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Dark Souls: la eterna partida

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Hidetaka Miyazaki ha sido sin duda uno de los mayores revolucionarios del mundo de los videojuegos. Quizá el último director en elevar una saga entera a los altares de la leyenda. Su legado: un mundo de fantasía con el sabor trágico nipón, de inmensa jugabilidad, presentado a través arte del videojuego.

La propuesta no es nada sencilla: un juego de rol de gran dificultad, con una historia intrincada revelada a través de cada objeto, arma o anillo que se encuentra oculto en el bello mundo decadente de Dark Souls. La impresión general es la de un juego preñado de una mitología de tonos medievales, implícita y nada fácil de hacer propia, con decisiones morales constantes y complicadas, con personajes entrañables –pero de intenciones dudosas– y con un final apoteósico a la par que confuso y nada definitorio.

Con Dark Souls III, Miyazaki volvía a recuperar esta saga después de su triunfo con el experimento de Bloodborne (un juego estructuralmente similar, ambientado en el horror gótico clásico de Lovecraft) logrando una síntesis de todo su trabajo anterior hasta ahora. Dark Souls III rescata lo más genuino de la saga, con algunos temas reminiscentes de la segunda parte y con el genial diseño neogótico-medieval tan alabado en Bloodborne.

Cabría preguntarse sobre el interés que este juego ha despertado entre los miembros incondicionales de su comunidad, cada vez más amplia y más internacional. Un interés que va vinculado sin duda a su dificultad, a su magnífico “lore” o historia oculta, y a los temas que trata. Tres caminos que nos conducen, tarde o temprano a la muerte.

Porque en Dark Souls el jugador muere constantemente. De las formas más injustas y frustrantes. Cuando no es por acumulación de enemigos –normalmente fáciles de superar individualmente–, es por la dificultad de un jefe o por resbalarte y caer por un precipicio después de un salto (ese frustrante motor de salto…), o simplemente porque te arrolla una bola inmensa de extremidades humanas (siempre con ese toquecillo de horror). Y siempre aparece la leyenda en la pantalla “Has muerto”, como si no te hubieras dado cuenta. La barra de vida la mimas y la proteges milímetro a milímetro o de lo contrario serás incapaz de cumplir el eslogan del juego: “ve más allá de la muerte”.

Concept Art de Dark Souls 3 (2016)

El problema, precisamente, es que no hay un “más allá de la muerte”. Los videojuegos de última generación han psicologizado mucho sus tramas. La muerte no es un tema nuevo en absoluto: aparece de forma patente, por ejemplo, en Grimm Fandango, en Journey, en Limbo, en Inside, en Braid, en la saga de Final Fantasy, etc. La forma de abordar el tema no siempre es negativo: se juega con el humor, chistes macabros, formas de “resurrección” dentro del videojuego… Siempre hay, en el fondo, la posibilidad de experimentar una reflexión sobre la muerte, sobre el sentido de la vida, sobre el bien o mal moral. Temas completamente ignorados por los primeros videojuegos, son hoy en día temas casi imprescindibles.

Dark Souls se eleva por encima de esta lista por su radical apego a la muerte y su muy peculiar forma de pactar con ella. Como hemos dicho, los jugadores mueren. Muchas veces. Incluso los más expertos. Es casi imposible de escapar. Es parte del motor mismo del juego y no es del todo negativo: cada muerte te va haciendo “hueco”, te va quitando vitalidad y tu personaje se va deformando físicamente. Pero este “hacerse hueco” puede traer consigo beneficios. Especialmente en esta última entrega. Mueres y mueres: haces un pacto con la muerte, te levantas y vuelves a caer.

La mayoría de las historias de los personajes con los que te encuentras y de los que te encariñas acaban mal. Pesimismo japonés. El mismo final de los videojuegos –de Dark Souls y Dark Souls II, y también Bloodborne– no es en absoluto optimista: se exige siempre, de alguna forma, el sacrificio del héroe. Y la consecuencia no es un trascender, una salvación del mundo, sino un volver a empezar…

Y esto es lo que más puede fascinar a un jugador impregnado de cultura occidental –esa cultura irremediablemente cristiana y, por lo tanto, abierta a la trascendencia, a una visión linear de la historia–: el hecho de que no hay un final, no existe un “más allá de la muerte”. Existe un morir y morir y morir desesperado. Existe un superar el juego (que puede traducirse como matar al último jefe o contrincante) y existe una decisión final. Pero tomes la alternativa que tomes, te termina llevando al principio: vuelta a empezar.

Esta visión circular de la vida y de la historia no puede ser más agradable para un jugador que ve con nostalgia cómo se va acabando un juego que le ha supuesto tanto esfuerzo, sudor y sangre. Pero, a la vez, y si lo reflexionamos con detenimiento, esta cosmovisión no puede ser más aterradora: porque supone la negación del descanso, el “he terminado”, el momento del premio final: el “no” al más allá.

Es, en definitiva, un juego sin esperanza. Trágico en el sentido más puro de la palabra, porque no hay posibilidad para nada más. Un juego que se ríe del espíritu engreído (de forma real, no figurativa: hay personajes que se ríen de ti en tu cara), que humilla, que te derrota una y otra vez, y te vuelve a derrotar al final. Pero sin un sentido, sin un fin al que realmente puedas aspirar.

Y los jugadores de la saga lo saben, porque lo han vivido: la llama surgió y se apagó. Ha vuelto a surgir en Dark Souls III y los Señores de Ceniza han escapado… pero volverá a apagarse otra vez. Y volverá a encenderse… Porque no hay sentido. No hay remedio.

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Doctor en Filosofía en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma. Me considero, ante todo, un gran lector. Inclinado por naturaleza hacia las humanidades clásicas y la literatura inglesa, y por vocación a la metafísica y a la lógica. Católico tras las huellas de Newman, Chesterton y Benedicto XVI. Filósofo tras las huellas de Santo Tomás de Aquino y de Aristóteles. Y gran aficionado al mundo de Tolkien.

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