Por Juan Pablo Serra. Tiempo estimado de lectura: 12 minutos
The Waldo moment (El momento Waldo) fue uno de los capítulos de Black Mirror que menos impresión causaron cuando la segunda temporada de la serie vio la luz en 2013. Sin embargo, los años y los acontecimientos de entonces a esta parte (la sustitución de la verdad por el tweet, la llegada de los populismos, la retórica que llevó a la victoria a Donald Trump...) acabaron por convertirlo en una referencia más que recurrente para interpretar el presente. Nuestro colaborador Juan Pablo Serra analiza el episodio en un capítulo del libro 'Black Mirror Porvenir y Tecnología' que Ediciones UOC nos cede amablemente para los lectores de Democresía. Puedes ver un fragmento del libro en PDF aquí (Más detalles al final de esta página).
Prácticamente desde su estreno, Black Mirror se convirtió en un producto de referencia para suscitar la conversación inteligente, la discusión académica y la reflexión sociológico-filosófica sobre algunos de los problemas que rodean a la irrupción de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Las razones para ello son muy variadas, y van desde el modo de difusión reticular y la distribución asíncrona propias de la serialidad televisiva contemporánea —un modelo que García Martínez (2014) resume como uno de televisión sin televisión— hasta su condición de ficción autoconsciente, en este caso, de los imaginarios asociados a las pantallas que el público tiende a asimilar acríticamente (Cigüela Sola; Martínez-Lucena, 2014, pág. 85) y que, en su perfil más elemental, coinciden con el discurso de los pensadores y expertos tecnólogos más optimistas.
En cualquier caso, no deja de ser insólito que una antología con tan pocos episodios (en las dos primeras temporadas) genere tal cantidad de elogios, meditaciones, réplicas y debates. Más aún cuando su estatuto highbrow o de quality TV no es, a día de hoy, comúnmente aceptado ni conscientemente asumido o buscado por su creador.
Parece claro que la «muerte de los expertos» de la que se lamenta Tom Nichols en una obra reciente (2017) alimenta la necesidad de la gente corriente de participar en la conversación pública sobre la actualidad y la cultura en un ciclo interminable en tanto no hay autoridad legitimada que pueda detenerlo merced a un conocimiento cualificado. Frente al arte de la conversación como ejercicio destinado a continuar la conversación de la humanidad —diría Michael Oakeshott— o a buscar lo universal y permanente —diría John H. Newman—, hoy se impone un estilo (neo)romántico e hipertrofiado de conversación dirigido a la redescripción o edificación constante de uno mismo y de los demás —diría Richard Rorty. Si a esto añadimos, en el terreno de la creación artística, la «muerte del autor» decretada por Roland Barthes en 1968, tendremos un cuadro más preciso de las coordenadas en las que el sujeto actual se ve instado a buscar los significados de un modo libre y a ir conformando un canon interpretativo mediante un proceso descentralizado de inteligencia colectiva que, hoy, incluye a la comunidad global de intérpretes y comentaristas.
La figura de Charlie Brooker encaja bien en este panorama de demanda de food for thought como un azuzador de conciencias y un encendedor de charlas propias de una organización social horizontal. Sin embargo, no es esta la razón por la que a espectadores y periodistas les fascina la aportación de Brooker al acervo colectivo, sino por otra más elemental. Y es que, entre las alabanzas que la serie recibe, la más habitual es aquella que ve en sus capítulos una suerte de profecías seculares.
En lo que sigue, explicaré por qué tiene sentido atribuir valor a Black Mirror en función de su predictibilidad tecnológica y esbozaré las dos observaciones fundamentales sobre la escena política contemporánea que Brooker sugiere a partir del mundo posible de «The Waldo Moment» (2x03). Por último, subrayaré el elemento psicológico y emocional del actual sujeto transparente que detona la acción del capítulo y que, dada su presencia en otros episodios de la serie, bien puede contemplarse como fundamento de una de las lecturas epocales que Brooker propone a la gran diversidad de seguidores del programa.
"Prácticamente desde su comienzo, Black Mirror se convirtió en una referencia a la hora de suscitar la conversación filosófico-sociológica sobre las consecuencias de la tecnología."
1. Black Mirror y la imaginación de lo posible
Empresas que imitan el lenguaje y la personalidad de los seres queridos para que se pueda chatear con ellos post mortem. Investigadores de Harvard trabajando en la fabricación de abejas electrónicas. Sistemas de domótica cada vez más sofisticados. Dispositivos de realidad virtual que disocian de la realidad y desencadenan stress. Una herramienta como el Sesame Credit que gamifica la obtención de crédito social a instancias del gobierno chino. Cámaras portátiles que registran fragmentos de tu vida y los ordenan en forma de relato. O hackers que acceden a nuestros móviles y portátiles para grabar nuestra intimidad y tener material con que extorsionar. Son todas noticias sobre hechos reales que, periódicamente, redirigen la atención pública hacia los capítulos de Black Mirror que los anticiparon. La capacidad de predicción es, como decíamos, un argumento epidérmico para apreciar la calidad de la serie pero, a cambio, certifica otra cosa, que es la adscripción genérica de Black Mirror a la ciencia ficción.
Visto desde cierto ángulo, lo que Brooker lleva a cabo en la serie parece no distar del tipo de programas y anuncios que se hacían en los años cincuenta y sesenta del siglo XX para anticipar cómo sería la vida en 2000. Ahora bien, a diferencia de aquellos productos entre lo informativo y lo promocional, lo que distingue a Brooker no es su mayor o menor agudeza futurista cuanto, más bien, el tono existencial y moral de sus historias, que refleja el giro en la ciencia ficción que se dio después de su edad de plata durante los primeros años sesenta.
Siguiendo las clasificaciones que recoge Castro Vilalta (2008) en su magnífica síntesis del género, podemos decir que la obra de Brooker es paradigmática de un tipo de ciencia ficción prospectivista y soft, esto es, centrada en los personajes y las consecuencias antropológicas y sociológicas de la tecnología más que en el asombro ante escenarios, artefactos y teorías descritos con precisión. Philip K. Dick dijo una vez que la fantasía trata de aquello que la opinión general considera imposible mientras que la ciencia ficción trata de aquello que la opinión general considera posible bajo determinadas circunstancias. Ahora bien, en el caso de Black Mirror, las condiciones de posibilidad que hacen creíble su universo ficcional no se ciñen tanto a lo factible de los dispositivos tecnológicos de cada capítulo cuanto, más bien, a lo verosímil de las actitudes humanas que la serie intuye que advendrán con el uso generalizado de ciertos aparatos y formas de comunicación.
Narrativamente, por tanto, Black Mirror tiene su encaje en la historia de la ciencia ficción y, aunque hoy estamos acostumbrados a las distopías, lo cierto es que la visión tecnonegativista de la serie no es, ni mucho menos, esencial al género. De hecho, hasta bien entrado el siglo XX, los relatos de ciencia ficción presentaban una perspectiva más utópica, donde la tecnología iba a solucionarnos todos los problemas. Durante la década de los sesenta, empero, se dio un giro significativo en la ciencia ficción, simbolizado en los relatos que publicó la revista británica New Worlds bajo la dirección de Michael Moorcock. En ellos, la tecnología se relaciona con temas sociales, el tono de las historias tiende a ser más introspectivo y se traslucen los miedos populares del momento, como el nuclear.
Brooker, nacido en 1971, es deudor de este giro y su influencia en el género, que durante las dos décadas siguientes estaría marcado por el pesimismo existencial y la actitud ambivalente hacia la tecnología, definitivamente desligada de optimismos ingenuos.
Sin embargo, a quien más debe Brooker no es a la literatura, sino a la televisión. Convencido de que los problemas más comunes de nuestra época requieren un abordaje indirecto, en más de una ocasión Brooker ha explicado que su principal fuente de inspiración fue The Twilight Zone (1959-1964), la serie de Rod Serling que abordaba los temas comprometidos del momento —el racismo, la carrera armamentística, el macartismo, los derechos civiles— de un modo metafórico, empleando elementos típicos del fantástico y la ciencia ficción (Brooker, 2011).
De esta manera, cabe encuadrar la personalidad autoral del showrunner Charlie Brooker dentro de las coordenadas que miden la mejor ciencia ficción en general, y que son la capacidad predictiva y la reflexión existencial. Con el paso de los años, hemos podido ver cómo varias de las tramas de la serie se «adelantan» a los acontecimientos y el efecto revalorizador que ello tiene en algunos episodios relegados, como es The Waldo Moment», ahora señalado como vaticinio del ascenso de Donald Trump y, más generalmente, de la ola populista que recorre Occidente.
Ciertamente, la valoración negativa del capítulo por parte de los críticos estaba fundamentada. Tanto la definición del personaje principal —un comediante con problemas de autoestima— como su relación con la candidata laborista adolecen de una justificación mejor trabajada. Además, y al margen de sus aciertos predictivos, el capítulo carece del punch de otros, un defecto que parece querer compensar demasiado tarde, durante los títulos de crédito, mediante un final tan lúgubre como sugerente. Pero aunque Waldo no se cuente entre lo mejor de la serie en términos de guión y personajes, su capacidad de reenvío a los problemas del presente sí es pertinente. Y coherente, pues el capítulo desarrolla la transformación de la política en espectáculo y la invasión de la antipolítica populista en consonancia con el resto de la serie, tanto en lo que se refiere a la mediación tecnológica —el manipulador remoto que sirve para traducir los gestos y voz del comediante en forma de cartoon— como en lo que tiene que ver con el tipo humano que está detrás de estas transformaciones sociales.
La serie reproduce dos de las señas de identidad de la ciencia-ficción contemporánea: su acento sobre la reflexión existencial y su capacidad predictiva.
2. Democracia de pulgar, espectáculo y antipolítica
Jamie Salter pone voz y movimiento a Waldo, un oso azul animado que entrevista a celebridades para un late night satírico. Ante la popularidad del personaje, la cadena encarga un piloto protagonizado por el oso y, en una sesión de trabajo, a uno de los productores se le ocurre presentar a Waldo a unas elecciones locales. El plan inicial es seguir mofándose de Liam Monroe, candidato del Partido Conservador abochornado con anterioridad por el oso azul. Pero un desengaño amoroso y el contraataque de Monroe en directo —cuando revela que detrás del dibujo animado no hay sino un cómico fracasado— disparará la ira de Jamie/Waldo, que acusará a aquel de ser «una vieja actitud con un nuevo peinado» y al resto de los candidatos de ser igual de farsantes.
Waldo no es real, no tiene programa ni propuestas, pero «es más auténtico que todos los demás» candidatos y eso causa furor entre el público porque es «sincero» y «no finge representar nada», lo que le convierte en la «mascota oficial para los votantes descontentos». Al final, queda segundo en las elecciones, pero ya sin Jamie, automarginado de la campaña por diferencias con la pretensión del productor de convertir a Waldo en una figura internacional. Intercalado entre los créditos finales, vemos a Jamie durmiendo en la calle mientras en cada pantalla disponible se proyecta la imagen del oso azul unido a eslóganes multilingües de «esperanza» y «cambio». El excómico lanza una botella a una de las pantallas y es apaleado por la policía.
Gracias a este final futurista, el encaje del capítulo en la ciencia ficción es menos negociable pero, en todo caso, conviene distinguir en la trama qué es y qué no es una metáfora sobre nuestro mundo.
Aunque parezca increíble para el neófito, no lo es que un extraño se presente a unas elecciones, tal como lo prueban los candidatos disfrazados de personajes de ficción o superhéroes y los candidatos animales que han logrado postularse en procesos electorales (Rodríguez Andrés, 2016, págs. 84-85). En cambio, el ascenso de Waldo hasta convertirse en símbolo de un proyecto de dominación mundial no resulta creíble porque haya habido casos parecidos, sino porque se inserta en un proceso de hibridación político-mediático y en un sistema abierto como la democracia que sí hacen posible ese resultado.
La espectacularización de la política no es un fenómeno nuevo. Al menos desde la contienda electoral de John F. Kennedy a principios de los sesenta, en la arena política se da por hecho que la visibilidad del candidato lo es todo. Hoy en día se recurre a la construcción de relatos personales y la difusión de vídeos y fotomontajes en redes sociales y YouTube pero la lógica de fondo permanece intacta: lo que no se ve, no es. A priori, esto no tiene por qué ser problemático pues —aunque la política real no puede eliminar lo arcano, como diría Carl Schmitt— la política ordinaria tiene mucho de teatral y representado. El problema, más bien, se da cuando la política adopta las formas del mensaje televisivo que, más tarde o temprano —por la propia exigencia del medio—, deviene en espectáculo y trivialización.
Pocas imágenes han explicado con mayor perspicacia este proceso que aquellas de Network (1976), la película de Sidney Lumet que comienza con un periodista anunciando su suicidio en antena harto de la banalidad de la vida, y termina con su propio telediario convertido en un programa de variedades donde el editorial enfurecido convive con segmentos de astrología, prensa amarilla, lanzamiento de cuchillos a vedettes y encuestas de opinión varias.
Esta deriva no es inocua. A mediados de los ochenta, Neil Postman señaló con presciencia las consecuencias del infotainment, la primera de las cuales es, justamente, que cuando los informativos se conciben como entretenimiento se difumina la noción de lo que significa estar informado de algo, pues una información solo remite a otra información, pero no necesariamente a una explicación de su sentido (2001, pág. 110). El descrédito actual de la política no procede, ciertamente, de haber entrado a este juego pero sí refleja que:
«[...] en la tensión entre lo político y lo mediático no es fácil decir de lado de quién está la democracia: por un lado, el representante político se arroga el favor de lo democrático en tanto ha sido elegido en las urnas; del mismo modo que lo hace Twitter o la televisión, en tanto su contenido lo decide la propia audiencia, mediante sus likes o su participación online» (Cigüela Sola; Martínez-Lucena, 2014, pág. 97).
Esta tensión late en todo el capítulo, pero aparece con especial claridad en dos momentos. El primero cuando, instado por los viandantes, Monroe se apresta a hablar con Waldo en plena calle ante un grupo de personas que atienden más a los chistes vulgares que a las promesas de reducción de tasas. El segundo cuando Jack Napier, productor del programa, intenta convencer a Jamie para que Waldo sea entrevistado por un especialista en política. «¿Por qué querría hacerlo?», dirá el cómico, al fin y al cabo el oso no defiende ninguna causa.
--Napier: No necesitamos políticos. Todos tenemos iPhones y ordenadores, ¿no? Así que cualquier decisión política que deba tomarse la subimos a la red, que la gente vote a favor o que la gente vote en contra. La mayoría gana. Eso es una democracia, es una democracia auténtica.
--Jamie: También lo es YouTube y no sé si lo habrá visto, pero el video más popular es el de un perro tirándose pedos para hacer la melodía de Happy Days.
El riesgo de delegar toda decisión en la mayoría es una de las aristas del descrédito histórico hacia la democracia que recorre el pensamiento occidental desde Platón hasta Tocqueville y que, hoy, reaparece bajo la amenaza de la complacencia a la que tiende la vida en los sistemas democráticos. No es internet, por tanto, lo que degrada la democracia —pues esta es de por sí un régimen de resultados inciertos— cuanto, más bien, ciertas estrategias para captar audiencias/votos que pueden tener réditos inmediatos, pero no necesariamente consecuencias útiles para la vida política de un país.
Hannah Arendt o Jürgen Habermas, entre otros, recalcaron la diferencia entre las esferas privada y pública para notar que el mundo vital de la primera no tiene por qué transponerse automáticamente a la segunda, lugar de la racionalidad y el debate argumentado. La confusión entre esferas puede tener consecuencias saludables para la vida pública, entre las cuales sin duda está el abrir espacio para tipos de argumentación más intuitivos e informales. Sin embargo, el medio digital, cuya temporalidad hace posible una comunicación inmediata del afecto sin reservas ni distancias, es ambivalente a este respecto. Puede ser un buen dinamizador de la participación política pero, como ha insistido Sunstein, también puede reforzar los grupos de opinión homogénea y las echo chambers.
Es en estas coordenadas de análisis de lo sentimental en la política donde The Waldo Moment resulta más penetrante. No se dice por qué Jamie/Waldo elige a Monroe, un político de toda la vida, como dardo de sus ataques pero sí sabemos que Jamie es un tipo frustrado por la falta de éxito profesional (siempre hace el mismo personaje, sus jefes apenas recuerdan su nombre) y el desengaño amoroso. Su reticencia a que la campaña de Waldo escale a niveles mayores proviene de que, en el fondo, no le interesa la política pero, en cambio, sí está dispuesto a airear sus quejas contra los candidatos que mantienen todo igual o que instrumentalizan la política para sus propios fines, así como contra los periodistas que tratan a la gente de ignorantes.
En este sentido, que Jamie/Waldo parezca abogar por una especie de democracia directa revelaría no sólo un ciudadano pasivo y reacio a las modulaciones deliberativas sino, sobre todo, una mentalidad antipolítica, en la medida que reivindica una política sin representación ni mediación institucional que, en nuestro tiempo, suele leerse como populista.
No es este el lugar para analizar el fenómeno, que se viene estudiando desde hace años en Latinoamérica (E. Laclau, F. Freidenberg, F. Panizza, G. Aboy Carlés) y cuyo interés se ha reavivado tras los acontecimientos políticos del último año. Un examen del populismo al que, con todo, merece atender es el de Chantal Delsol cuando, más que un fenómeno antidemocrático, divisa en el populismo un síntoma del desprestigio democrático. Lo que todos los populismos comparten es la división entre élite y pueblo que, según Delsol, hoy comparecería como fractura entre una élite globalista y desarraigada y un pueblo aún vinculado a un espacio particular y a formas de vida comunitarias (familia, empresa, convivencia cívica).
Esta crítica conecta con el diagnóstico que, poco antes de fallecer, realizó Christopher Lasch al advertir de la rebelión de unas élites desligadas de todo valor civilizatorio (sentido de la responsabilidad y del límite, defensa de lo propio) y distanciadas de la multitud. Lo verdaderamente antipolítico no estaría del lado del pueblo sino de la élite y habría, en la lectura de Delsol, un populismo auténtico cuando el pueblo busca la política y reconoce la necesidad de representación. Y es que, si por algo se caracteriza el engaño populista, es por pensar que la mediación no es necesaria, que el pueblo es autosuficiente. No obstante, la política sí es necesaria y es responsabilidad suya filtrar y ordenar las demandas populares para que se pueda traducir en algún tipo de acción coherente.
La democracia sin política entroniza al ciudadano como evaluador independiente pero, por más antipático que resulte el recordatorio, «no hay otro sistema que la democracia indirecta y representativa a la hora de proteger a la democracia frente a la ciudadanía, contra su inmadurez, incertidumbre e impaciencia» (Innerarity).
El medio digital hace posible una comunicación directa y sin reservas, lo que puede ayudar a la participación política pero también reforzar los grupos homogéneos de opinión."
3. Una conclusión inquietante
Brooker escribió The Waldo Moment pensando en el estrafalario Boris Johnson, en aquel entonces alcalde de Londres y uno de los principales promotores del Brexit. Si, de paso, predijo la victoria de Donald Trump, ello se debe a que los elementos populistas de la política estadounidense —la invectiva contra la élite financiera y gubernamental, el temor al desempleo por la inmigración— no han cesado de aparecer a lo largo de la historia. Y, aunque el final del episodio sugiera la idea de un poder escondido que seduce con su positividad, el conjunto de la trama admite una lectura de la máxima actualidad: una política al margen del pueblo —centrada en la autopromoción y ascenso dentro de un partido, en el cuidado de la propia imagen o en tapar los escándalos ajenos— tarde o temprano suscita reacciones de ira e indignación cuyos resultados pueden ser imprevisibles.
¿Está en condiciones de evitarlo el sujeto despersonalizado y desmemoriado de nuestros días?
Autores: Jorge Martínez-Lucena, Javier Barraycoa et alii
Black Mirror es una distopía televisiva que pone al espectador contra las cuerdas, lo destrona de su confortable sillón y le obliga a tomar conciencia del asfixiante futuro digital que le espera; y siempre con la angustia latente de que pueda acontecer algo inesperado ante el porvenir. Episodio tras episodio, este retablo narrativo se convierte en «el Libro de Job» del homo tecnologicus, solo que en este caso Dios no parece responder. En estas páginas, académicos de distintas disciplinas se confabulan para re-visitar la teleserie y darnos pistas que nos permitan ahondar un poco más en nuestro mundo, tanto el presente como el que está por venir.