allá de los números, la prueba de su éxito radica en la transversalidad de sus votantes: ancianos y jóvenes, parados y trabajadores, personas con y sin estudios. En definitiva, gente con miedo a vivir peor.
Pero a pesar del inquietante auge de AdF, Alemania es un país estable. Al menos en cuanto a la política interior. Su cámara es plural, su parlamentarismo, eficiente: la formación de gobierno importa más que la pureza ideológica, luego pactar con el adversario está a la orden del día. También la heterodoxia a la hora de tomar medidas. La CDU, por ejemplo, ha defendido al mismo tiempo la austeridad económica con respecto a los países del sur de la UE y la acogida de refugiados sirios. En otros territorios, unos y otros los tildarían de “incoherentes” o de “traidores”.
Mas la condescendencia de la opinión pública no solo afecta al Gobierno, sino al Estado, cuya forma es la de república descentralizada divida en estados federados (länder). Los monárquicos son residuales; las tensiones territoriales, mínimas. Incluso en la católica Baviera, antiguo reino independiente que se adhirió como Estado Libre en 1949, el secesionismo resulta minoritario: el Partido Bávaro no cuenta con representación en ninguna cámara, mientras que los populistas de Freie Wähler no pasan de tercera fuerza regional.


En cambio, el relato geopolítico alemán es más difícil de vender. La primera potencia europea ha de justificar todos y cada uno de sus movimientos en el mundo. Pecar de intervencionismo es “dar pie un IV Reich”, la inacción, “una falta de responsabilidad internacional”. En los últimos años, la balanza se ha inclinado hacia la prudencia. Adivinar hasta qué punto se hizo lo correcto es difícil, pues al igual que el resto de europeos, muchos alemanes creen que en las guerras de Yugoslavia se derramó demasiada sangre y que quizás se habría evitado con más diplomacia o una intervención eficiente y coordinada.
Si bien es cierto que Alemania está llamada a liderar el proyecto de integración continental, el europeísmo de Merkel no resulta tan cálido ni idealista como el de Matteo Renzi, Emmanuel Macron o Josep Borrell. Tal y como afirmó Pablo R. Suanzes, el corresponsal de El Mundo: “Alemania es el único país de la UE que tiene una idea de Europa muy clara, una hoja de ruta y un ejército de funcionarios, diplomáticos y políticos consagrados a lograrla. A su ritmo, a su modo, pragmática, sin florituras o una narrativa época y emocional”.
A la canciller se le acusa de haber convertido a la Unión Europea en un acuerdo aduanero (zollverein) demasiado prosaico y nada estimulante. Mas en buena parte del mundo, esa misma cosmovisión significa seguridad y Orden. Dominique Moïsi, autor de “Geopolítica de las series o el triunfo global del miedo” (Editorial Errata Naturae), considera a la mandataria germana “la única excepción a la mediocridad que caracteriza a los actuales dirigentes políticos del planeta”.
Renovarse o morir
La gran potencia europea está edificada sobre cimientos sólidos. Sin embargo, en su estructura se vislumbran algunas grietas. Poco a poco, su sociedad ha quedado envejecida: los jóvenes con menos de 30 años, sector más abstencionista y que tiende a la izquierda, apenas conforman el 16% del electorado. Por otra parte, la tasa de fertilidad alemana es de 1,5 hijos por mujer, inferior al 2,1 que asegura el reemplazo generacional. Urgen medidas para garantizar las prestaciones sociales de un Estado que presume de intervencionista. No hacerlo supondría a largo plazo el colapso del país.
Por si esto fuera poco, su industria pesada, otrora referente internacional, se vio perjudicada en 2015 por el escándalo de Volkswagen relativo al fraude de las emisiones de CO2. A su vez, el auge de las energías renovables y la pujante digitalización de la economía inquietan un stablishment económico y empresarial que anda muy lejos de familiarizarse con otros modelos productivos. También preocupa la dependencia con respecto a Rusia: el 35% del gas natural consumido en Alemania proviene de Gazprom, principal empresa pública del país de Putin.
La nueva política expansionista rusa o la imprevisibilidad de Trump, obligan a la canciller a convertirse en la voz de la civilización occidental en el mundo.
En este escenario, parece que el día a día la primera economía de Europa cambiará poco a lo largo de la presente legislatura. Sin embargo, Merkel no puede despistarse. La nueva política expansionista rusa, unida a la imprevisibilidad de Donald Trump al otro lado del charco, obligan a la canciller a convertirse en la voz de la civilización occidental en el mundo. No lo tendrá fácil con un parlamento tan fragmentado y con varios de sus potenciales aliados (Reino Unido, Italia, España…) demasiado enfrascados en sus propios asuntos y ajenos a lo que acontece más allá de sus fronteras.
Por otra parte, una colaboración más estrecha con la nueva Francia de Macron podría retroalimentar a ambas potencias, además de fortalecer el proyecto europeo. Queda por ver hacia dónde evolucionan las relaciones con Irán, cuyo acuerdo nuclear podría renegociarse, así como con una América Latina con gobiernos que han virado a la derecha. En cualquier paso, parece que se avecinan tiempos interesantes y convulsos en lo que respecta a la política global. Es hora de tomar asiento.