George R.R. Martin, el autor de la saga literaria Canción de hielo y fuego, que ha inspirado la popular serie televisiva Juego de Tronos ha manifestado en alguna ocasión que hay aspectos del mundo de fantasía de J.R.R. Tolkien que considera poco realistas.
En particular, se refiere a problemas de naturaleza económica inherentes a la guerra y la gestión de los reinos de la Tierra Media que a su juicio no son resueltos satisfactoriamente, y en concreto se refiere a cuestiones como “¿Cuál es la política fiscal de Aragorn? ¿Mantendrá un ejército permanente?”. En resumen, viene a afirmar que el asunto de la economía en la Tierra Media no está desarrollado de una manera realista. Por el contrario, a primera vista, parece que el mundo de fantasía en el que se desarrollan los libros del señor Martin sí que posee elementos de funcionamiento y gestión de la economía que nos pueden parecer “realistas” a la vista del pensamiento y las ideas económicas modernas.
Sin embargo, desde nuestro punto de vista, sucede exactamente todo lo contrario: es el mundo de G.R.R. Martin, con su enfoque postmoderno del ser humano y de sus relaciones económicas, el que carece absolutamente de realismo. No nos referimos a la descripción de cuestiones económicas como la producción o el transporte de bienes de un lugar a otro, aspectos que están en verdad bien trabajados, si exceptuamos algunos detalles poco realistas, como el hecho, astrológicamente problemático, de que las estaciones duren un número de años indeterminado y su efecto sobre la producción agrícola, el principal sector en un mundo de inspiración medieval.
¿Cuántas vendimias se harían hacia el final de un verano que durase cinco años? Si se hiciese tan solo una, algo lógico pues las demás estaciones también son precisas para el desarrollo y maduración del fruto, jamás se cubrirían las necesidades de ciertos personajes.
Nos centraremos en un aspecto mucho más sutil, aparentemente menos “económico”, pero cuya falta de realismo, a nuestro juicio, caracteriza absolutamente la obra de Martin y hace poco creíbles las relaciones económicas descritas en su libro. Y este aspecto no es sino la propia descripción de la naturaleza humana que el autor realiza y su planteamiento respecto de ese desagradable asunto de la necesidad de elección entre el bien y el mal, tan propio de cualquier mundo de fantasía desde los tiempos de los cuentos de hadas.
Canción de hielo y fuego, como hemos dicho, es una obra post-moderna, lo que significa que lleva incorporadas unas ideas sobre la naturaleza del ser humano que son típicas de nuestro tiempo y atípicas de cualquier tiempo anterior. En ese mundo de fantasía los seres humanos actúan, de una manera mucho más marcada que en nuestro mundo real o en la historia, en función exclusivamente de su interés. Les mueve casi únicamente la codicia o el ansia de poder (a veces también el amor, pero entendido más bien como deseo de establecer o continuar una relación sexual, como en el caso de los hermanos Lannister) y, con carácter general, son propensos a una crueldad extrema que alcanza en demasiados casos el oscuro terreno de la psicopatía. Apenas existen, por decirlo de alguna forma, rasgos de humanidad en esos humanos. La bondad es apreciada como una debilidad, que hace que los que la practican sobrevivan muy poco tiempo.
En más de una ocasión aparece la idea de que los fuertes deben eliminar a los débiles para poder sobrevivir, en una suerte de selección natural aplicada a los humanos. No hace falta ser experto en historia alemana del siglo XX para que esta teoría nos resulte familiar. Esto no significa, naturalmente, que este sea el punto de vista del autor. Pero sí que describe la visión del mundo que tienen muchos de sus habitantes, particularmente los que son más fuertes o poseen poder y armas.
Esta forma de entender la condición humana es un reflejo de lo que conocemos como relativismo moral. Detrás está la idea de la no existencia de línea divisoria entre el bien y el mal, o incluso de la no existencia de concepto moral alguno capaz de permitirse el lujo de catalogar nuestras acciones positiva o negativamente. Sin impedimentos morales de este tipo, los fuertes carecen de obligaciones hacia los débiles, incluida entre otras la obligación de no esclavizarlos o matarlos.
Es cierto que históricamente se han producido desmanes y crueldades mucho mayores que los descritos, con todo lujo de detalles escabrosos, en la obra de Martin. Pero en su obra estas situaciones parecen la norma y no la excepción. El mundo de Poniente podría rememorar la Europa Central de la Guerra de los Treinta Años o de las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial. Pero lo que en nuestro mundo son momentos históricos identificables, con causas específicas y, por suerte, excepcionales, en el creado por Martin constituye un estado de anarquía y de recurso a la crueldad casi permanente. La vida es incluso más dura al otro lado del Mar Angosto.
En las ciudades esclavistas o las tribus dothraki, reflejos del mundo pagano o de tribus nómadas como los hunos, las propias normas de convivencia cotidiana contienen elementos exageradamente crueles que, continuados en el tiempo o convertidos incluso en tradiciones, resultan impropios de sociedades humanas relativamente avanzadas e interconectadas.
¿Y qué tiene que ver la moral con la economía? La economía, como toda actividad humana, se rige desde siempre por principios morales.
¿Y qué tiene que ver esto con la economía? En contra de lo que a veces se nos quiere hacer creer, la moral está muy relacionada con la economía. La economía, como actividad humana, se rige y se ha regido siempre por principios y normas de naturaleza moral, si bien es cierto que éstos se han relajado considerablemente en los últimos siglos. El comercio se basa, en última instancia, en la confianza mutua. ¿Sería posible un nivel de intercambios como el descrito en el fantástico mundo del señor Martin si las partes de cada acuerdo comercial, de los miles que deberían darse cada día, no tuviesen ningún escrúpulo en matarse para robarse?
Dado el trato que reciben los esclavos, por no hablar de los inmaculados, que encima están armados, ¿cuánto tiempo podrían subsistir esas ciudades-estado de más allá del Mar Angosto sin sufrir continuas revueltas? Y lo que es más importante, ¿no surgiría en una parte de la población de esas ciudades una reacción contraria, no al esclavismo en sí, pero sí a un trato continuado tan inhumano?
El ser humano, con todos sus defectos, con toda su capacidad para traer el mal a este mundo y perpetrar todo tipo de fechorías, no es en esencia tan malvado como el señor Martin parece querer hacernos creer. Puede haber, y de hecho las hay a tutiplén, personas débiles de espíritu que sucumben con gran facilidad a las tentaciones del mal. Algunas de estas personas pueden resultar además muy crueles cuando añaden a su debilidad moral algún factor psiquiátrico. Pero, para que una sociedad pueda funcionar, el porcentaje de estos individuos que no está a buen recaudo vistiendo una camisa de fuerza no puede ser tan elevado como se nos quiere representar. Estas serían las únicas personas realmente incapaces de distinguir entre el bien y el mal. El resto de personas, aún siendo malvadas, obrarían con una malevolencia práctica, no necesariamente sádica, en su propio beneficio, plenamente conscientes de que lo que hacen está mal.
El bien, como regla positiva incorporada de manera natural a la condición humana, y el mal, como parásito del bien y negación de dichas reglas en beneficio de la soberbia del individuo, se dan en la realidad y no son relativos, ni siquiera para quienes tienen cierta predilección por el segundo. Esto es válido para cualquier cultura.
Los relativistas argumentarán que no existe ninguna ley natural. Que lo que está bien o lo que está mal depende de cada cultura o de cada tiempo, y por tanto es relativo. Y si bien existen diferencias culturales respecto de lo que está bien y lo que está mal, existe también un cuerpo común de coincidencias, entre las que se encuentran no solo la condena a los asesinatos y lesiones sin motivo, sino también, por ejemplo, la protección de los más débiles de la comunidad. Nuestro mundo moderno parece querer escapar de muchas de estas normas u obligaciones elementales negando su existencia o matizando su validez. Este puede ser, por desgracia, el primer paso para transgredirlas, artificializando así a ese ser humano que por naturaleza o ley divina las respetaría.
No sabemos como será el mundo del futuro ni que clase de distopías nos esperan a la vuelta de la esquina, pero hemos de tener clara una cosa: la equiparación entre el bien y el mal es el triunfo más absoluto con el que puede soñar el segundo. No dejemos que esta equiparación triunfe dentro de nosotros. Una sociedad construida con personas así es sencillamente imposible. Y cualquier economía dentro de la misma es por tanto pura fantasía.