LUNES 21. MIDELT – MAR DE DUNAS – ERFOUD
A las 4:54 de la mañana suena la llamada a la oración en Midelt.
-¿Pero qué coño es esto? ¿Qué dicen?
-No lo sé. Pero es una maravilla.
Durante al menos diez minutos más, el potente canto divino -creo que teníamos un altavoz justo encima- va revotando entre los coches, los plásticos de las tiendas de campaña y los aromáticos cuerpos del Rally, de vacaciones boca y sobaco desde Meknes. El hecho de no tener un bolsillo generoso que nos diera acceso a la pulsera negra -la del todo incluido- hizo que la mayoría de aventureros terminásemos apiñándonos en los cuatro cachos de césped que había en el camping para, de alguna forma, burlar el frío del desierto. De esta manera garantizábamos que a las 6 de la mañana, con el despertar de los motores y la recogida del campamento, nadie se quedase sin correr aquella etapa por estar rendido a los esfuerzos de la carrera.
La tarde anterior la habíamos pasado en una tienda de fósiles que estaba frente al lujoso hotel de los “negros”.
Un par de Cristianos Ronaldos -los mismos laterales de la cabeza despejados y el mismo corte sutil en la ceja izquierda- nos dieron un curso avanzado para saber distinguir entre bichos muertos milenarios pegados por toda la eternidad a una roca y figuras de yeso y escayola engaña guiris; que por lo visto así es como nos llaman a los españoles. Guiris.
Les pagamos unos cuantos dírhams por su perseverancia y ahora nuestras novias, hermanas y amigos llevan algún caracol del desierto -que alguna vez fue mar- pendiendo del cuello por Gran Vía, dibujando a los transeúntes y explicando a los curiosos, la faz secreta del corazón de Marruecos: que donde alguna vez hubo vida en concha en medio de un océano ahora solo hay cáscaras rojas en piedra caliza en mitad del polvo y la nada.
Pero eso fue en la prehistoria.
La historia de la noche anterior la pasamos a base de pan ácimo y torcedura de morro gracias a unos posos de Tequila que llevaba en la mochila y un generoso número de cervezas marroquíes. Mis escrúpulos por cumplir los preceptos del Corán quedaron pronto relegados a la sombras de la caverna idílica, más o menos después del tercer trago. Así estábamos los tres. Con la tripa fuera, representando al comienzo de esta semana de pasión a aquellos que seguían a aquel Dios de borrachos y comilones.
Creo que esta idea, a la que ahora adultero con un poco de literatura fosilizada, me llegó cuando con cierto mareíllo me acerqué a calentarme a la fogata, alimentada por los malos humores de las mil bocas de la recepción. Andaban los participantes del Rally, junto a otros rubios, comentando la etapa frustrada de aquella jornada: los problemas para cruzar la nieve, los barrancos y precipicios, los pinchazos y aventuras de los 4 Latas, los chavales del Discovery que se habían quedado tirados por sobrecalentar el coche…
Mientras me empeñaba en quemarme la pierna –intuía el frío que en el camping iba a pasar- me extrañó que los chiquillos de los organizadores no estuvieran correteando alrededor de la fuente de agua. Estaban sentados en los sofás de aquella ostentosa tetería gigante. Jugaban a chorradas en el móvil mientras se comunicaban los unos con los otros, a un metro de distancia, sus pareceres sobre la existencia por WhatsApp y yo me dedicaba a coger apuntes sobre aquella orgía casera de conexiones a internet, donde los más ilustres buscaban contar en el chat “Despedida del Sebas” algún meme de su coche y un idílico paisaje, todo adornado del siempre solicito Paulo Coelho y sus profundísimas reflexiones sobre el significado de viajar.
-A ver, tío. Cuando vayas por las dunas no cambies de marcha. Ve en una velocidad constante y trata de evitar los surcos de los otros coches.
-Ve pendiente del rutómetro.-Sí. Estamos en el punto 17. ¡Llegan las dunas! ¡Cuidado! A 300 metros tramo arenoso. Obligatorio el uso de planchas y eslingas. Hay que tratar de no pararnos. Vamos de puta madre con el tiempo.
-¿Has visto eso? Está a punto de volcar. Es un Panda ¿no?
-Sí, sí. Tú tira Pablo. No podemos pararnos ahora o nos quedamos y se acabó la etapa.
-La leche. Mesa. ¿Cuántos hay parados?
-Por lo menos 10 coches.
Después del mil baches y piedras, reventando el cubre carter tras pasar por los matojos del rey, unos arbustos con raíces y ramas como cuchillas. Tras ver a seis todoterrenos con las ruedas medio metro bajo el suelo, escarbando insultos hacia los que montaron aquella etapa. Después de ver cómo la gente, a la que la organización del Rally tardaría en sacar de las dunas más de 11 horas, nos coreaba para seguir y seguir y tratar de cruzar aquel tramo hasta llegar al check point, no pudimos sino considerarnos que éramos unos cracks.
Llegamos con más de 10 minutos de antelación, sabiendo que delante nuestro solo habían llegado otros tres vehículos más. Los tres 4 x 4. Detrás, en aquel mar de arena, se habían quedado los otros 60 y pico coches de la competición.
La sensación de éxito a pequeña escala nos calentó el pecho durante un rato largo. Como niños que acaban de tomar conciencia de qué es día de reyes, fuimos recreándonos en nuestras acertadas decisiones durante la carrera hasta que la garganta empezó a carraspear en demasía por la cantidad de polvo que había tenido que filtrar, al llevar las ventanillas bajadas y la calefacción puesta para bajar la calentura del motor.
A los 50 kilómetros de nuestra última palabra el trajín de los espíritus pariría una de las más fantásticas y sabrosas conversaciones calladas que jamás he tenido.
Fue al entrar a Erfoud.
Entre el perfil de los edificios y palmeras de la ciudad, un sol de poniente atravesaba con las últimas fuerzas de la tarde un millón de gotas con más arena que agua.
Llovía sangre del cielo que al entrar en contacto con el sol se difuminaba; creando una paleta de colores que ya le hubiera gustado poder costearse en vida Van Gogh.
“Por esto he venido a África”.
Huelga decir que fue un gran lunes. Un lunes de amigos. De los que tatúas en el párpado y puedes ver cada vez que tienes una intuición de felicidad.
Es ese momento, el poder estar ahí para fotografiar un brindis al último sol de tus dos compañeros de aventuras, el que deseas llevarte cosido en la solapa de la chaqueta. Para que cuando te encuentren tieso en alguna esquina entre San Bernardo y la Calle Pez, ya viejo y con la pipa apagada por la lluvia -con más agua que arena-, sepan que ese cadáver, ese cacho de carnes hediondas, de vacaciones de boca y sobaco por los descuidos de la edad, rememorando un momento de intensa vida, fue, aunque solo por un instante, un tipo capaz de amar a cualquiera que le pusieran en frente.