No sé si un fan de Mad Men se encontrará a gusto con la familia Donovan. Los Donovan de Boston no tienen nada de la elegancia y seducción de los despachos de Steerling Cooper. Lo suyo es la picaresca de los bajos fondos, el trapicheo, el boxeo, la droga y la fidelidad salvaje de la manada.
La serie que tiene a Don Draper como protagonista es, como la llama un buen amigo “un culebrón de lujo”, mientras que la segunda es un policial al revés, un drama criminal pasado por el tamiz del realismo sucio. Ray Donovan es el tercero de una familia de origen irlandés (cómo no, son de Boston) que se dedica a resolver los enredos de la clase alta, ¡qué digo!, de ese colectivo semidivino que integran los ricos y famosos. Un Sr. Lobo de la farándula de Los Ángeles.
[A partir de aquí spoilers]
Ray es el tipo al que hay que llamar cuando un travesti me extorsiona, un fan me acosa o cuando no sé qué hacer con un cadáver. Ray no duda, actúa. ¡Qué distancia con la complejidad psicológica del indeciso Don Draper! Y sin embargo, ambos personajes están cortados por la misma maldición postmoderna, la eterna adolescencia también llamada en filosofía “existencia estética”.
Ray Donovan no va tanto de la vida de un solucionador profesional como de la fobia de una sociedad entera por las consecuencias que se derivan de sus propios actos. Así como Don Draper está enredado en sí mismo, sin avanzar jamás, dando vueltas en una espiral infinita de “y si”… el mundo de Ray Donovan es un campo de juego, donde no hay nada que sea irreversible, tabú o punto de giro. El trabajo de Ray es remover los obstáculos a sus clientes para que estos puedan vivir un entretenimiento sin fin. Y el mismo Ray se ve también enredado en el juego, haciendo (o deshaciendo) sin parar, pero sin saber muy bien porqué. El tópico “lo hago por la familia” es tan tremendamente hueco que es imposible aferrarse a él: al igual que Don, Ray no tiene la más remota idea de cómo lidiar con su mujer y sus dos hijos.
Lo que me parece muy sintomático es que ante este retrato del hombre contemporáneo desamparado de sentido y orientación en la vida, en las dos series, los guionistas se han visto en la necesidad de explicarlo mediante la tragedia freudiana: tanto Don como Ray tienen un jodido pasado que los ha determinado esencialmente en lo que son ahora, una infancia frustrada, una culpa ajena que les… ¿salva?
Es sintomático que los guionistas de ambas series se hayan visto en la necesidad de explicar a Don y Ray desde la tragedia freudiana que les ¿salva? de la culpa.


A esta eterna excusa tan presente en nuestros días, le vendría bien enfrentarse a la obra El hombre que quería ser culpable, del escritor danés Henrik Stangerup, en la cual el protagonista asesina a su mujer y debe luchar contra los psicoterapeutas del juzgado y la sociedad entera que le niegan la posibilidad de asumir cualquier responsabilidad. ¿Dónde quedaron los Atticus Finch y los Will Kane de la pantalla, esos papeles de caballeros frágiles pero sin excusas que Gary Cooper, James Stewart o Gregory Peck nos regalaron en una época dorada?
Don Draper huye despavorido del tedio como de un demonio, mientras que Ray Donovan intenta redimirse resolviendo los callejones sin salida en los que su padre y sus hermanos acaban siempre metiéndose, pero sin querer nunca afrontar los suyos propios.
Dicho todo esto, me quedo con la serie del matón irlandés. Porque aparte de esta línea filosófica-argumental que Ray Donovan comparte con Mad Men, la serie cuenta con un más que sólido reparto empezando por la celebrada dupla Liev Schreiber-Jon Voight que revientan la pantalla en llamas cada vez que comparten escena. Y porque cuenta además con ciertos latigazos de humor que la solemne Mad Men soporíficamente evita (atentos a la relación entre Mick y su hijo negro, Daryll, os echaréis más de una carcajada).
Así que, si creíais que las series de calidad se habían acabado, llamad a Ray.