Es peligroso, en estos días, pasearse por las calles de King’s Landing. Miles de fans se han echado al monte, cual Sparrows en armas, pidiendo en una bandeja de plata la cabeza de los grandes septons David Benioff y D.B. Weiss. O por lo menos, una procesión pública (Shame! Shame!) pidiendo perdón por sus infamias, en un acto penitencial que les librará de ser inmolados en una pira (justa y necesaria reparación al Señor-de-los-finales-comme-il-faut). Si todo sale bien y la plebe no se entusiasma en su venganza, se les permitirá huir hacia el Muro, “take the black” y pasar el resto de sus días congelándose en el Norte, acompañados, eso sí, por su mascota favorita.
Pero ¿será realmente su culpa? Es bien sabido que G.R.R. Martin no es fan de los finales Disney, y que ironizaba, por ejemplo, sobre el final de Star Wars (El Retorno del Jedi), con sus ewoks comiendo perdices e inmersos en festivas danzas tribales. Aún así, personalmente hubiera preferido un final en plan El Padrino, con Daenerys, loca como una cabra, sentada en el trono y recibiendo el homenaje de los señores de la guerra, convertida en la perfecta encarnación de lo que quería combatir, a la confusa mezcla agridulce que nos ha servido la serie.
Pero dejemos a un lado las preferencias de cada cual para comentar un poco más a fondo algún aspecto del polémico final. Podría ser, por ejemplo, la idea de las historias como forja de la unidad de un pueblo, que subrayó Echenique en twitter, y la ambigüedad que contiene (¿se trata sólo de otra mentira, de otra sombra en la pared, como la legitimidad basada en en el Trono de Espadas? ¿son las historias sólo otra arma más en la guerra por el poder, o apelan a una verdad subyacente?). Pero prefiero ahora analizar un poquito, a toro pasado, el destino de Daenerys Stormborn Targaryen, Madre de Dragones y Rompedora de Cadenas, y ese giro tan interesante que protagonizó en el denostado episodio de las campanas.


Y para esto nos podemos imaginar este análisis ideal como una melopea democresiana en algún oscuro bar madrileño, con sus sillas altas y sus entrevistadores barbudos, con su photocall democresiano de alumni UFV detrás…y en un círculo, Daenerys, Tyrion y el High Sparrow, departiendo animadamente con Joseph Ratzinger, hablando de ética, de política y de dragones.


Abriría la conversación, probablemente, Tyrion, evocando su conversación con Jon-el-héroe-trágico-Snow acerca de la Reina Loca: si se le veía venir, hombre, de qué os escandalizáis. Jamás os preocupó que Daenerys fuera cruel y despiadada con sus enemigos, porque estabais convencidos de que su causa era buena. Página a página, episodio a episodio, os convencisteis de que siendo buena gente Daenerys no iría a ninguna parte, y de que si quería traer el cielo a la tierra, tenía que ponerle de vez en cuando una vela al diablo. Un buen fin puede justificar los medios, y un exceso de reparos con las “small mercies”, en cambio, puede ser un capricho que el héroe no puede permitirse. Y se lo comprasteis. Aceptasteis a Maquiavelo como compañero de viaje, y ahora os extraña levantaros mojados. Daenerys no se sometía a la ética (como intentaba hacer Jon), sino a la escatología: al Paraíso en la Tierra que estaba llamada a traer, a su destino, escrito en los astros, de rompedora de cadenas y destructora de la Rueda.
No deja de ser irónico, en ese sentido, que Pablo Iglesias hiciera de la khaleesi su bandera: porque Daenerys ha acabado convirtiéndose en una especie de Gran Hermana de su peculiar comunismo soviético. Porque su relato de la Sociedad Perfecta le coloca automáticamente del lado de los buenos, de la dirección hacia la que el Espíritu Absoluto guía la Historia, y porque en ese proceso, la libertad de los que no forman parte de esa élite iluminada es sólo un “optional”.
Y aquí es donde entra Ratzinger el teólogo, que nos recuerda, como hizo en su “Iglesia, ecumenismo y política”, que el Estado no es la totalidad de la existencia humana, y no abraza ni debe abrazar la totalidad de la esperanza humana. Cuando el Estado pretende convertirse en la fuente primera de la legitimidad, o en el responsable de llevar su fin último a los hombres, se convierte en demoníaco y totalitario. El ámbito del Estado, el faro de su acción, no debe ser la escatología, sino la ética. Su objetivo no es el Reino de los cielos, sino el bien común. Un bien común que la Iglesia entiende como un conjunto de condiciones de la vida social que el Estado debe procurar para permitir a grupos e individuos conseguir más plena y fácilmente su propia perfección. Es decir: el Estado debe proporcionar un tablero de juego justo, y un contexto favorable al desarrollo integral del hombre. Pero no es su función abarcar la totalidad de la vida humana, ni sustituir la libertad del individuo en su búsqueda del sentido último de su vida, en su búsqueda del Omega. Ni está autorizado, para lograrlo, a situarse más allá del Bien y del Mal, con el pretexto de que sólo así se vencerá de forma definitiva a la Serpiente. Porque ninguna estructura podrá desterrar el mal definitivamente de nuestra sociedad, y porque cada generación -y cada hombre- deberá optar libremente por el bien o por el mal en su vida, y en cada una de sus acciones. Ignorarlo acaba aplastando a ser humano, y convirtiéndolo en un esclavo sometido al sistema en pro del “Greater Good”.
Si se quiere acabar con la tiranía, la solución no es aplastarlo mediante la fuerza física, sino suscitando las fuerzas morales de nuestros conciudadanos, apelando a la verdad y al bien. Ello requiere hombres capaces de abrir la boca y llamar a las cosas por su nombre, como Tyrion. Capaces de luchar por medio del lógos para crear orden en medio del caos, que diría Jordan Peterson. Y esto supone hombres también dispuestos a ser mártires, a sufrir por causa de la verdad, porque sólo ese tipo de disposición da verdadera libertad frente al poder político. Porque el cristianismo no comienza con un revolucionario, sino con un mártir. Porque, como dice Berdiaev, “la verdad, clavada en la Cruz, no fuerza a nadie, no obliga a nadie. Se descubre y se acoge solo en la libertad. La verdad crucificada se dirige a la libertad del espíritu humano”. Es esa la naturaleza y el origen de su basileia, de su realeza, como le explicaba Jesús a Pilato, y no los ejércitos de este mundo. De cada uno dependerá decidir si “bend the knee”, si dobla la rodilla ante la verdad y el bien presentados ante su conciencia.
Naturalmente, aquí más de un lector saltará indignado – y con razón- diciéndome: “Médico, ¡cúrate a ti mismo!” ¿Por qué no miras la viga en tu ojo antes de ponerte a echar gotas en el del vecino? ¿Qué me dices de la Iglesia medieval y de la Inquisición? ¿Qué me dices del High Sparrow?
Y aquí es donde le daré toda la razón: efectivamente, la bandera de Daenerys no es tan distinta del relato del High Sparrow: ambos son de naturaleza religiosa, y es por ello que ambos suscitan tanto entusiasmo en sus seguidores. Ambos son fundamentalistas: símbolo del fundamentalismo religioso el uno, y abanderada de un fundamentalismo religioso secularizado – como es el marxismo- la otra. Fundamentalismos ambos que parten de la impaciencia de querer adelantar por la fuerza lo que en esta vida sólo se puede lograr – y de modo parcial – por medio de la libre adhesión de las libertades individuales.
Es paradigmática, en ese sentido, la Leyenda del Gran Inquisidor, de Dostoyevski, en el que el anciano eclesiástico juzga y condena a Cristo por crear a los hombres libres, y se jacta de haber corregido su error, sustituyendo la cruz por las armas del César, las palabras de Cristo por las tentaciones de Satanás… y qué duda cabe de que a menudo los cristianos han cometido ese pecado.
El filósofo ruso Soloviev habla de la tentación del que, creyéndose en posesión de la verdad y el bien, se siente llamado a imponerlo en el mundo por medio del poder, y habla de ese susurro diabólico que reza así:
No por ti, sino por la gloria divina y el bien del mundo, por amor de Dios y del prójimo, debes dirigir tu voluntad y todos tus esfuerzos a someter el mundo a la voluntad suprema, conduciendo los hombres al Reino de Dios. Ahora bien, para alcanzar este fin, debes poseer los medios necesarios para actuar con éxito sobre el mundo y en el mundo: debes, sobre todo, conseguir poder y autoridad superiores a todos los demás hombres, que someterás a ti para conducirlos a la única verdad que es su salvación. Con todos los hombres, por tanto, debes buscar el poder y la fuerza en el mundo.
Evidentemente, se trata de una tentación: la tentación de los “buenos”. La tentación de Danny, que cree que puede conseguir el Paraíso por medio del poder…y que está dispuesta, para alcanzar ese poder, a ponerse más allá del Bien y del Mal, a situarse en la cúspide de la pirámide de los valores; a identificarse con Dios. Y todo gobernante que hace esto, como indica Jordan Peterson, se convierte en una encarnación del arquetípico Egipto bíblico: se convierte en tiranía. El mismo enemigo que pretendía combatir.

