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Tintín en el Atlas IV: Tierra y hambre (1)

En Diario compartido/Especial Tintín en el Atlas por

MARTES 22 Y MIÉRCOLES 23 – ERFOUD

Llevamos cuatro días en Marruecos y no siento nada.

Sé que he vivido mucho desde que salí de casa. He cumplido, a un puñado de kilómetros de Tánger -casi a la primera de cambio- con el propósito originario de mi aventura y de este escrito. He tenido ocasión de asomarme a otra persona y encontrarme a mí mismo. Pero no siento nada.

He comido un Tajín, he regateado unos fósiles, he dormido en el desierto, casi atropello a una oveja y a una madre, me he planteado comprarme una alfombra bereber. He reído las gracias de españoles que no tienen gracia y he tomado el pelo un rato largo a unos cuántos marroquíes que en ese momento aborrecía con todo mi espíritu. He cantado, bailado y reído con mis compañeros de viaje. He registrado con mi cámara el pliegue del alma de este país, a medio camino entre la miseria absoluta y una suerte de Almería a lo basto, con desierto, plástico y autopistas de peaje.

Sin embargo, no estoy. Ni he estado allí.  No siento nada.

Me he sentado a ver al sol morir mientras mis amigos se tomaban una cerveza a mi/vuestra salud. He escrito odas a la luna y las estrellas que cada noche, desde la tienda de campaña, me asentaban en la certeza de  que estaba fuera de mí viviendo algo único. Aquel cielo era como si Dios, conociendo mi carga, hubiera estado todo el día en su sastrería, agujereando con un alfiler blanco el manto negro que tenemos por techo. Lo había hecho para que no me ahogase. Para que no se ahogasen los tumbados y derrotados por el día. Lo hacía para que tuviera aire suficiente para alzar la vista una vez más.  Pero pasaban las mañanas con sus tardes y yo seguía empujando ese “no sé qué”, ese cansancio sin sueño, sin ningún convencimiento en que las promesas de la noche anterior de estrenar el mundo al día siguiente fueran para mí. Ante todo ese sol con polvo difuminado, mientras yo me remendaba el alma a base de “deberes y obligaciones” para ser feliz, Él, por su parte, se encontraba en el taller, haciendo los agujeros blancos más grandes.

Nuestras dos etapas en los alrededores de Erfoud estuvieron marcadas por las averías. Dos pinchazos, un disco de embrague achicharrado y un capó que a 60 kilómetros por hora decidió mostrar sus vergüenzas a las nubes, poniendo el logo de “Newjamii” junto al parabrisas, a un par de palmos de nuestras narices.

Después de aquel gran lunes de dunas, ruido y rojo vino un martes y un miércoles terrible.

Nos despertamos sabiendo que nos habían cancelado nuestra etapa anterior donde habíamos sido de los pocos en haber conseguido llegar a tiempo a meta. Esta frustración se vino a sumar a la de aquellos que habían tenido que pasar la mitad de la noche al raso, siendo “acosados” por los chavalitos comerciantes, que vieron en el cementerio de coches en el que se convirtieron las dunas de la carrera como una oportunidad única para vender metros y metros de tela de turbantes.

Aquel día fue nuestro primer pinchazo. La inexperiencia con el gato hidráulico además de la blandura de la tierra hacía que cada vez que despegábamos la rueda pinchada del suelo el coche entero se moviera, convirtiendo la operación en un intento de suicidio sistemático  durante las tres veces que nos ocurrió. Entre tanto, la suciedad de los otros competidores nos iba cubriendo poco a poco. Al final llegamos con 17 minutos de retraso lo cual, según a quién le apetezca mirarlo, no estaba tan mal.

Seguramente lo mejor de aquel día y del siguiente fue la convivencia con el “grupito” de colegas que la solidaridad y el desierto habían fraguado. Unos cuantos vascos, burgaleses y madrileños nos hicimos un hueco entre las dunas de Merzouga, a la sombra lo que parecía un olivo gigantesco.

Allí, entre mejillones y patés, conocimos a Baró, un bereber de 18 años que trató de vendernos su propia baba.

-Más barato que “El Corte Inglés”. No seas catalán.

Baró terminó por hacerse un hueco en la arena, pidiendo cada rato un cigarro o una cerveza, y derrotado por nuestra pasividad para con sus cosas, empezó a largar de esto y de aquello entre alabanzas por su correcto castellano.

-¿No te gustará vivir en Marrakech? Quizás en la ciudad tendrías más oportunidades para estudiar o trabajar.

-Yo soy esto.- Decía mientras cogía un puñado de arena y dejaba que el viento se lo quitara de las manos. Yo soy tuareg. Esta es mi sangre. De mi familia.

DEMO 1

El día siguiente anduvimos corriendo entre poblados abandonados. Nos perdimos medio millón de veces pero fuimos lo suficientemente rápido como para no penalizar en exceso nuestra torpeza. Hubo un momento, ya de vuelta en el hotel, después de una ducha roja por el óxido de la alcachofa, donde estábamos repasando la jornada mientras íbamos a dar una vuelta por la ciudad cuando vine a decir algo parecido a esto:

-¿Sabéis? Desde hace unos días me sucede que cada vez que cierro los ojos me asalta una imagen de piedras y tierra. Hace viento y hay polvo. Hay un camino marcado en el suelo, que aunque parece que nadie lo ha cruzado durante años, mantiene claro el surco de las ruedas. El cielo es de un azul intenso. Parece sacado de la cartulina de un niño. Estoy suspendido en el aire, a muy poca altura, a no más de un palmo. Y me desplazo suave y constantemente hacia adelante. No son pasos. Es un vuelo bajo.  No distingo nada de mi cuerpo. No tengo una silueta definida. Solo hay como el eco de una mujer que me va susurrando algo que me calma. Pero no hay nada más. Y tampoco me puedo dar la vuelta.  

No obtuve ninguna respuesta de esta narración que todavía tengo anotada en el reverso de la portada de un libro de Tocqueville.

 

 

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(@RicardoMJ) Periodista y escritor. Mal delantero centro. Padre, marido y persona que, en líneas generales, se siente amada. No es poco el percal. Cuando me pongo travieso, publico con seudónimo: Espinosa Martínez.

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