Hace 61 años moría el gran actor húngaro Blaskó Béla Ferenc Dezső (1882-1956), que ha pasado a la historia como Bela Lugosi. Había nacido en la Transilvania del Imperio de los Habsburgo –aún no se había perpetrado la destrucción que consumaría el Tratado de Trianón– en el territorio de lo que hoy es Rumanía. Provenía de una familia de la pequeña burguesía -su padre era empleado de banca- y luchó en la I Guerra Mundial como teniente de infantería en el Ejército Imperial y Real. Como tantos jóvenes de su tiempo —recuerden la descripción de aquellos años turbulentos que nos legó Koestler— se acercó a la izquierda.


Empezó en el cine allá por el año 17, pero tuvo que huir del país después del fracaso de la Revolución de Bela Kun. Trabajó unos años en la Alemania de Weimar antes de llegar a los Estados Unidos en busca del sueño americano en 1920. Como si en el camino llevase impreso su destino, a diferencia de tantos que lo hicieron a través de la isla de Ellis, él entró en el país por Nueva Orleans, la ciudad de la magia negra y la hechicería. En 1931 se nacionalizó estadounidense. Ese mismo año, encarnó al Conde Drácula en el célebre largometraje de Tod Browning producido por Universal.
El cine de terror arrasaba en las pantallas como ya venía haciendo en las librerías. El gusto por los prohibido, lo misterioso y lo terrorífico estaba cada vez más de moda desde que la Europa del siglo XVIII comenzase a interesarse por el ocultismo.
Por supuesto, el relato de Bran Stoker no era el primero. En pleno Siglo de las Luces, el famoso benedictino francés Dom Calmet –cuyo nombre completo era Antoine Agustín Calmet– se había interesado por los relatos de vampiros, fantasmas y muertos vivientes en los Balcanes y había escrito Dissertations sur les apparitions des anges, des démons & des esprits et sur les revenans et vampires de Hongrie, de Boheme, de Moravie et de Silesie. Lo citan el padre Feijoo y Voltaire, nada menos. En España, se publicó hace unos años una edición con prólogo de Luis Alberto de Cuenca.
El caso es que Europa se desvivía por los relatos de miedo. Rafael Llopis, en su Historia natural de los cuentos de miedo, distingue géneros y tendencias (por ejemplo, el gótico, las “ghost stories”) y allí resplandece tenebroso el gran conde de Transilvania. En realidad, ya había ficción sobre vampiros: Horace Walpole, Polidori y Sheridan Le Fanu con su siniestra Carmilla, entre otros, habían ido acuñando las convenciones de un género al que Bran Stoker imprimiría, sin embargo, sus rasgos definitivos. Después de que publicase en 1897 su famosísima novela –que incluso Oscar Wilde celebró como una de las mejores jamás escritas– Drácula entró a formar parte de nuestro imaginario colectivo.


Nos gustan los vampiros; mejor dicho, esos vampiros: cultos, sofisticados, inteligentes, vencedores de la muerte y derrotados por ella a través de la sangre, la oscuridad y el tiempo, encarnaciones de algunos de los mitos más antiguos de la humanidad. Como Excalibur y las espadas mágicas, como los hombres-lobo y los dragones, Drácula y su séquito de vampiros pueblan desde entonces las noches de terror en el cine y las horas de lectura a la madrugada. Sin embargo, la presencia de lo fantástico en el cine de los años 20 y 30 sigue resultándonos asombrosa.
Como mostró Lotte H. Eisner en La pantalla demoníaca, hay toda una tradición literaria y cultural que encuentra su época dorada en el cine de la Alemania de Weimar. Podríamos rastrear, incluso, la relación entre aquel cine y el nazismo como hizo Kracauer en De Caligari a Hitler. Una Historia psicológica del cine alemán, pero la fascinación por el vampirismo y, en general, el terror, no se circunscribió a Europa. Saltó a Hollywood.
Bela Lugosi lo tenía todo para encarnar al conde más terrorífico de la pantalla. Por supuesto, no era como los retratos de Vlad Tepes –el verdadero empalador de Valaquia, guerrero contra los otomanos y defensor de la cristiandad en las fronteras orientales de Europa– pero eso era irrelevante. Lugosi era mejor con su acento, con su altura –medía 1,85–, con su capa y con su forma majestuosa de bajar las escaleras para recibir a Harker en el castillo de Transilvania. El cine no necesitaba beber de la historia real: podía recrearla.
En realidad, sigue recreando una y otra vez esos mismos mitos que encontramos en los cuentos para niños y que nos acompañan toda la vida: el viaje, las pruebas, la muerte, la lucha, el renacimiento… Si, en el Canto XII de la Odisea, Ulises descendía a los infiernos en busca del adivino Tiresias gracias a la magia, el cine nos permite adentrarnos en el mundo de los muertos para combatirlos, para conjurarlos.
Somos herederos de esa búsqueda insatisfactoria de lo sublime, llevamos más de dos siglos a tientas, con esa “nostalgia del absoluto” que evocó Steiner.
Sin embargo, nadie puede contemplar a la Górgona y seguir vivo. El vampiro nos seduce como Drácula, nos guía como Drácula a su morada (uno debe entrar por su propio pie en los dominios del no-muerto) y, como él, nos deja helados de terror durante casi 90 minutos. Somos herederos de esa búsqueda insatisfactoria de lo sublime que se inició en el siglo XVIII. Como Gaspar Friedrich en su mar de niebla y como Beethoven en la Tercera Sinfonía “Heroica”, buscamos sentir con la mayor intensidad. En busca del infinito, llevamos más de dos siglos a tientas con esa “nostalgia del absoluto” que evocó Steiner. En el camino nos hemos ido encontrando a estos vampiros ricos, atractivos y despiadados.
Por supuesto, el mito se ha ido adaptando a nuestro tiempo. Tenemos vampiros –y vampiresas– que se enamoran de mortales y los protegen. Hay cazadores de vampiros que protagonizan sagas como Blade y series de televisión que alcanzan grandes audiencias. Incluso el viejo Drácula se convirtió, allá por el año 1992, en el protagonista de una historia de amor a través del tiempo. Solo Gary Oldman ha logrado acercarse al gran Bela Lugosi, que murió hace hoy 61 años y que fue enterrado con la capa que lució cuando dio vida al vampiro más elegante del blanco y negro.