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Tintín en el Atlas VI: Fuego y Hojalata

En Especial Tintín en el Atlas por

Boumalne – Ouarzazate – Marrakech – Tánger – España

Jueves 24 – Domingo 27

Otra vez en Erfoud. La misma avenida principal, los mismos cuerpos repitiendo su historia; su rumiar. Los colores y la miseria molida. Volver a estar ahí cuando el resto de participantes y organización, a esa hora, ya se encontraba en latitudes más altas era un puñado de escarcha entre las costillas. Definitivamente todo atisbo competitivo se había esfumado de nuestras ánimas. Nuestro Rally Solidario por Marruecos iba cerrando en negativo. Solo queríamos que nos arreglaran el coche para poder volver a casa cuanto antes.

Llegamos al taller más importante de la ciudad. Allí, un chavalito, algo así como un Mowgli del mundo del motor, nos hizo tres preguntas y nos remitió a un tugurio donde otros niños de la selva se agolpaban en el foso del taller; entre llaves, tuercas y neumáticos rotos.

Antes de darnos cuenta y después de que Mowgli, al que también podemos llamar Ralo, ya hubiera hecho la cuenta de nuestra osadía matutina -calcinación del disco de embrague  y capó reventado- los tres salvajes de las dunas se pusieron a galopar y darle martillazos y quitarle cosas de las entrañas al Discovery.

De camino al encuentro con el capataz, con quien debíamos negociar el precio final de la reparación, Ralo nos fue hablando de su vida en el desierto en un más que correcto castellano; aprendido a base de golpes y pinchazos ajenos de sedientos de duna y polvo.

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A la entrada del taller, una suerte de  Al Capone con rasgos de sótano y mirada hecha para el show business, con  mono grasiento, manos limpias y seis móviles en los bolsillos; nos recibió con una sonrisa más blanca de lo que cabía esperar. Debíamos ser de las operaciones más costosas que tenía en las siete células mecánicas distribuidas por la ciudad que dirigía. De ahí que  yo pudiera averiguar el color de sus dientes. Aquel hombre era el rey del aceite y los palieres en Erfoud. No podías arreglar tu ocio sin que él lo supiera. Y aquellas semanas eran temporada alta. Los occidentales venían sedientos de la nada y el todo del desierto. Pilotos amateurs cabalgando sin control por matorrales y piedras. En cada blasfemia nuestra, Al Capone encontraba su ración de bocado caliente.

Su trabajo era sencillo pero tedioso. Se ocupaba de gestionar la entrada de vehículos al taller,  que se iban sucediendo  cada cinco minutos. Hacía un breve pronóstico y lo mandaba a los otros locales donde cada uno estaba especializado en un tipo de reparación.

Nos acercamos los tres esqueletos que componen este relato como perro apaleado a su amo, al que le brillaba la mirada al ver tamañas ternuras dispuestas a “negociar”.

Frente a la puerta, un hervidero de españoles, alemanes e ingleses miraban con estupor la técnica de los mecánicos bereberes. Para cualquier reparación, fuera del índole que fuera, el mazo estaba siempre a mano, por si había que enderezar y amoldar cualquier pieza de fábrica a las exigencias del vehículo destrozado.

El boss de aquel tinglado me dedicó poco más de un minuto. Traté de apretarle con el precio inicial, siguiendo la tradición regateadora de la zona. Pero Al Capone no se movía ni un ápice y repasaba la mirada perezosa por los nuevos coches que llegaban. Al ver que tenía más trabajo del que le gustaba para aquella hora de la tarde dijo un definitivo “4000 dirhams”. Nos pedía todos nuestros ahorros y algo más. La operación, aun siendo económica si aplicamos nuestra mentalidad acostumbrada al chaquetazo del taller urbano de Madrid, suponía dejarnos tiesos. Y todavía quedaban tres días de carrera, cruzar el Atlas, Marruecos y España entera.

Enderezando  su cuerpo robusto, recreándose en el gusto que le producían los goterones de gotelé en la espalda,  nos despachó  entre tímidos pero contundentes empellones mientras decía “tengo trabajo, trabajo. Si no quieres, coche fuera”.

Con la misma piedad que un musulmán ante su cena de ramadán, inquiriéndome con su afilada tripa que fuera terminando mi nudo de lamentos,  acabamos pagando la locura.

Nos dispusimos entonces a esperar 12 horas tomando té moruno en una pizzería cerca del taller.

Aquello era una pesadilla especiada. Los contrastes a los que nos habíamos visto sometidos desde que salimos de Madrid hacia que tener una opinión en aquel momento sobre lo que estaba significando nuestra aventura por el Atlas fuera absurdo.

Demasiado bueno, demasiado malo.

Sobre las 23 de la noche, con demasiadas reservas del trabajo realizado por Ralo y sus compañeros, emprendimos nuestro viaje a Boumalne Dadés, un recóndito pueblo entre las montañas.

Sin internet, mapa y con la gasolina justa, fuimos empalmando poblacho tras poblacho, puesto policial tras puesto policial. Los gendarmes, con parcas indicaciones, nos advertían que estábamos yendo en el lado contrario, lo que provocaba otra oleada de susurros fuertes entre Pablo y David. De esta parte del viaje recuerdo de manera especial el helor que entraba por la ventana rota y el perpetuo traqueteo del cierre de seguridad de plástico quebrado. Murmullos,  frenazos, carteles en árabe y vuelta a empezar en aquel nido de carreteras y sombras.

Lo que tendríamos que haber hecho en tres horas terminó por convertirse en casi seis. No había espacio ni para chistes ni ocurrencias que aliviaran el ambiente. Había que estar enfadado a la fuerza.

Llegamos finalmente al jardín del hotel. En uno de los salones principales todavía se escuchaban los rescoldos de la fiesta de despedida del Rally Solidario. Cervezas, vinos y viandas. Un encuentro de otros con otros al calor de la guitarra y los temazos de los noventa. Todo sin nosotros. Aquella tarángana de ocios y brindis de nostalgias venideras y de “hay que repetir el año que viene”  lo interpretamos muy mal, al estar al linde entre la blasfemia, el desamparo y el hastío.

Con un cielo preñado de estrellas y una luna partida en dos pedazos, tiritando en  aquella desgraciada madrugada, echamos la tienda de mala manera y pasamos la que fue la noche más fría de todas.  La temperatura fue bajando a media que nos acercábamos al amanecer. Sin poder pegar ojo debido a los pies congelados, me quedé meditando en todo aquel embrollo en el que nos habíamos ido sumergiendo etapa tras etapa, mientras la luz del alba daba forma al vaho pestilente y agrio del equipo Newjamii.

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Salió, al fin, el sol y los motores; que estaban junto a las tiendas sin derecho a room service, se quedaron arrullando a aquellos que hacía tiempo el briefing les venía a ser cosa indiferente. Ya eran muchos los equipos que tenían que poner el despertador media hora antes, para apretar aquí y allá, poner cinta aislante por donde cupiera una mano delgada y por sacudir el filtro del aire como un acordeón de vertedero, para ver si entre el fole, salía una última nota que alegrara aquel país endiabladamente polvoriento.

Nos pusimos entonces dirección hacia nuestra siguiente etapa; la más larga del rally. Cruzamos caudales de ríos secos, bordeamos fortalezas, chozas y miserias entre acantilados. Volvimos a lanzar por la ventana nuestras dosis de ilusión para los más pequeños y nos enfilamos a meta cumpliendo con la humildad a la que teníamos que someternos con la actual  degradación. Llegamos 7 minutos tarde y nos supieron a auténtica gloria pues el coche había llegado sano y salvo después de 80 kilómetros de travesuras.

Sin tiempo para recobrarnos, con el sabor de las cervezas negras que los gallegos nos habían dado el día anterior al sacarles de la arena, fuimos al siguiente punto de salida.

En esta ocasión se trataba de una escuela rural donde debíamos dejar nuestra caja solidaria. Cuatro casas apretadas entre las rocas, con algo más de verde en el suelo que otras paradas. Cuatro escupitajos de nieve en las montañas, con un riachuelo donde las mujeres con velo lavaban sus otros velos.

Me acerqué con la cámara y el estabilizador al margen del río.  Para la gente de la zona todo aquello era un monstruo, una protuberancia tecnológica,  que un chico blanco llevaba a cuestas para robarles sus delgadas ideas sobre la vida.

Dos adolescentes perfilaban su edad con los coches de la competición  de telón de fondo. Se secaban las manos y sonreían. Traté de gesticular para ver si me daban permiso a tomarles un par de planos pero no les hacía demasiada gracia, así que fijé mi atención en la colada. Eso pareció extrañarles todavía más, pues no sabían qué clase de secretos iba a encontrar en un barreño de pintura con agua turbia y muda sucia.

Me llaman desde la carretera Pablo y Mesa. Tenemos que ir a la escuela a entregar la caja con la pegatina de la organización.

Caminamos entre los coches. Les voy grabando. Llegamos a la escuela de adobe. Recorremos pasillos con olor a risas y dientes de leche. Estamos en el umbral de la puerta de una de las aulas. Salta el director.

  • No, no. Nada de foto o vídeo. Ministro no da permiso. Si nos ve ministro…

Guardo la cámara y aprovecho para ver la estampa fuera de mi pantalla.

Niños de azul, sentados en sus mesas. Los profesores les han animado a desafiar a la física, poniendo los pupitres en las paredes laterales en un afán de sacarle más rendimiento al espacio. Algunos, los más rezagados, están detrás de las cartulinas con purpurina. Todos miran con alegría pero sin sorpresa. En esa misma aula ya hay otras seis cajas apiladas de Dios sabe qué clase de trastos de segunda mano.

Salimos indiferentes de la que era la “gran etapa solidaria” y nos preparamos para poner el coche a rugir de nuevo. A la salida de la escuela, los chicos más rebeldes y padres más laxos, se agolpan alrededor de los participantes para pedir algo más, aunque sea la tira de una correa de distribución mordida por los kilómetros. El hambre de piruletas y manos sucias de ceras nunca descansa.

Mama África

Las otras dos jornadas en Marruecos transcurrieron con calma y emociones tibias. La espuma y bruma de Tánger ya andaba en nuestros bolsillos así que solo cabía fijarse bien qué última sorpresa nos depararía el Atlas.

Saliendo de Ouarzazate, donde por la noche alzamos nostalgias con el último trago de Tequila que nos quedaba, cubrimos la última etapa y asistimos a la entrega de trofeos a los pies de la ciudad fortificada de Ait Ben Hedu. Aquí se rodaron algunas de las imágenes de Lawrence de Arabia, El Reino de los Cielos o Babel, escenas que seguramente muchos de nosotros llevemos tatuadas en las paredes craneales.

Fue después de casi mil instantáneas, para que constase que habíamos estado allí de puntillas, cuando nos tocó despedirnos de los Pollos Hermanos, de los burgaleses, de Fernan y Andoni. De los vascos. Habían sido muchas horas de no hablar de nada en particular, de repasar las manos ásperas por nuestros aceitosos motores. De réplica porque réplica. De risas porque risas. Nos acompañamos en el desierto y eso ahorra mucha mojigatería y cáscaras de emociones.demo 3

 

Tiramos, pues, con el estómago vacío, lo puesto y nada más, a través del río rumbo a Marrakech, cruzando el Atlas.

Las cuatro horas de viaje hasta el oasis de Marruecos estuvieron marcadas por los coches volcados y las temerarias excavadoras saliendo de las obras en la montaña sin miedo a precipicios o insultos en castellano. A ambos lados de la carretera, cada 200 metros, se constataba el don de la omnipresencia de los tipos de aquella zona. Como postes de tráficos, señalando que allí había fósiles y rocas, extendían sus brazos con una seguridad absoluta en que su mercancía era mejor que la del colega anterior o ulterior.

Después de ver 40 hombres de la montaña vendiendo exactamente lo mismo uno tras otro, te apetecía parar a comprarles lo que fuese con tal de que aquella magia pagana de la constante repetición sin deidad de por medio; desapareciera del arcén. Me parecía muy triste recrear la imagen de aquellos pobres infelices volviendo a su agujero en la tierra con ningún billete apretado, arrastrando los pies por tanta gravilla acumulada en el doblez del pantalón.

Cantando para adentro a Shabu y lo que el entendía por África, preparando sueños venideros, explicando a Dios entre miserias y taladros; llegamos a Marrakech. Desde la mezquita, todo  era ruido, luces y aceite. En la plaza de Jamaa el Fna, comimos y bebimos en todos los idiomas y con todos los sentidos, esperando que algo todavía más extraordinario que cien mil personas engullendo sin descanso, se manifestara.

El cuero fresco de los bolsos, las manos de Fátima diciendo que lo mismo da que da lo mismo en el gran califato. Las cajitas con pastas y hojaldres melosos. El té seco. Las velas de hojalata que proyectan sombras de mil noches sin estrellas ni luna sobre mendigos y mercaderes de Addidas.

Un par de fotos y ya. Nos marchamos de Marruecos. Nos despedimos de África.

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En algo menos de 24 horas hicimos más de 2000 kilómetros de cuajo.

Pasamos de largo por las farolas de Casablanca y Rabat, parando a dormir en una gasolinera húmeda cuando ya no podíamos más.

Después todo fue una extraña continuación de un sueño incómodo. Llegar a Tánger, embarcar,  y Algeciras. Comida en Sevilla, tráfico en Madrid y descansar con arena en el pelo sin terminar de creer que la noche anterior habíamos dormido en una tienda entre camioneros y cisternas.

 

Tintín en el Atlas. Historia de un fracaso. Historia de un Encuentro.

El periodista belga tenía, entre el millón de virtudes que le puso Hergé, una especialmente llamativa. Desarmar a los villanos con la punta de sus dedos, simulando una pistola.

Al comienzo de este relato rogamos una misericordia que el lector no tenía por qué tener. Aquello fue una trampa. Un recurso de persona mediocre y asustada.

Mi viaje por Marruecos ha sido una experiencia sobrecargada de impresiones, intuiciones y casi ninguna certeza. Un ejercicio de reflexión hermética de un viaje personal.  Esta aventura solo habría sido una queja perruna más si no fuera porque yo sentí un par de dedos apuntándome en la espalda, desarmando un millón de cosas que no sé qué son, pero que no las quería cargar más y que la arena se ocupó de enterrar entre los trastos del coche y las chozas del Atlas.

Ahora todo es un caldo de miradas, de manos pequeñas buscando y rebuscando, de dientes negros masticando anhelos.

No me viene a la mente recuerdos de envidias o reproches hacia mi persona  por ser del otro lado del mar. Es gente que desde los primeros fósiles hizo un pacto con el sol. Aceptarían estar sujetos a aquellas piedras y arbustos, sellarían a sus generaciones a la sequedad de la sandalia y al tobillo polvoriento, siempre y cuando pudieran vernos de nuevo.

¿Qué se puede esperar de gente que reía con los pies callados mientras le daba patadas a la evolución de un vientre de vaca hinchado? Lo mejor, o menos malo, que les podía ocurrir en el día era que te parases a compartirles lo que te sobraba de tu ruido, tiempo y cosas de poca utilidad para adultos.  Aquella gente pedía comida porque tenía que pedirla. Pero si no se la hubiéramos dado, no habría pasado nada. Habrían seguido con sus patadas y sus manos en la frente para cubrirse de la calima.

Nuestros amigos del Atlas están fosilizados en el desierto y por eso, en el encuentro del Otro con otros otros, descubríamos que al final todos esos hombres de carretera, hoteles y recovecos de rally solidario, o venían nada en particular.  Todo lo que querían, al desplegar su manta de fósiles, es enseñarnos su libro de familia. Sus experiencias de otros, cristalizadas y reflectadas en una luz que lleva más esperanza que un pedazo de pan ácimo porque cuenta su historia, la que les fue prometida el día que nacieron. Son hijos de un mismo Dios.

Concluye mi aventura por Marruecos. Empieza mi idilio con el continente negro.

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(@RicardoMJ) Periodista y escritor. Mal delantero centro. Padre, marido y persona que, en líneas generales, se siente amada. No es poco el percal. Cuando me pongo travieso, publico con seudónimo: Espinosa Martínez.

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