Ya está aquí la cuarta temporada de Black Mirror, la aclamada serie británica empeñada en plantearnos inquietantes reflexiones sobre el ser humano y la tecnología. El primer episodio, del que trataremos de extraer algunas ideas que consideramos interesantes, se titula “USS Callister”.
[A partir de aquí, comienzan los temidos spoilers]
Lo primero que conviene destacar es que no todos los episodios de Black Mirror son iguales, y no nos estamos con ello refiriendo exclusivamente al argumento y los personajes. Existe gran disparidad en la calidad e interés que ofrecen, de un episodio a otro, tanto las reflexiones propuestas como el grado de “verosimilitud científica” de los avances tecnológicos que se atisban en el no-tan-lejano horizonte. Muchos episodios se basan en desarrollos de la tecnología poco plausibles cuando no difíciles incluso de concebir o entender, y a veces unos capítulos corrigen a otros en éste u otros sentidos. Este primer episodio de la cuarta temporada contiene un poco de todo esto y algo más.
Tecnología: el error San Junípero


Por resumir brevemente el argumento de este capítulo, digamos que los guionistas se marcan un San Junípero a bordo del Enterprise. Robert Daly, un informático con claros síntomas de megalomanía e inventor de un videojuego de gran éxito que da de comer a los trabajadores de su pequeña empresa de software, crea un mundo a su medida basado en el juego al que puede enviar clones digitales de sus compañeros de trabajo.
Ni qué decir tiene que en ese mundo Daly es el amo de todo y el que pone las reglas, pudiendo dar órdenes a los demás personajes de su particular videojuego y disponer de ellos como quiera, reverso de la situación que enfrenta cada día en la oficina. Como era previsible, los demás no son, digámoslo así, demasiado felices en un mundo diseñado por y para satisfacer los rocambolescos caprichos de un inadaptado social.


La tecnología que posibilita estos desmanes, una suerte de software que permite introducir a las personas en un mundo con reglas parecidas al nuestro pero sin muchos de sus inconvenientes más desagradables (por ejemplo, la muerte), nos recuerda a un episodio anterior, San Junípero, en el que se realizaba un proceso similar que no implicaba la “clonación” informática de la persona, sino el traslado de su subjetividad a un mundo digital.
Este aspecto de la copia digital de una persona, que se obtendría introduciendo su ADN en un cachivache, cuenta con serios inconvenientes que no han podido resistir las exigencias del guión, como el hecho de que los clones tengan los recuerdos de las personas hasta el instante en que la muestra de ADN es sustraída. Sabíamos que las largas cadenas de ácido desoxirribonucleico podían contener cantidades ingentes de “información”, pero no que tuviesen capacidad para almacenar recuerdos y demás impedimenta.
Más allá de este detalle, la cuestión del traslado o la copia de la persona vía software choca con un serio problema de naturaleza existencial, expuesto hace ahora dos siglos por Mary Shelley, ¿cómo demonios se hace para transvasar la consciencia humana a un nuevo y reluciente envase de naturaleza física o digital?


El problema de la consciencia no acaba de ser entendido por los profetas del cientifismo radical. Los partidarios de la potencia “omniexplicativa” de la ciencia se mueven entre la explicación panpsíquica (véase el interesantísimo artículo de Rafael Pou LC sobre la inteligencia artificial), que implica que todo objeto tiene subjetividad, y la materialista extrema que concibe esta consciencia como una mera ilusión que escapa del campo de estudio de la ciencia y, por tanto, no interesa. Pero lo cierto es que la propia ciencia no es sino un producto de la capacidad de abstracción humana, es decir, que no podría darse fuera de esa consciencia que distingue a los seres vivos de los inermes.
Desde el punto de vista epistemológico, el conocimiento de la realidad no solo se realiza mediante la observación directa, sino que se completa en una segunda fase de carácter reflexivo en la que la persona se observa a sí misma observando dicha realidad. La observación de la realidad, de carácter sensorial, es accesible a la máquina, pero la consciencia, reflexiva respecto de la realidad, de uno mismo es un fenómeno de naturaleza bien distinta, que implica la adquisición de una subjetividad. Esa propiedad particular, que posee por ejemplo el diseñador de software, no puede ser generada por ninguno de sus algoritmos. Un programa de ajedrez puede vencer al ser humano, pero en realidad no hace sino comparar entre millones de posibilidades y elegir la óptima dada la situación. Puede incluso imitar los procesos de aprendizaje, archivando nuevas situaciones a partir de partidas jugadas, pero no puede adquirir la conciencia de su propia subjetividad, conocerse a sí mismo jugando al ajedrez, ni aplicar la capacidad de abstracción a la creación voluntaria y consciente de nuevas situaciones.
A esta capacidad de “conocerse conociendo” de manera reflexiva, propia de los seres vivos, es preciso añadir, en el caso de ser humano, la de tomar decisiones y adoptar criterios de tipo moral. Un león no decide matar a una gacela, sino que actúa de ese modo en función de sus instintos. El ser humano, en cambio, es libre para elegir en el sentido moral, lo que aporta a su existencia otro aspecto igualmente inaccesible a la por muchos sobrevalorada “inteligencia artificial”.
Ser humano y sociedad: el valor de la distopía
Esta y otras posibles críticas a las previsiones tecnológico-científicas del episodio y de la serie en general pueden ser compatibles, como sucede en toda la ciencia-ficción, con un producto interesante que nos plantee reflexiones más o menos serias (el sentido del humor es también fundamental en este capítulo) sobre cuestiones relativas al ser humano y la sociedad. Dicho de otro modo: la ciencia-ficción y la fantasía no son géneros antagónicos, sino complementarios, que de hecho suelen compartir a la mayoría de sus fans.
Como bien ha indicado nuestro Ignacio Pou, Black Mirror no es una distopía tecnológica, sino una distopía a secas. Es decir, lo relevante no son los nuevos dispositivos que el hombre imagina y sus fascinantes posibilidades, sino el eternamente controvertido asunto de la corrupción humana. Por ello una lectura exclusivamente tecnológica de esta serie de TV resultaría, además de incompleta, injusta.
El subgénero de la distopía destaca por tratar de apercibir sobre el mal (dis-) camino al que nuestras sociedades son conducidas cuando las ideologías tratan de llevarnos a un lugar que no existe o utopía. Si bien el término aún no está reconocido por la RAE (demasiado ocupada en asimilar vocablos como “papichulo” o “amigovio”), el subgénero goza de pleno vigor con productos como Black Mirror. En contra de lo que suele pensarse, Un mundo feliz (1932) de Adolf Huxley no fue la primera distopía, lugar que correspondería, hasta donde nosotros conocemos, a Señor del mundo (1907) del sacerdote católico Robert Hugh Benson.
Los profetas y adalides del cientifismo radical tienden a ignorar negligentemente un aspecto fundamental del desarrollo humano, tanto individual como colectivo, como es el de la propia naturaleza del ser humano y de las comunidades que conforma. Viene a la memoria un diálogo del personaje interpretado por Michael Caine en la película Interstellar (2014) que, ante una seria amenaza para la humanidad, afirma “tenemos que pensar como especie”. Con independencia de lo acertado o no de dicho pronóstico ante una situación de crisis, lo cierto es que el “cientifista” tiende a admirar especies que, como las hormigas o abejas, se organizan disciplinadamente en torno a una única mente. No en vano, una gran proporción, mayor que en otros ámbitos, de personas con educación científico-técnica son partidarios de una sociedad y una economía planificadas. Estos “tecnócratas” aborrecen los resultados que produce la libertad individual, que perciben como descoordinación causante de injusticias.
Lo cierto es que ese tipo de sociedades ideales, basadas en la aplicación a los asuntos humanos de los principios científicos que operan sobre la materia inerte, suelen ser el objetivo utópico de las ideologías que nos llevan indefectiblemente al desastre. Suelen estar basadas en una arrogante ignorancia, una suerte de “epistemofobia”, hacia otros tipo de conocimiento distintos de los puramente científicos. Esta ignorancia ataca especialmente a las humanidades y a las ciencias sociales. En ambos campos existe una base de conocimiento adquirido a lo largo de la historia de la humana que es despreciado por no ajustarse a la metodología propia de las ciencias experimentales.
En el caso de las ciencias sociales el problema es aún mayor, pues en éstas se ha tratado de imitar la metodología propia de las ciencias naturales, llevando a conclusiones que enfatizan los aspectos puramente materiales de los fenómenos e ignoran cualquier otro tipo de influencia en procesos de naturaleza compleja como la formación y el funcionamiento de las comunidades humanas.
Ya estamos aquí…
Resulta obvio que el ser humano no ha sido creado para organizarse en comunidades estilo hormiguero o colmena, pues son otro tipo de principios distintos de la jerarquía radical los que están detrás del éxito o fracaso de sus sociedades.
Más de siglo y medio antes de la obra de Adam Smith, el jesuita español Luis de Molina caracterizó, junto a los órdenes de lo humano y lo natural, un “tercer orden” que afecta a los asuntos humanos pero no está motivado por la voluntad humana. Cuando los hombres actúan con libertad pero respetando ciertos principios morales (que hacen posible la libertad simultánea de las distintas personas) la comunidad florece y se desarrolla de manera natural.
Ningún poder público puede intentar sustituir a cada persona en la toma de sus decisiones cotidianas sin llevar al conjunto de la comunidad al desastre. Este principio, que no es incompatible con la actuación subsidiaria del Estado en asuntos que las personas no pueden acometer aisladamente, es obviado cuando desde una subjetividad particular se pretende gobernar las cosas “de una determinada manera”, que dicha subjetividad, sin tener acceso a la información y percepción disponible por otras, considera óptimas.
En el episodio USS Callister, los personajes que han sido clonados para vivir en un nuevo mundo virtual no son precisamente felices, pese a que viven en un mundo que Mr. Daly considera ideal y extremadamente apetecible. Tanto si son capaces o no de percibir la belleza del entorno y la armonía de las situaciones como si comparten o no con entusiasmo los objetivos del líder y señor de su mundo, deben ajustarse al diseño que el humano (y freak) Daly considera óptimo, no pudiendo desarrollar la libertad que por naturaleza permitiría llegar a crear una comunidad orgánica (freaks incluidos) en la que cada uno puede desarrollar sus inquietudes y aptitudes.
Tampoco esa sociedad libre sería precisamente un mundo perfecto, pues, como en la oficina de Daly, las mezquindades y miserias humanas, tan habituales en un mundo caído, nunca dejarían de estar a la orden del día.
El mundo no es (a continuación, spoilers de la vida misma) un lugar perfecto donde vivir bajo total armonía y plena felicidad. Pero los intentos de hacer un mundo mejor mediante diseños concienzudamente planificados, y aquí está el verdadero valor de la distopía como género, no solo no mejoran las cosas sino que tienden a empeorarlas considerablemente.
El peligro de las sociedades futuras no viene de maléficos y espectaculares inventos, sino de la incomprensión de la naturaleza del hombre y de la sociedad. Los monstruos que produce el sueño de la razón nacen de la búsqueda de soluciones centralizadas que ignoran aspectos fundamentales del desarrollo humano, como la moralidad. El comportamiento según ciertas normas que, pudiendo resultar limitativas para el individuo, resultan positivas para la comunidad, tiene su base en el amor al prójimo. La negación o relativización de estos elementos fundadores y promotores de nuestro desarrollo cultural y humano abre la puerta a las distopías que están por venir.

