JUEVES 24 – DESIERTO DE ERFOUD
Nuestro último día en Erfoud fue definitivo en el viaje.
Salimos de madrugada del campamento ya que a las 5 de la mañana debíamos estar en el control de salida. Corríamos de noche.
Excitados por la aventura que íbamos a dibujar y por ver que estábamos peligrosamente cerca de los puestos de cabeza, salimos con determinación a hacer nuestro mejor tiempo.
Pinchamos a los pocos kilómetros de empezar a rodar.
Fuimos rápidos esta vez y nos incorporamos de nuevo a la carrera. Hacía un par de curvas que habíamos perdido la pista del rutómetro y guiándonos por un par de 4 x 2, cuyas luces parecían un par de luciérnagas confundidas en la oscuridad, terminamos en un lago de arena.
Allí rompimos el coche definitivamente.
Tratando de sacar a las dos reliquias sobre ruedas de aquel jaleo quemamos el embrague. Los chicos de los que tiramos, unos gallegos que luego nos invitarían a un par de cervezas negras, se quedaron bien jodidos por la faena. Las marchas, haciendo esfuerzos titánicos, todavía entraban así que decidimos llegar hasta la meta y ver si con suerte podríamos conducir luego a Erfoud, a unos 50 kilómetros de aquel desierto, a probar la experiencia de un taller marroquí.
Llegamos agotados y angustiados después de perdernos hasta la saciedad, nerviosos y cabreados, con el capó dando botes y el coche chillando por mil lados. Era definitivo. Nuestro Rally, al menos en la parte de competición, terminaba en aquel amanecer extraño.
Ya en meta de esta primera etapa el coche estaba para tirarlo a la basura. Pero seguían entrando las primeras marchas.
-Os propongo tomar una decisión. Son de esas que o terminan de maravilla o terminan con la aventura de golpe. Volvamos a correr. Terminemos la siguiente etapa y de ahí directos al taller.
Todos secundamos esa locura pronunciada en voz alta. Explico esta respuesta como un delirio fruto de impulsos muy primarios y concentrados durante años y años de supermercados, cenas en terrazas y veranos de tumbona. Aquello era una necesidad imperiosa de agitar el destino y la lógica que le sujeta por las puntas cuando nada decía que era momento de apostar a valentías y speeches de Mandela. Era estúpido desde todo punto de vista el seguir corriendo, pero teníamos que seguir corriendo.
Entrar ahora a saber quién fue el artífice de aquella treta que tantas alegrías nos arrancarían del pecho y tantos disgustos de la cartera, no tiene importancia por el momento.
La etapa era la misma. Nos sabíamos el recorrido. Ya nos había pasado todo lo que nos tenía que pasar por lo que el sol necesariamente tenía que ir a molde de nuestro furor.
Llegamos con un par de minutos de retraso al punto de salida, derrapando por la ruta de enlace y dando gritos y palmazos a la guantera, desatascando la pestilencia que llevábamos dentro. Estábamos eufóricos. Eran las 8 y pico de la mañana. El sol ya estaba arriba. Conducía Pablo.
Al llegar a toda velocidad y revolucionados al punto de salida, algunos se sorprendieron de vernos por ahí. Había corrido rápidamente la voz de nuestra hazaña solidaria fallida y que no tendría por parte de la organización más reconocimiento que la siguiente imagen que a continuación os regalo: un excremento de dromedario cayendo sobre un matojo seco. Ese gif lo tengo incrustado en las paredes agrietadas de mí bóveda craneal.
Se puso el crono a cero. Acreditamos con nuestra firma que el 712 estaba allí, dispuesto a jugar. Nos ajustamos los turbantes y aceleramos.
Ya estábamos levantando polvo de nuevo, tirando por las curvas y baches con bastante tranquilidad, haciendo todo lo posible por no pasar de segunda.
Al Discovery cada vez le costaba más y más.
-Esto ya está imposible, macho. No entran.
-¿Te ayudo? ¿Hago fuerza?
– No, no. Espera. Ya está.
En un llano inmenso, después de una montaña con un poste eléctrico, la palanca de cambios saltó definitivamente. El coche se había cansado de tirar de nuestro entusiasmo y no de su mecánica.
Estábamos solos, en la cuneta de un camino de cabras; con algo más de dos toneladas de acero, hierro y un puñado de huesos inútiles y hambrientos.
EL ENCUENTRO CON EL OTRO
Veinte minutos después de que pasara el último coche de la carrera, después de haber desayunado un par de zumos y galletas y comprobar que las llamadas de auxilio del móvil se estaban perdiendo en el abismo del magreb; me cogí el rosario, me apreté el trapo que llevaba enroscado alrededor de la cabeza, ajusté mis gafas de sol, me puse el chaleco reflectante y me regalé un paseo de unos 6 kilómetros hasta llegar donde los coches de la organización debían estar tomando unas cervezas mañaneras.
-Dame la oportunidad de sentir algo. De ponerme al servicio del otro. Dame una experiencia de encuentro verdadero, por favor.
Iba caminando, experimentando en mí la soledad que me iba comprimiendo sobre los pasos. Y sintiendo las piedras, el aire, la muerte de la naturaleza y el sol brillar, con el corazón exultante iba repasando las cuentas pendientes con Dios y su madre.
Llegué a la montaña del poste eléctrico. El camino hacía un gran giro a la derecha por lo que me salí de él por miedo a que llegase cualquier otro coche de otra carrera.
En esto, cuidando mis tobillos de esguinces y escorpiones, allá por el cuarto misterio, me encontré con una piel recién mudada, brillante y con restos de color, de una serpiente. Me quedé parado contemplando aquella cáscara. Alcé la vista al sol. Di un pequeño respingo. Era una bolilla del desierto. La piel muerta de la serpiente era grande.
Después de cruzar un rebaño con un par de pastores que me saludaron con más diente que ojo, llegué a la línea de salida, ya desmantelada y con los coches de la organización poniéndose en marcha para ir a la tercera etapa corta que comprendía aquel día.
Hablé con uno de ellos, de cuyo nombre no quiero acordarme, y me condujo junto a su familia hasta donde teníamos nuestro 4 x 4.
Con fuertes tirones, nos remolcó hasta el borde de una carretera desierta que al fondo tenía un poblado ruinoso. Le pedimos asesoramiento, opciones. Estábamos asustados. Pensábamos que nos íbamos ya a España. Si el cambio de disco de embrague tenía el mismo coste que en Madrid, más nos valdría pedir la repatriación y malvender en Tarifa los restos del Discovery. Con suerte íbamos a vivir con Pasión el viernes santo en nuestro hogar.
Llegamos a un punto pedregoso donde nos pudiera ver la grúa. Y sin dedicarle mucho más miramientos, nos quebró en la cabeza nuestras certezas de ser acompañados en aquel momento complicado.
-Lo siento, chavales. Tengo que seguir con la carrera.
-¿Nos quedamos aquí entonces? ¿Qué pasa ahora?
-Hablad con Alí.
Nos echó tierra en la boca y se marchó sin mirar atrás.
Antes de su extravagante despedida le hizo un par de señas a Alí, el mecánico marroquí que iba con la expedición y que jamás se ofreció a echarnos una mano.
Se acercó a nosotros, le volvimos a contar el suceso y después de intercambiar un par de frases en bereber con el copiloto, sacó el móvil -pues nosotros no teníamos ningún tipo de cobertura- y habló unos minutos con un pirata de Erfoud que era el núcleo urbano más cercano.
-Serán unos 1500 dirhams.
-¿Cómo?
-1500 dirhams.
-¿Por traer una grúa aquí? ¿A 50 kilómetros? Estás loco.
-¿Qué entonces? Me voy.
Puso el coche en marcha y ya se disponía, con rabia y los labios apretados, como si quisiera imitar a un folio de papel, a dejarnos tirados en la absoluta nada, a la suerte de la marabunta de cuerpos que en el horizonte, a la altura del poblado, se dirigía corriendo hacia nosotros.
-Espera, espera. No nos puedes dejar aquí tirado. ¿No puedes remolcarnos? Por favor. No tenemos dinero para pagar una grúa y la reparación.
-O esto o nada.
-Richi, tronco. No nos queda otra. Que la llame y ya está.
-Tíos. ¿Nos vamos a quedar a merced de un tipo que no conocemos, contactado por un tío del que no nos fiamos y vamos a contar con que llegue felizmente hasta aquí? Puede tardar horas o perderse y no llegar…
-Tú, tú. Mira lo que se avecina por ahí. No tenemos comida para toda esa gente.
Salimos del coche. La grúa vendría. O tal vez no. Respiramos. Venían unos cincuenta chicos, adolescentes y madres con los bebés a la espalda que asomaban la cabecita por un hueco de aquel trapo improvisado, engañando al ojo, haciéndole creer que el niño iba dentro de una mochila de primaria.
Estaban cruzando la carretera. Gritaban. Las niñas se reían y nos señalaban.
Se agolparon a ambos lados del coche. Abrimos el maletero. Otra vez la misma presión, “Monsieur, Monsieur”. Las manos traviesas culebreando entre las eslingas y bolsillos.
Cada vez viene más y más y alzan las manos. Miran a todos lados. Mueven la cadera para encontrar hueco. Damos y damos pero quieren y quieren más.
-Richi, Pablo. Vamos adentro. ¡Ya!
Nos metemos. Siguen llegando. Les damos todo lo que tenemos. Abrigos, ropa, rotuladores, nuestra comida… No paran de pedir. Empiezan a golpear el coche. A forzar las puertas. Meten sus deditos por las rendijas de las ventanas traseras, rotos los cierres de seguridad por los botes de la carrera.
-Esto está subiendo de nivel.
-Pasa de ellos, macho. No les grabes más.
-Me estoy poniendo nervioso, tío. ¿Quieres dejar de grabar?
No paran de golpear. Los más mayores han encontrado aquí el juego divertido. Da igual que les sonrías, que les expliques con señas que ya no hay nada más por dar. Siguen insistiendo y la música del metal y sus puños les enciende el ánimo.
-¿Seguimos teniendo las espadas de gomaespuma?
-Sí. Están detrás.
Las armo. Le doy la cámara y el estabilizador a Pablo. Hay algunos chicos que me sacan el doble de cuerpo. No sé muy bien lo que toca hacer pero hay que hacerlo y jugársela. No queremos las pedradas que les tocó soportar a nuestros amigos del Panda ante una turba parecida.
-¿Qué haces?
-Me voy a liar a espadazos con ellos. No voy a parar hasta que los dejé a todos muertos.
Preparo 4.
-Ábreme, Mesa.
Me lanzo fuera. Me siguen, me las quieren quitar de la espalda. Me arañan.
Me aparto unos 50 metros del coche, donde se agolpa un rebaño que se espanta con mi jadeo y carrera.
Se alejan los chicos y madres del coche. Vienen hacia mí, algunos corriendo y otros andando, extrañados.
Saco la espada y reparto unos cuántos golpetazos a uno de los más pequeños y de los más valientes. Se ríe. Trata de esquivarlos pero está torpe en su juego de pies y se lleva un espadazo de gomaespuma en la frente. Sigue sonriendo.
-Ven. “Te nombro caballero…”.
Le entrego una espada. Está conmigo.
Otros dos más se exponen a la humillación momentánea. Saben que es el peaje para ser armados caballeros. Me monto mi ejército con tres escuderos. Y nos lanzamos contras las mujeres y niños.
En mí iba entrando un calor que solo he vivido en la iglesia de Santa Palapa en Quintana Roo, México, y en el cenagal que por campo de fútbol tenían los chicos del colegio Mano Amiga de El Pilar, en Argentina.
Entre aquellas risas y sofocos, mientras las chicas dibujaban anhelos y aventuras de amor y los chicos insultos varios, vi cómo los niños siempre serían niños mientras hubiera alguien, preferiblemente un adulto, que les hiciera partícipes de alguna aventura secreta.
Hacía tiempo que habíamos pasado del medio día. Ya llevábamos dos horas y media y no había ni rastro de la grúa. Ya el sol estaba calentando demasiado las ideas y los humores, lo que hacía que cada juego se viera con renovadas sospechas por parte de mis compañeros de coche.
Estuvimos desgastando nuestras fuerzas durante un rato largo. Dimos piruetas y chillidos. Fingimos muerte. Nos hermanamos. Las madres ya no pedían ninguna lata más. Por el contrario, repasaban el botín logrado con serenidad, cargando las cosas debajo del niño y su mochila. Los chicos no aporreaban las puertas del Discovery. Solo un adolescente rebelde, con el ánima a cuestas, merodeaba en demasía a Pablo. Le interrogaba. Pedía cervezas y cigarrillos. Le sugería que le abriese el coche para ver, nada más que para ver.
Por entonces el muchacho torpe de pies, me cogió de la mano. La tenía sucia y pegajosa. La piel levantada y con manchas blanquecinas. Me empuja suavemente y me señala las casas que detrás de un puñado de palmeras se agolpaban a unos 300 metros. Los chicos sonríen por esta iniciativa y empiezan a señalar todos al pueblo.
Adelanto mis pasos, siento a todo el elenco de profetas en mis entrañas, guiándome con sus versículos a subirme al carro de saberse único y escogido. Caminamos por las escamas de barro que el sol ha dejado donde debía haber judías.
Los hay pequeños. Muy pequeños. Sus hermanos me piden que les preste atención. Que atienda a esos cuerpitos. Que les diga cosas de mí y de ellos. Me subo a uno, el que desde mi ventana trasera tantos pucheritos me hacía para que le diera caramelos, a los hombros. Desprende un hedor fuerte.
Trotamos a caballo entre las ortigas del bancal seco y se ríe como si no hubiera mañana. Temo que se haga pis en mi nuca. Está feliz y yo también. Estamos muy cerca de las primeras casas.
Las chiquitas repasan sus nombres, poniéndolos en contraste con el mío. Les hace gracia porque para ellos la entonación que empleo para deletrear en francés “Richard” les suena como a chica.
Repasamos juntos la alineación del Barca. Ya veo a los adultos salir del adobe para ver tamaña algarabía en los albores de un cementerio de paja medio vivo. Los chicos no tienen el 11 muy actualizado. Se les cuela algún “Puyol y Xavi” de por medio.
Me van señalando las plantas y piedras y mierdas de burro. Ya estamos en la calle principal. Y cuando les digo el significado en español de los excrementos del equino, rompen sus costillitas de risa y se arrancan a dar palmadas.
El torpe de pies, señala la primera casa y hacia allí nos dirigimos.
Entramos. Y lo primero que me indica uno de los hermanos del torpe de pies (creo que me dicen que son ocho en casa) es que me quite los zapatos.
La casa se compone de una única estancia de unos 20 metros cuadrados. Hay alfombras desgastadas y polvorientas en el suelo. Un ventanuco en la pared de la izquierda permite entrar una luz de primavera de pueblo castellano. Seis o siete gatos se frotan contras las paredes y miran, despectivamente, al nuevo invitado que no trae la piel a juego.
En el centro de la habitación; una mesita con unos vasos sucios de té moruno y una tetera humeante y un platillo con media pestaña de aceite de oliva y pan seco, ácimo y duro.
Junto a las melindres, una mujer hermosa aguantando a un niño enfermo con su medio centenar de moscas.
La cara de la mujer es de sorpresa absoluta. Me indica con la mano que no sujeta al crío, que me siente junto a ella. Los chicos se quedan de pie. Me mira.
Y vengo a ver la mirada de los rebeldes de Dios. Veo a Sharbat Gula cuando tenía 12 años. “¿Qué haces aquí?” “Vengo a verte a ti” “¿A mí? ¿Por qué?” “Porque necesito entender que esta miseria tiene un sentido. Dame de beber”.
Me ofrece té. Tengo reparos. “¿De dónde habrán sacado esta agua? ¡Pero qué dices, imbécil! ¡Mira lo que estás viviendo! ¡Acaso no merece mil diarreas este encuentro” . Me tomo un vaso ardiente con un toque a tierra.
Me ofrece su pan. Entero. Me indica cómo debo mojarlo en el platillo y llevármelo a la boca.
-Non, non. S´il vous plait. Pour vous. Pour vous.
Vuelve a repetir el gesto con energía. Creo que estoy quebrando la hospitalidad de esta mujer hermosa. La estoy poniendo nerviosa por no robarle su única comida.
Le cojo un pequeño cacho. Me insiste en que sea mucho más generoso. Hago caso. Lo mojo y me lo llevo a la boca. Sonríe. No sabe a nada más que a una suerte de chicle salado. Ella es preciosa.
Varias caras desdentadas se asoman por el ventanuco y saludan. Los niños le dicen a la madre las distintas aventuras del día. La madre manda obligaciones cortas y precisas a los chicos, como calentar más agua, pues enseguida vuelven con la tetera llena y la mujer me está sirviendo de nuevo. No hay arrugas en su rostro. Tiene el gesto de sorpresa perpetua.
Veo que a los pies de la mujer hay una Black Berry con la pantalla rota pero todavía con luz, como si alguien la acabase de bloquear. Una de las chicas hurga entre las alfombras y saca su teléfono. Me sonríe y se pone a chatear.
Me encuentro allí, con el Otro en los otros. Aquí quiero acampar mis penas. Quiero ser un miserable. Se está muy a gusto.
Viene un joven corriendo. Se asoma a la ventana y me señala que la grúa ya ha llegado. Me tengo que ir.
Otro té más. Antes de que pueda declinar el ofrecimiento, ya ha llenado el vaso y me dice que adentro, adentro. Le hago caso. Y me prometo a mí mismo que ella estaría aquí este día, que sería universal y accesible su belleza hasta que el sol se caiga a cachos, aunque el mundo no lo quiera, ella estaría aquí.
Salgo corriendo y me despido de todos los niños mientras vuelvo a cruzar el bancal seco. Encima de un montículo está Mesa haciéndome gestos. Me sigue el de los pies torpes por detrás. Corremos los dos en silencio. Llegamos donde el coche y después de 30 minutos estamos en la cabina reventada del conductor.
Nos despedimos del chico. Que vino a certificar con el humo y el polvo que levantó la grúa mientras se reincorporaba al asfalto, que aquello había sido real y que tenía que serlo. Le dimos unas zapatillas para sus pies torpes. Me despedí con toda la ternura que podía manifestar detrás de una ventana sucia.
Y allí estaba, pegado a mis amigos de toda la vida, recibiendo los duros reproches de quiénes me vieron desaparecer por el horizonte en un pueblo del desierto, con una pierna bordeando la palanca de cambios de la grua, echado para adelante, mirando a través del cristal rasgado mi propio reflejo que sonreía al mismo sol que desde la mañana había calentando mis historias.
Y me quedé dormido apoyando las manos sobre mis propias rodillas sabiéndome inmensamente feliz y dichoso.