Corre el año 1939 y Europa se encuentra al borde de la II Guerra Mundial. El Dr. Sigmund Freud se ha instalado en Inglaterra tras huir de una Viena invadida por los nazis. Un joven profesor de la Universidad de Oxford visita la consulta londinense del padre del psicoanálisis dispuesto a librar un duelo por todo lo alto. ¿Pudo ser C. S. Lewis? En” La sesión final de Freud”, representada hace algún tiempo en los escenarios de Madrid, se juega con esta posibilidad.
En el rincón izquierdo un octogenario y moribundo Dr. Freud. Ateo declarado, toda su vida había librado una batalla encarnizada contra lo que consideraba uno de los peores males que aquejaban a la humanidad: las cosmovisiones espiritualistas. La religión, para él, no era otra cosa que un conjunto de fábulas fantasiosas absolutamente irreconciliables con la ciencia, único conocimiento capaz de acercar la verdad al hombre. Sus obras, tanto divulgativas como científicas, han jugado un papel muy significativo en la secularización de nuestra cultura.
En el rincón derecho un cuarentón C. S. Lewis. Escritor muy prolífico, creyente convencido, apologeta y fuerte defensor de la fe basada en la razón. Tras su conversión al anglicanismo, C. S. Lewis, criticó duramente los argumentos de Freud contra la cosmovisión espiritualista, argumentos que conocía muy bien, pues eran aquellos que había utilizado años atrás para defender su propio ateísmo. Cuando Lewis, profesor de filosofía y literatura, empezó a dar clase en Oxford, los escritos de Freud ya habían enraizado con fuerza en el pensamiento de la época.
¡Ding-Ding-Ding! ¡Comienza el combate! La Literatura, la sexualidad, el amor, la moral, la felicidad, el mal o el sufrimiento humano se sientan en el diván de la consulta londinense mientras ambos contendientes intercambian golpes. El combate está igualado hasta que en el ring aparece la que ambos consideraban la pregunta más importante que todo hombre se plantea a lo largo de su vida: ¿Dios existe? Ambos habían experimentado unos anhelos de sentido muy profundos que les habían perseguido durante toda su vida, una extraña y secreta nostalgia, pero mientras uno los interpretaba como señales indicadoras del creador, otro tildaba de absurdo ese anhelo infundado en el corazón del hombre.
Las primeras experiencias vitales de Freud y Lewis muestran un paralelismo asombroso. Grandes intelectuales que ya desde pequeños tuvieron pérdidas muy importantes en sus vidas. Ambos tuvieron complicadas relaciones paternas, recibieron una educación muy temprana en una fe que aceptaron nominalmente y desecharon temprano por su inconsistencia. Ambos recibieron una formación que les condujo al ateísmo y tenían la convicción de que las ideas religiosas eran pura fantasía. Lewis, sin embargo, acabó abandonando el ateísmo, abrazando una cosmovisión que había considerado como un sinsentido durante muchos años. ¿Cómo se explica este cambio tan radical?
Al acabar la primera guerra mundial Lewis estudió filosofía y literatura inglesa en Oxford. Durante esos años Lewis leyó con fruición a autores como George MacDonald y Chesterton, de los que destacaba su sentido común y sus razonamientos, que le parecían mucho más serios que los de los autores ateos contemporáneos. Además en la lectura de Platón, Esquilo o Virgilio, autores que tenían una marcada cosmovisión espiritualista, Lewis encontraba más verdad que en autores como Voltaire o Gibbon, que aunque le entretenían, le parecían demasiado simples y poco profundos.



La sesión final de Freud
Una vez acabara sus estudios en filosofía y literatura, pasó a formar parte del claustro de profesores del Magdalen College y fue allí donde nuevos amigos acabarían derribando sus viejos prejuicios. Tras leer “El hombre eterno” de Chesterton, por primera vez en su vida la concepción cristiana empezaba a cobrar sentido. Platón, Dante, MacDonald, Herbert, Barfield, su amigo Tolkien,… todo el mundo y todas las cosas se habían unido en su contra. Sintió entonces que su Dios filosófico empezaba a agitarse y a levantarse, poniéndose en pie y convirtiéndose en presencia viva, mientras renunciaba a la discusión se limitaba a decir: “Yo soy el Señor”. La filosofía había dejado de ser un juego lógico para cobrar vida.
Y así llegamos al combate de esta noche. Los planteamientos de Freud con respecto a la existencia de Dios tienen la fuerza de los de un hombre que lo ha vivido todo. Sus ideas están defendidas con la ferocidad de aquel que pelea sabiendo que la muerte le pisa los talones. Su pensamiento ha madurado y ha llegado a su culmen y él sabe que en este su último combate, no pelea contra Lewis, pelea contra Dios y morirá matando. Lewis, con tan solo 41 años, hace de mera comparsa. Los golpes le llueven por todos lados y aunque los encaja con elegancia es incapaz de responder a ellos. Está contra las cuerdas, sus golpes dirigidos desde la distancia de su fe intelectualoide se estrellan contra el muro de la experiencia freudiana.
Sigmund pega desde el corazón, con la rabia y la pasión del que sabe que sus creencias se basan en lo que ya ha vivido. Lewis pelea con la cabeza, le falta mucho por vivir y en esta situación lo único que puede hacer es evitar desangrarse. Tendido en la lona el escritor inglés observa como el psiquiatra austriaco se proclama vencedor. Pero los jueces se huelen la trampa… suben a Freud en la báscula y efectivamente, va pasado de peso, está en otra categoría.
A principios de 1950 C. S. Lewis conoció a una mujer norteamericana llamada Helen Joy Gresham. Helen era una persona inteligente que se sentía fuertemente atraída por Lewis pero éste, poco acostumbrado a mostrar sus sentimientos y a abrirse a los demás, fue muy reacio a mantener una relación sentimental con ella. Varios años después, para evitar la repatriación de Helen, contrajeron matrimonio. Tan solo unos meses después, a Helen le diagnosticaron un cáncer de huesos. Fue a raíz de su enfermedad cuando Lewis se dio cuenta de los verdaderos sentimientos que tenía por ella y fue en marzo de 1957 cuando ambos decidieron contraer matrimonio cristiano.
Ese mismo año Helen se recuperó visiblemente de su enfermedad y ambos pudieron disfrutar de un año sin que apenas nada pudiera interponerse en la felicidad de la pareja. El amor que se profesaban era por entonces evidente, por primera vez C. S. Lewis se había entregado a alguien por completo y había abandonado su racional torre de marfil, en la que se sentía a salvo de sus sentimientos, para ponerse en juego. Pero el cáncer retornó en 1959 y tan solo un año después acabó llevándose la vida de Helen.
Este duro mazazo hizo temblar los cimientos de la fe de C. S. Lewis. Esa fe que estaba lejos de proporcionarle paz y sosiego se había convertido ahora en un problema. La fe no le hacía la vida más fácil, al contrario, volvían las preguntas del pasado. No entendía como un Dios bueno era capaz de arrancar de sus brazos esa felicidad por tantos años negada.
El amor de Helen le había transformado, ya no podía vivir nunca más como había vivido hasta ese momento, manteniendo una fe de boquilla sostenida únicamente con argumentos racionales y discursos intelectuales. Tuvo que pelear contra sus miedos y sus inseguridades y en esa lucha volvió a encontrarse con el Señor, que era el único capaz de dar sentido a su vida.
Eso sí, a partir de entonces sus textos habían abandonado ese lenguaje frío y racionalista, sus discursos se habían transformado, ahora gozaban de una vida de la que antes carecían. Ahora si hubiera estado preparado para pelear con el Dr. Freud, pero ya era tarde. La experiencia le había transformado en alguien distinto, se había convertido en alguien mucho más humano y su fe había ganado enteros.


Este artículo fue publicado primero en la web del Instituto Newman, con cuyo permiso es reproducido aquí.