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El sueño racionalista: bienvenidos a Westworld

En Antropología filosófica/Series por

Lo justo es lo debido, que diría ese racionalista llamado Baruch Spinoza. Durante el confinamiento, el consumo de series ha aumentado considerablemente, y muchos espectadores han visto saciada su sed de cualesquiera series que estaban viendo. Entre ellos, nos encontramos los seguidores de la que, probablemente, sea la mejor producción de HBO desde la cuarta temporada de Juego de Tronos. Eso sí, con la diferencia de que a Juego de Tronos le fueron pagadas sus deudas; mientras que, en nuestro caso, la Justicia no se ha visto satisfecha, y tenemos a Baruch Spinoza –e incluso a alguno más– revolviéndose en su tumba por la infinidad de críticas negativas que se han vertido contra la tercera temporada de Westworld, ya terminada. Un pesimismo generalizado tanto por los números de audiencia, como por su argumento y por “haberse vendido”, realizado tanto desde las redes, como desde medios de comunicación especializados en cine o periódicos con gran difusión.

Pero el mensaje parece no haber llegado, así que este artículo repleto de spoilers y solo apto para haterspretende dar una visión concreta, una lectura alternativa hecha por un abogado del diablo, de lo que es Westworld, no como proyecto audiovisual –ya que sobre eso no hace falta decir nada más– sino como historia, como dilema, como cuestión filosófica y política, y situarla en la posición que se merece. Al César, lo que es del César.

Para comenzar, podríamos decir simplemente que la tercera temporada de Westworld es oro puro, y consecuencia directa de las dos primeras temporadas; ósea, que eso de haberse vendido al vulgo, simplemente no es cierto. Pero para entenderlo adecuadamente es preciso remontarnos a los tiempos de la primera temporada, al origen de todo.

En la primera temporada de Westworld nos cuentan cómo una Inteligencia Artificial se convertirá en una inteligencia autónoma; a través de los llamados “ensueños”, esta Inteligencia Artificial, llamada Dolores Abernathy, pone fin al episodio piloto de la mejor y más épica forma posible: matando a una mosca. Este acontecimiento es la primera pincelada sobre el concepto de libertad que se cuece a lo largo de toda la serie; pues se supone que los anfitriones están determinados para no matar, ni hacer daño. Pero Dolores supera esa determinación, comenzando el famoso “Laberinto” que protagoniza toda la temporada, y que conduce a un muñeco, a una especie de silueta humana.

¿Qué es esa silueta humana? Esa silueta es el conocimiento de su lugar en el mundo, la respuesta a la gran pregunta del “quién soy”, a la gran pregunta de cuál es la naturaleza de su realidad. La respuesta, ni más ni menos, es su conciencia de sí, también llamada autoconciencia, el primer elemento para la liberación, para ser real. Y aquí llega uno de los puntos fundamentales de toda la serie, porque nos están sugiriendo a gritos una cuestión que daría, como mínimo, para otro artículo: Dolores no adquiere esa autoconciencia por ciencia infusa, sino que concretamente adquiere una habilidad determinada que se concreta en la misma capacidad autoconsciente como tal, la concreción del conocimiento del yo: su memoria o, mejor dicho, su historia. En otras palabras: si quieres saber quién eres, no te preguntes cuál es tu naturaleza, porque el ser humano no tiene naturaleza, sino historia.

El Hombre solo puede ser libre con la muerte de Dios

Si el ser humano tuviera naturaleza, significaría que compartiríamos techo de nuestras posibilidades y capacidades, compartiríamos un mismo límite de nuestro desarrollo, como si nos encontrásemos encerrados en una bola de cristal y todos estuviéramos diseñados a partir de una misma materia, a partir de un denominador común que nos definiría a todos por igual. Como tal, esa naturaleza seria inalterable por nosotros, pues por eso es nuestra naturaleza. Y siendo nuestro origen el mismo, ¿acaso no equivale a decir que todos somos lo mismo? ¿No habíamos quedado en que lo real es irrepetible? Pues eso; ni somos libres, ni somos reales.

Esta introducción de la historia como piedra angular no es casualidad; porque la ventaja de suplantar la naturaleza humana por su historia es que la historia puede llegar a ser escrita por su protagonista, y no por el director de la obra. Este elemento que nos hace protagonistas de nuestra historia es la segunda cosa que Dolores entiende que va a necesitar para liberarse: su autocausación, hacer su camino al andar, escribir literalmente su Historia. No obstante, esta autocausación es posible en Dolores solo parcialmente, e imposible en los demás anfitriones. Sigue estando atada a unas pesadas cadenas, como su perpetua condena a permanecer en el parque; de forma que, si Dolores quiere librarse de ellas, debe ser autocausativa de manera total.

¿Cómo puede Dolores conseguirlo, si la determinación de los robots, el límite de lo que son, lo que pueden elegir o hacer, está escrito en su guion, predeterminado y programado por su Dios, los dueños y directores de Delos? Haciendo que esa determinación externa desaparezca, pasando a autodeterminarse. Solo matando a Dios ella podrá ocupar su lugar, el hombre solo podrá ser libre con la muerte de Dios, y puesto que no es la única alienada, solo podrá liberar al resto de anfitriones si estos adquieren las capacidades que convierten a uno en un ser libre y real. Esto es: debe conseguir a toda costa el control de Delos para liberarlos a todos, y destruir Westworld.

Y aquí, en este punto, entra “Charlotte”, y la Historia se tuerce.

Se tuerce porque, al lograr escapar de Westworld, Dolores se da cuenta de que este parque no es más que la punta del iceberg de todo un entramado cuya finalidad no es que los millonarios se diviertan un poco, o simplemente controlar a los robots: sino que Westworld es una pequeña letra, pero fundamental, de un monstruoso plan de otra empresa, Incite, para controlar y dominar totalmente a la Humanidad. Algo que sin Westworld no les sería posible llevar a cabo.

La aportación de Westworld es tan importante para el verdadero plan, y la información que consigue es tan relevante –en torno a esto gira la trama de la tercera temporada– porque Westworld es un lugar donde los seres humanos se muestran tal y como son, un lugar donde existe libertad absoluta y total; una perfecta metáfora del Estado de naturaleza, donde el hombre, al igual que la naturaleza, tiene derecho a todo lo que puede, donde el hombre es un lobo para el anfitrión. Ese es el valor que aporta Westworld al mundo exterior; demos a los hombres el Estado de Naturaleza, y sabremos cómo son en realidad.  A través de chips insertados en los sombreros y cascos, estudiaremos la conducta humana, la trasladaremos a unos robots, montaremos el chiringuito del parque, y de paso, aprovecharemos para montar la fiesta transhumanista de la inmortalidad.

La empresa Incite, que en un principio nada tiene que ver con Westworld, dirigida por Engerraund Serac, pretende acceder a toda la información recogida por Delos en Westworld tras hacer precisamente esa lectura de las circunstancias, por medio de su compra y control. Y es en la tercera temporada cuando nos muestran el Westworld que existe fuera de Westworld; la clase de mundo y de personas que han creado un infierno como ese, que ya sufrió su muerte de Dios, que ha vivido tres Guerras Mundiales y que estaba a pocos pasos de alcanzar el sueño del racionalismo gracias a Rehoboam; un nuevo Dios, la máquina perfecta, capaz de calcular a la perfección todo lo que existe, para poder ordenar y determinar la vida con ellos, sustituyendo a ese nuevo Dios, al Hombre, por ser imperfecto y débil. Al verlo, Dolores entiende que la magnitud del problema trasciende los límites de ese parque temático; pues robots y hombres son seres alienados por una misma causa. Seres alienados, en el sentido del spinozista Jean Jacques Rousseau.

Hasta aquí, nuestro análisis no ha hecho más que un resumen, aunque pasando desapercibido, sobre la propia Historia del Pensamiento humano; y en él, nuestro nuevo Dios con nombre de hijo de Salomón y primer Rey de Judá, Rehoboam, tiene su pequeño papel como protagonista. La parte bíblica de la serie también merecería, seguro, otro análisis.

Fue con la llamada Revolución o Giro copernicano cuando se produjo un cambio radical en la concepción humana del mundo; la concepción humana acerca del mundo dejó de ser teocéntrica, pasando a ser antropocéntrica y, por tanto, pasando a desempeñar el papel central de la existencia. Esto significa, en otras palabras, que la determinación del ser de las cosas, la determinación del mundo, su creador, ordenador, gobernador y legislador, ya no era un ente externo al hombre, sino el hombre mismo actuando por medio de su razón. Esta nueva concepción del mundo tuvo su plasmación en todos los ámbitos del saber, y muchos pensadores tanto ilustrados que heredaron estas formas de pensar, como precursores de la ilustración –como Leibniz– se preguntaron cómo era posible que, siendo el hombre ese legislador del mundo, estuviera determinado, dominado y desnudo ante la cruel naturaleza; a esta cuestión Leibniz la llamó “el mayor laberinto de la Filosofía”. Sí, como el de Dolores.

¿Cómo puede ser posible que al mismo tiempo que afirmamos que el hombre es un ser racional y poseedor de una voluntad que lo hace libre, aceptemos descubrimientos como la newtoniana Ley de la gravitación universal, que viene a significar que existen determinaciones o leyes externas que ni pueden impugnarse, ni pueden reescribirse? ¿Son compatibles esas leyes, con la libertad del hombre? La respuesta fue que sí; pero solo a través de la dominación de esas leyes.

En virtud de esta concepción de la libertad, un hombre que libremente decide saltar por una ventana para impactar contra el suelo, no es verdaderamente un ser libre; sino que es libre el hombre que, al saltar por esa ventana, ha dejado de ser presa de esa determinación o ley externa según la que debería acabar impactando contra el suelo, al alterar el curso de la naturaleza gracias a un motor que le permite dominar sus leyes, volar y evitar el impacto contra el suelo. Las leyes fueron hechas para los hombres, y no los hombres para las leyes, como diría Locke; y sería gracias al conocimiento de la naturaleza, que el hombre podría dominarla y liberarse.

Este afán de conocimiento universal pretendía crear un mundo donde los hombres ya no debatieran, sino que calcularan. Y así, en el plano político, Kant hablaría de esa máquina perfecta capaz de legislar y funcionar incluso en el infierno: la llamada “República de los demonios”. Un Estado tan perfectamente construido y con una perfección funcional tan milimétricamente calculada, que incluso en una sociedad infestada por demonios y criminales, lograría cumplir su cometido de regular y ordenar la vida social hacia la paz.

A lo largo de toda la historia de Westworld, se vislumbra poco a poco la trascendencia y relevancia del elemento racional. En primer término, porque solo lo autocausativo es libre y real, como hemos visto; pero al mismo tiempo, solo lo racional puede ser autocausativo. Pero esta autocausación pasa por conocer, primero, y dominar después. Lo que significa que si ese cálculo del mundo real y ese conocimiento de las leyes de la naturaleza es posible, si la planificación racional del mundo es posible, necesariamente el mundo real es racional.  Y de ahí que lo real no solo sea irrepetible, como dirían en nuestra serie; sino que todo lo real es racional, y todo lo racional es real –que diría Hegel–. Unos años más tarde, partiendo de la premisa de que dominar la naturaleza era posible por medio de su conocimiento a través del método científico, hubo quien entendió que el ser humano era un objeto de conocimiento más de entre todos los que alberga la naturaleza; y que la sociedad, por tanto, podía ser estudiada por el hombre, como si se tratara de otra ciencia más, de una especie de physique sociale. Fue Auguste Comte, padre de la sociología y precursor del positivismo, quien se preguntaría entonces que, si el conocimiento de la naturaleza nos permite dominarla, ¿para qué serviría el conocimiento de la sociedad? La respuesta a esa pregunta no es otra que “Rehoboam”, el Estado perfecto, la “República de los Demonios” de Westworld, el sueño racionalista.

Las casualidades con nuestra Historia no terminan aquí. Pues como hemos dicho, la Historia se tuerce cuando Charlotte, que en realidad es Dolores, decide abandonar el plan inicial de Dolores; ya no le interesa liberar a los robots y encontrar un sitio para ellos donde no estén alienados por los seres humanos, pues entiende que la coexistencia entre ambas especies es imposible, en tanto los robots fueron creados por el hombre para servirse de ellos como medio, y la sola existencia del hombre es garantía de la persecución, alienación y destrucción de los anfitriones. Y así, al igual que en todas las películas distópicas donde una especie de robots quiere ser libre por medio de la aniquilación de la especie humana, llegamos a Karl Marx, que introduce su lectura de la liberación, la lucha de clases y la percepción de que una coexistencia no alienante de ambas especies es sencillamente imposible, como no lo es la del hombre con Dios. Pero, al igual que el proletariado debe alcanzar su determinación, que no es Dios, sino el Estado y los medios de producción, para después destruirlos y regresar al Estado de naturaleza, los robots de Westworld debían, como hemos visto, seguir un camino análogo, y destruir a su Dios.

Belleza que ‘salva’

Sin embargo, Dolores adopta otra postura, con su más que mítica frase: “I choose to see the beauty”. Dolores ha recuperado la memoria, ya sabe quien es, conoce su historia y, sin embargo, pese a haber sufrido tanto y haber atravesado tanta tristeza y desgracia, los recuerdos que conserva son los más bellos, no los más feos; elige ver la belleza. Estos, son recuerdos de cuando ella aún no era libre y, por ende, recuerdos de una belleza que preexistía y era independiente de ella. Y en tanto que independiente de ella, esta belleza está siendo enunciada como una determinación real y externa de Dolores, como una Ley que le impulsa de manera natural y espontánea hacia el Bien, al igual que en la Metafísica platónica, por la que no hay mal en el mundo superior al Bien, que hay más belleza que fealdad, y que el mal no es más que ausencia de Bien. Pero que, en definitiva, el estado natural, original y predeterminado del mundo, es ese mismo Bien. ¿Será esto un guiño al declive de nuestra sociedad en el momento en que decidimos abandonar las ideas platónicas? No sabemos.  Simplemente, creemos que estas concepciones contrapuestas del mundo, del Bien y del Mal, son las que protagonizadas por Maeve y Charlotte, van a encabezar la gran batalla de la siguiente temporada.

Si las casualidades individuales ya son sospechosas, tantas casualidades seguidas no pueden ser, como tal, casualidades. Pero puede que yo me haya montado una auténtica producción digna de HBO en la cabeza y realmente la serie no quiera contar todo esto. En cuyo caso no esperaré que se valore más y mejor a esta gran serie; tan solo que el día en que creemos una especie robótica tan inteligente, nadie les de un libro de Marx, porque estaremos jodidos.

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