Cada época tiene y vive su propia guerra. Nuestros abuelos tuvieron su respectiva guerra mundial y sufrieron sus crueles y fratricidas guerras civiles asociadas. Nuestros padres vivieron, en la televisión y en la propaganda, esa guerra declarada “fría” y sus numerosos conflictos “ardientes” en zonas periféricas (y descolonizadas en paralelo) entre las viejas banderas izquierdistas y derechistas. Y cada uno de estos conflictos fue contado, como tragedia o comedia, por los protagonistas de los mismos, desde el dolor que nunca desapareció o desde la risa de aquello humano que se pudo salvar.
Nosotros asistimos a nuestra propia guerra, entre la indiferencia real y la solidaridad ficticia; el drama sirio que llena los telediarios occidentales y genera conflictos regionales ante las oleadas de miles de refugiados vistos con fraternidad o vistos como amenaza. Todos conocemos (o desconocemos) y analizamos (o juzgamos) al régimen de Bachar Al Asad y a sus enemigos islamistas, el papel de Rusia y los EEUU en el tablero de juego, la lucha entre el mundo chií-persa y el mundo sunní-árabe por la hegemonía musulmana, todos lloramos por los niños sepultados en Alepo o gaseados en Idlib, pero pocos parecen saber la dialéctica entre modernidad y tradición presente en estado apocalíptico de esta nación, sede de la legendaria Aram en el Creciente fértil, cuna del Califato Omeya (Mu‘awiya), y creada ex novo tras el mandato francés en el Levante mediterráneo. Las “mil y una noches” como motivo para narrar el cuento que necesitábamos, de nuevo Scheherezade intentando sobrevivir.
Siria es nuestra guerra, y el cuento que a veces no nos deja dormir. Julien Freund nos advirtió que “la característica fundamental de nuestra época reside en que todas las actividades humanas están sometidas, al mismo tiempo, al debate interno y a una crítica radical, nadie tiene piedad”. La región siriaca, cruce de civilizaciones y reflejo del Medio Oriente, fue otro de los escenarios de esa fábula que ansiábamos para descansar: la culminación de las “primaveras árabes”, que demostraría la superioridad moral y material del modelo liberal-democrático occidental, de inevitable e irresistible implantación, y alejado de toda tradición nacional y religiosa preexistente. Demasiado teórico, pero demasiado real.
Y en este cuento oficial, Pólemo, alegoría de la guerra para Esopo, era vencido por la Paz, la gran comedia de Aristófanes. La época del bienestar social, bajo la redistribución fiscal ideada por Keynes y la acción protectora de la “cuna a la tumba” soñada por Beveridge, acabaría, tarde o temprano, con las causas de todo conflicto social y económico; y que tras el fin del muro de Berlín y la difusión de la utopía del “fin de la Historia” de Fukuyama, se expandiría sin remedio por el mundo globalizado. Por ello, a nivel científico, la irenología de Johan Galtung (“peace studies”) debía sustituir a la polemología de Gastón Bouthoul (“science de la guerre”). Demasiado bonito, pero demasiado irreal.
Los sangrientos y heroicos Cuentos de guerra de Léon Bloy (Sudor de sangre, 1893) o el tan humano Diario de la guerra de Ernst Jünger (Tempestades de acero, 1914-1918), habían dejado de ser leídos. Toda violencia, toda guerra, todo conflicto desaparecía, de un plumazo, de la literatura para niños y no tan niños. El final sería casi siempre feliz (y se comerían perdices), la violencia simple ocio audiovisual, y la muerte algo raro, desconocido para la generación de la salud enlatada. La versión moralista de Disney de los cuentos de Charles Perrault.
Pero la realidad supera a la ficción incluso en la narrativa contemporánea. El conflicto es, por desgracia, una constante histórica, y la guerra, su manifestación más extrema, también (dixit Carl Schmitt). “Los hombres se cansan antes de dormir, de amar, de cantar y bailar que de hacer la guerra“; escribía, esperando que errase, Séneca. Y el siglo XXI no podía ser una excepción a esta realidad tan humana; quizás no seríamos los protagonistas principales, quizás nuestros conflictos se podrían ocultar o minimizar en nombre del progreso (violencia familiar y juvenil, precariedad laboral, destrucción medioambiental), quizás no la sufriríamos directamente en el llamado Primer mundo (teníamos ya experiencia en localizarla en el extrarradio mundial), pero tarde o temprano el actor secundario resultaría ser la clave de la trama: la lucha primero por los recursos, después por las identidades, y siempre por el poder. La cruel realidad de los cuentos de los hermanos Grimm.
Siria no es una excepción que narrar, es la clave de nuestra novela. Como escribió el malogrado Juan Rulfo, “si se trabaja con imaginación, intuición y una verdad aparente, entonces se logra la historia que uno quiere dar a conocer”. La chispa puede ser la de siempre: la combinación explosiva, como en otros países vecinos, entre crisis económica (y natural) y superpoblación urbana; el desarrollo podría ser muy similar al de otras experiencias: el conflicto entre identidades excluyentes y diferentes intereses geopolíticos en un contexto espacio-temporal; el desenlace acaso previsible: tragedia a uno y otro lado de la frontera, con supuestos ganadores y perdedores; pero el signo distintivo, diferenciador de este cuento probablemente esté en el enredo: los riesgos y límites de la expansión triunfante del modelo occidental más allá de sus propias fronteras, en países y culturas que a las que catalogamos soberbiamente, al más puro estilo Kypling, como inferiores, atrasadas, diferentes. Los fantasmas internos de los cuentos de Edgar Allan Poe.
Cada época tiene y vive su propia guerra
Y como tantos otros cuentos de guerra, el terror más inhumano, el horror más brutal, dibuja los rasgos de los contendientes de la batalla, y al que el lector desearía hacer desaparecer en la siguiente página. Pero siguen allí, agazapados entre las líneas o esbozados en las ilustraciones, siempre amenazantes, esperando a que el escritor (en este caso colectivo) no se atreva reescribir, por fin, un final donde podamos parar la barbarie, sanar a los enfermos, ayudar a los afectados y frenar el odio. El cuento del Principito que quiso ser siempre el espiritual y aviador Saint-Exupéry.
Scheherezade engañaba al sultán Shahriar cada noche en Damasco, con un fabuloso cuento que nunca acababa, para mantenerse con vida un día tras otro; cada bando en Siria, cada aliado y cada medio nos cuentan continuamente historias contrapuestas sobre cómo empezó la guerra, quiénes son los buenos y los malos, quién tiene la culpa, para mantener con vida, posiblemente, sus intereses sobre el terreno. La estrategia de la joven del cuento árabe surtió efecto: logró salvar la vida y convertirse en reina; ojalá la plausible moraleja de este cuento de guerra de nuestra generación nos sirva de lección.
- Si quieres saber más sobre lo que está ocurriendo en Siria, no te pierdas este microanálisis de Florentino Portero, uno de los grandes expertos españoles en Oriente Próximo.