Nadie que despierte admiración puede aportar una conclusión seria con un solo vistazo; por mucha arena y polvo que haya tragado. Jamás deberían fiarse de quien extraiga juicios universales sobre la vida y sus miserias a 2000 kilómetros de nuestras fronteras -entre dunas y piedras- apoyando sus impresiones con datos de Wikipedia. Poco valor deben dar al relato si el personaje que les narra la presente aventura se tiene más guiado por intuiciones que por certezas.
Por eso pedimos que no se fíen de este escrito. Fíense de quién lo escribe. Que con el infinito rosario de torpezas que le atesoran tiene, sin embargo, una valiosísima anécdota que contarnos. En medio del desierto, de la agonía de la esperanza, se ha encontrado con Otro en el otro. Se ha puesto lo suficientemente en juego para que aquello que tenía frente a él, le hablase a él de él mismo. Ha caminado entre bancales muertos, peleado con espadas de goma espuma, reído al traducir del bereber al castellano una “caca de burro” y bebido un té de un pueblo sin pozo con la “divinidad de la persona”; tal y cómo rescata Kapuscinski aludiendo a Cyprian Norwid en su introducción a la Odisea, en su ensayo “El Encuentro con el Otro”:
«Allí, en la naturaleza de cada mendigo y de cada vagabundo extraño, se sospecha un origen divino. No se concebía, antes de acogerlo, preguntar al visitante quién era; sólo después de dar por supuesta su divinidad se descendía a las preguntas terrenales, y esto se llama hospitalidad; y, por eso mismo, se la colocaba entre las prácticas y virtudes más piadosas. ¡Los griegos de Homero no conocían al “último de entre los hombres”! Siempre el hombre fue el primero, es decir, divino.»
Hete aquí el resuello del relato y la aventura. Revelar la plausibilidad del encuentro del Otro en el otro yendo a 80 kilómetros por hora durante 10 días en una tierra que de partida debe ser considerada como hostil.
Y si al perturbado lector ya no le es posible dar marcha atrás, pues desea ver cómo el narrador fracasa en la explicación de su fábula; cruce las piernas y sírvase un té moruno a ser posible. Afile bien el oído, tomando como ejemplo a los labradores y forasteros que iban a parar a la venta mágica de Cervantes. Estese atento a lo que en estas líneas acontece, no vaya a ser que entre tanto disparate se cuele una perla de verdad y a usted le pille con la boca llena de cualquier otra porquería.
Comienza la aventura. Bienvenidos a la fabulosa y mediocre historia de Tintín en el Atlas.