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Maximiliano Tomas: “El libro ha perdido su lugar de influencia y preeminencia”

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Quedamos en un café, a media cuadra del edificio de la agencia de noticias Télam donde Maximiliano es hoy Prosecretario General de Redacción. Llega hablando por teléfono con alguien de su equipo (“la nota tiene que salir hoy”) pero en cuanto me ve, se despide y me saluda. Cordial. Sencillo.

Nos sentamos y pedimos un café. Tardamos un rato en empezar la entrevista, el entrevistado tenía curiosidad por conocer las razones por las que el entrevistador quería escribir sobre su trabajo. Le conté que cuando vivía en España la nostalgia me llevaba a leer todas las semanas prensa argentina, entre ellas, La Nación-Online. Ahí me sorprendió una columna de crítica literaria, de buena crítica literaria. Y me dije, “si algún día vuelvo a la Argentina, tengo que entrevistar a este crítico”. Y volví. Y ahí estábamos.

Como muchos jóvenes que disfrutan con la lectura y la escritura de ficción, a la hora de elegir una carrera Maximiliano se decantó por el periodismo. Ingresó en la escuela de Periodismo TEA y al poco tiempo ejercía el oficio en cualquiera de sus variantes.

Mucha calle. Mucha redacción. Esa fue la segunda escuela que complementó y expandió la teoría que había recibido en el aula. Todo esto mientras cursaba la licenciatura en Historia. Del periodismo policial, al periodismo de espectáculo, y de ahí al periodismo de investigación. Aprendió a amar el oficio y en cierto sentido se olvidó de aquello que lo había empujado a hacerse periodista.

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En ese punto, nada indicaba que fuera a adentrarse en el periodismo cultural y la crítica literaria. La transición fue dándose tímidamente. Claro que la pasión por la literatura estaba ahí, latente, y su primera expresión se dio cuando Maximiliano comenzó a trabajar paralelamente en el mundo editorial. Tres años “haciendo” libros, armando antologías. El camino empezaba a definirse y tomaría un giro decisivo cuando le ofrecieron crear y dirigir el suplemento cultural del Diario Perfil.

Allí, además de dedicarse a editar el suplemento, empieza a escribir esporádicamente alguna columna sobre literatura, “empecé a ver que el camino que más me interesaba era, en realidad, la crítica literaria.  Ahí descubrí una suerte de vocación tardía: lo que realmente quería hacer no era ser periodista o periodista cultural, sino crítico literario. Pero no formado en la academia, no formado en la Universidad, sino formado en las redacciones”. Un hito en este proceso fue sin duda la aparición en 2005 de la antología La Joven Guardia. Nueva literatura argentina (Maximiliano Tomas. Ed. Norma).

SH: ¿Cómo diste con la idea de esta Antología, que tanta resonancia tuvo en su momento? Muchos de los escritores -hoy reconocidos– por aquel entonces no eran más que nombres que sonaban en círculos literarios muy concretos, muy locales, sin alcanzar el rango  que tienen ahora…

MT: La idea de la antología surgió de una inquietud personal. Entre el 2003 y el 2004, años post-apocalipsis, recuerdo que la vida en la ciudad era muy triste, las calles grises, todos estábamos un poco desorientados. Vivíamos de una manera un poco precaria –incluso los que estábamos empleados– y todavía, por otro lado, la burbuja de Internet y los blogs no había llegado a ser lo que fue.

Mi inquietud era: ahora que estoy dedicado al trabajo editorial, ¿quiénes son los tipos de mi edad que están escribiendo literatura? Esa fue la pregunta fundacional: ¿quiénes son? En realidad, la primera pregunta que me hice fue: ¿existen?

Tenía algunos indicios de que sí, ¿pero quiénes eran? Ahí comenzó un trabajo de año y medio, de mucho correo electrónico, mucho teléfono, con editores, periodistas, críticos de todo el país, y a la vez, recibiendo mucho material, seleccionando. Y en el proceso de ir armando esta antología fue que los fui conociendo, y con el tiempo trabé amistad con algunos de ellos. Samanta Schweblin, Juan Terranova, Mariana Enríquez, Federico Falco, Patricio Pron, por mencionarte solo algunos, son hoy autores premiados,  que por entonces no eran tan conocidos más allá de los pequeños círculos literarios donde se movían.

SH: No tuviste mala puntería…

MT: Creo que no, pero hubo que esperar al menos diez años para corroborar que la selección no había sido desafortunada. Al mismo tiempo, durante todo el proceso escuché y fui asesorado por un montón de gente que de manera desinteresada me presentaba nombres y me señalaba por dónde seguir buscando: talleristas, editores, periodistas, y a eso sólo había que sumar una mirada atenta.

SH: Leer una crítica literaria no es simplemente enterarse de las últimas novedades editoriales…

MT: Para nada. De hecho hay críticas que son en sí mismas piezas de altísimo valor literario. Se han escrito grandes artículos sobre libros malos. Es verdad que lo que abunda y se confunde con la crítica es el cuerpo de textos –muchas veces banales– de  reseñas esquemáticas sobre obras, o recomendaciones que se apoyan en argumentos vacíos del tipo “me gustó, te lo recomiendo”, ya sea en formato YouTube, textual o radial, que en verdad apenas reproduce el discurso del mercado: te presento un objeto y trato de convencerte de que lo compres. Una buena crítica literaria es lo contrario a esto.

SH: En el camino de tu formación como crítico supongo que habrás tenido referencias y modelos a los que querrías parecerte.

MT: Sí, por supuesto. Críticos a los que me gustaría parecerme y a los cuales uno les roba despiadadamente (risas). Creo que todos los críticos que admiro se formaron también de esta manera, mirando mucho a Sartre, a Benjamin, a Barthes, a Raymond Williams. Yo leía a mis mayores y a mis contemporáneos, escritores argentinos: por supuesto a Borges, o a Ricardo Piglia, Beatriz Sarlo, Alan Pauls, Juan Terranova, Fogwill, Charlie Feiling, Daniel Link, o escritores que al mismo tiempo se dedicaron al ensayo como Juan José Saer.

SH: ¿Cómo afecta tu ser crítico a tu ser lector?

MT: Una cosa es leer en el ámbito personal para lo que sea, estudiar o disfrutar y otra es leer profesionalmente, para elaborar un discurso alrededor de ese objeto. Cuando uno trabaja y vive de esto es difícil adoptar una actitud ingenua; lo ideal sería algo a medio camino, lo suficientemente ingenuo para dar pie a la posibilidad de sorprenderse, pero sin llegar a dejar a un lado el pensamiento crítico… en mi caso, aun tratándose de una lectura personal –si se quiere “no profesional” –intento llegar a ese equilibrio.

Tal vez por ello me producía tanto placer leer a J. P. Zooey [pseudónimo de Juan Pablo Ringelheim, quien dio a conocer su identidad años después de publicar su primer libro], al no haber ninguna biografía detrás, al no haber ningún peso de la persona, podía leerlo con mucha libertad, imaginando quién podía ser esa persona, pero sobre todo entregándome solo al “placer del texto”.

SH: ¿Cuál dirías que es el papel que juega el crítico literario en la sociedad actual?

MT: La crítica está atada a la función social de la literatura. El crítico es un tipo que elabora un discurso alrededor de un objeto, el objeto literario. Si la literatura ocupa un lugar marginal en la sociedad contemporánea, el crítico también.

Creo que el discurso hegemónico impuesto hoy es el de los medios audiovisuales, canales como YouTube o las redes sociales, y que la literatura le importa cada vez más a menos gente. Si nadie lee literatura, ¿quién va a leer crítica literaria? De esta manera termina siendo un diálogo entre pares, o en círculos muy reducidos. A menos –y esto es lo que me pasó a mí en La Nación –que el crítico tenga un espacio de visibilidad muy grande, y que aparezca en un lugar medio disruptivo o inesperado, como la sección de columnas de opinión de la web del diario al lado de Majul o Grondona, ¿qué hace ahí ese pibe que habla sobre libros?[1]

SH: ¿Cuál fue el primer libro que te dejó huella?

MT: Recuerdo los primeros libros, pero no te sé decir cómo se llamaban. Lo que sí puedo decir es que me recuerdo leyendo a una edad muy temprana. Mi madre me había hecho socio de una librería-biblioteca y me recuerdo leyendo con fruición una serie española de detectives, libros de tapa amarilla que incluían juegos y te hacían acompañar a los protagonistas, dos chicos jóvenes, a descubrir y resolver crímenes… algo así como una literatura policial para niños.

Inmediatamente después la colección de Elige tu propia aventura, que contenía esa especie de proto-hipervínculos de Internet… “Iniciadores de lectura” muy lúdicos, pero al mismo tiempo textuales, con ilustraciones. Más adelante, ya en la adolescencia, empiezo a leer a Cortázar, a Borges, a Arlt, Capote, Salinger… lecturas estimulantes.

SH: ¿Y el último libro que te haya regalado alguna sorpresa, o que te haya hecho olvidar que estabas “trabajando”?

MT: Hice dos lecturas muy placenteras este verano. La uruguaya, novela de Pedro Mairal, y el otro fue Black out, de María Moreno, un libro-contiene-todo que no es ni un libro de crítica, ni un ensayo, ni una novela, ni una biografía ni memorias, sino como un todo-junto… la última lectura verdaderamente sorprendente que hice. Otra cosa que suelo disfrutar mucho es leer “primeros libros”, o libros de autores nuevos.

SH: ¿Hay una cultura del libro especial en Buenos Aires o incluso un cierto culto al libro? Grandes librerías, algunas que exhiben exceso con sus torres infinitas de libros y estanterías hasta el techo, los talleres de escritura, los cafés literarios, etc.

MT: Es una pregunta complicada, que hace alusión por decirlo de una forma resumida a una historia propia del siglo XX. Una historia que tiene que ver con el fenómeno del lugar que ocupaba el objeto libro en la sociedad de masas del siglo XX, cuando todavía no estaba tan desarrollada la televisión ni existía Internet. El libro como vehículo y la literatura como disciplina ocupaban un espacio dentro del discurso social, tenían un verdadero peso específico, que atravesaba las diversos estratos sociales. El libro era un objeto cultural que nos interesaba a todos.

SH: Dirías que hoy vivimos de los remanentes de aquel peso que tuvo el libro durante el siglo pasado…

MT: Creo que para la clase media sobre todo sigue siendo un objeto de consumo que todavía conserva cierto aura, el sueño o recuerdo de una clase media ilustrada que en sus orígenes había trascendido a través del libro (con los estudios, la universidad, las profesiones liberales).

Era muy raro, y estoy hablando ahora de la generación de mis padres, nacidos a mediados de siglo, entrar en casa de alguien y no encontrarte con una biblioteca. Creo que eso definitivamente no sucede más. En la mayoría de los departamentos a las que entrás hoy no hay una biblioteca y no porque la gente lea en Internet o tenga un e-book, sino porque no lee o no le interesa la lectura. Y sobre todo porque el libro perdió su lugar de influencia y preeminencia.

La biblioteca hoy pasó a ser una suerte de elemento extraño: “¡Oh! Hay una biblioteca ¿qué era esto?”. Si hoy todavía el libro conserva cierto aura y pervive en las librerías y círculos literarios de Buenos Aires es porque la generación de mis padres que todavía vive, y nuestra generación -los que tenemos alrededor de 40 años– nos formamos en esa cultura. De lo que no tengo la menor idea es lo que va a suceder en el futuro inminente, con las generaciones más jóvenes. Ocurre hoy que uno se da cuenta de que hay demasiadas librerías en Buenos Aires. Incluso para alguien que lee (ríe). Da la sensación de que hay un montón de librerías a las que les faltan personas con las cuales dialogar, son como espacios que están esperando esas personas que dialoguen con ellas, pero el individuo no está, o no está más.

Con un dejo de nostalgia cerramos la entrevista y nos despedimos, sabiendo que tal vez nos volvamos a encontrar en algún rincón porteño donde una librería llena de promesas se resiste a desaparecer.

[1] Una selección de las columnas de Maximiliano para La Nación se publicaron en 2015, por la editorial Random House bajo el título ¿Qué leer?

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Santiago Huvelle es doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid. Sus interesen abarcan la fenomenología y el pensamiento de S. A. Kierkegaard. Padre de familia. Fumador de pipa.

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