El 8 de diciembre de 1991, los presidentes de la repúblicas soviéticas que conformaban la URSS estamparon su firma sobre Tratado de Belavezha, con el que certificaban lo que, después de la caída del Muro de Berlín, era ya una evidencia: el fracaso del proyecto comunista en el siglo XX. Aunque los coletazos de la utopía proletaria llegan hasta nuestros días.
La disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y la apertura al mundo de los pueblos que la conformaban permitió al mundo recordar muchos horrores que se creían enterrados desde el fin del Nacionalsocialismo, y descubrir otros aún mayores. Con motivo de esta efeméride reproducimos la siguiente reseña:
En una ocasión, el tan olvidado pero afamado miembro del círculo La desesperación del té –que reunió en la Residencia de Estudiantes de Madrid a ilustres artistas y literatos españoles contemporáneos– Pepín Bello, tras conocer la influencia ideológica que ejerció María Teresa León en su querido amigo Rafael Alberti, se preguntó: “¿Cómo alguien capaz de reflexionar se puede hacer comunista? Es la mayor negación de la libertad, algo repulsivo”.
Esta iluminadora inquietud de Pepín también nos la podríamos hacer nosotros, incluso la propia historia, cuando advertimos banderas comunistas en cualquier manifestación contra los recortes del Estado democrático. Pero la mayoría, paradójicamente, no lo cuestiona. Pues bien, hagamos un experimento: ¿qué pensarían ustedes si vieran en una manifestación democrática a personas con banderas o indumentaria nazi? Probablemente la crítica o la repulsa más vomitiva serían unánimes en la sociedad contra aquella expresión de la barbarie y crímenes del nazismo.
Ahora bien, me pregunto, ¿por qué nos escandalizamos ante una manifestación nazi que abandera, según las estimaciones oficiales 25 millones de muertos y que, incluso, está prohibida su participación como partido oficial en Democracia, y la sociedad no siente la misma repulsa, indignación y rechazo por una represiva, criminal y terrorífica ideología comunista –que abandera cerca de 100 millones de muertos– y cuya representación, no solo está sibilinamente infiltrada a través de algunas almas bellas hegelianas españolas, sino, también, en cada manifestación respaldada por los principales sindicatos del país?
¿Por qué nos escandalizamos ante una manifestación neonazi y no mostramos la misma indignación ante la representación del comunismo en la mayoría de las manifestaciones?
Pues bien, una inquietud parecida a la precedente es la que propició el libro que en esta ocasión os presento: El libro negro del comunismo: crímenes, terror y represión (Ediciones B). Esta obra está escrita por varios investigadores contemporáneos bajo la dirección del historiador francés Stéphane Courtois, director del Centro Nacional para la Investigación Científica de Francia (CNRS), que tras un proceso de raciocinio de la barbarie comunista que tanto había defendido –fue activista de extrema izquierda entre los años 1968 y 1971– acabó arrepintiéndose para convertirse en un enardecido anticomunista y partidario de la democracia.


¿Por qué “los nombres de Himmler o de Eichman son conocidos en todo el mundo como símbolos de la barbarie contemporánea, [y] los de Dzerzhinsky, Yagoda o Yezhov son ignorados por la mayoría? En cuanto a Lenin, Hô Chi Minh e incluso Stalin aún siguen teniendo derecho a una sorprendente reverencia.” […] “¿Por qué ese débil eco en la opinión pública de los testimonios relativos a los crímenes comunistas? ¿Por qué ese silencio incómodo de los políticos? Y, sobre todo, ¿por qué ese silencio ‹‹académico›› sobre la catástrofe comunista que ha afectado, desde hace ochenta años, a cerca de una tercera parte del género humano en cuatro continentes? ¿Por qué esa incapacidad para colocar en el centro del análisis del comunismo un factor tan esencial como el crimen, el crimen en masa, el crimen sistemático, el crimen contra la humanidad?”, se pregunta Courtois.
En este libro los autores, de izquierdas, pretenden responder a estas inquietudes ahondando en la historia de la Unión Soviética, Europa, China, Corea del Norte, Vietnam, Laos, Camboya, Cuba, Nicaragua, Perú, Etiopía, Angola, Mozambique y Afganistán para comprender, aún más, las miríadas de atrocidades bajo el estandarte escarlata de la hoz y el martillo. Para comprender, entre las infinitas crueldades, la arenga «mata, mata» que todo un pueblo, bajo el régimen chino de Peng Pai, manifestaba en las ejecuciones públicas donde descuartizaban vivas a las víctimas. Para comprender las cifras de esta barbarie. Y una de esas cifras es el siguiente escalofriante balance de muertos: la República Popular China (65 mill.), la Unión Soviética (20 mill.), Camboya (2 mill.), la actual Corea del Norte (2 mill.), los 5’2 millones entre Vietnam, África, Afganistán y los regímenes de la Europa oriental además de los cientos de miles en Cuba y otros países de Latinoamérica son los factores de la espeluznante y terrible suma que nos acerca, según las fuentes de los investigadores, a la cercana cifra de 100 millones de muertos.


Para escribir este libro los historiadores se sirvieron, además de 68 páginas de documentos bibliográficos, de archivos desclasificados del KGB y de la Unión Soviética (conservados en los centros rusos CRCEDHC, GARF, RGVA y APFR) o de las democracias populares y de Camboya entre otros. Unas fuentes que, recordando los crímenes contra la cultura universal y nacional –como la demolición, por mandato de Ceaucescu, del casco antiguo de Bucarest para la construcción de megalómanas avenidas, las centenares de iglesias devastadas en Moscú por el estalinismo, el abandono de los templos de Angkor por el régimen de Pol Pot o la destrucción y quema de tesoros milenarios en Asia durante la Revolución Cultural Maoísta–, las investigaciones se centra en la descripción de los, realmente importantes, crímenes contra la humanidad: los sistemáticos asesinatos de chinos, norcoreanos, griegos, mozambiqueños, chechenos, rusos, ucranianos, polacos, tibetanos, checos, ruandeses, tártaros, peruanos, etíopes, cubanos, rumanos, laosianos, angoleños, húngaros, nicaragüenses, ingushes, afganos, albanos, moldavos, vietnamitas, búlgaros, camboyanos…
Todos aquellos horrores eran, ante todo, asesinatos de personas.
Todos ellos fueron, en definitiva, asesinatos de personas por todo el mundo; torturas y ejecuciones que solo una diabólica creatividad podría poner en marcha; deportaciones-abandono en regiones aisladas como Siberia, en el caso soviético, y deportaciones-liquidación; canibalismo, como en la China de Peng Pai o en la Camboya de Pol Pot entre otros; purgas, exterminios, matanzas en masa, fusilamientos, trabajos forzados, ahorcamientos, descuartizamientos, apaleamientos hasta la muerte, esclavitud, hambrunas…
Muy a pesar de la barbarie, de la crueldad y de la monstruosidad que expone, de la brutal y salvaje destrucción, del crimen y de las desgarradoras atrocidades que describe el libro, es un volumen apto y recomendable para todos los públicos. Tanto para los sensibles como para los que no lo son tanto. A los últimos, probablemente les haga ser más sensibles y puede que, como Stéphane Courtois y tantos otros, se arrepientan de defender y agitar a los cuatro vientos la sangrada bandera comunista. A los primeros, les hará comprender aún más la historia y al hombre. En conclusión, esta obra, al igual que El libro negro de la humanidad, no solo es de obligada lectura sino que debería estar en todas las bibliotecas para recordarnos aquella reflexión que tanto inquietó a Pepín Bello. Una oscura y sangrienta ideología, como el nazismo, que algunas almas bellas hegelianas pretenden infiltrar en la actual democracia europea.
Esta reseña apareció publicada el día 5 de junio de 2015 en la revista digital de humanidades Hombre en camino y ha sido reproducida con permiso del autor.