De entre los muchos aciertos estratégicos de Netflix está el asumir y poner su apellido a producciones deslocalizadas y, por definición, bastante arriesgadas.
Lo hemos visto con “3%”, la serie brasileña que narra una distopía adolescente con algo más de acierto y contenido, aunque de estética y planteamiento narrativo similar, que Los Juegos del Hambre o El corredor del laberinto.
Nos lo hemos encontrado en el mercado nacional con Las chicas del cable, donde tras el éxito de los primeros capítulos, Bambú Producciones acaba de renovar con los californianos para otras dos temporadas más.
Se trata de un encaje de bolillos que recoge elencos absolutamente desconocidos mezclados con buenas propuestas de guion y al contrario; caras reconocidas del mundo del cine y la pequeña pantalla adaptando historias quizás no tan logradas.
Lo que ocurre es que en estas circunstancias se cuela de vez en cuando alguna perla que deja al espectador apretado durante horas frente a la pantalla del ordenador. Y no por mero “binge watching”, sino por el valor genuino de la historia que te narran.
Ahí está BoJack Horseman.
Hablamos de la serie de animación donde los más entusiastas no han temblado a la hora de meterla en el malpapeado podium de “las mejores de la historia dentro de su género”.
El atrezzo en el que se desarrolla la vida de BoJack es un universo donde los animales y las personas interactúan como iguales (guasapean, conviven y retozan sin daños morales a sus distintas dignidades). BoJack Horseman, es el protagonista de este animalario.
Desde que cancelaron a mitad de los noventa su serie “Horsin´ Around”, BoJack no se ha ocupado en otra cosa que reventarse el hígado a base de juergas solitarias que trataban de recuperar algo de la falsa calidez de los empaches hollywoodienses de antaño.
La serie, con toda la acidez e hilaridad que ha sido capaz de recopilar durante sus cuatro temporadas, encierra una gran miseria, que no es otra que asistir a la descomposición moral de esta estrella antropomórfica cuyos orígenes arraigan en una ausencia de afecto materno y una carestía de padre. Si a eso le sumamos una carrera venida a menos con una ingente fortuna, tenemos un cóctel perfecto para contar la historia de un desgraciado. Es un permanente tropezar con su egoísmo, su pusilanimidad, su fanfarronería, su ignota ingenuidad, todo acicalado con una carcajada pestilente de vez en vez.
La caída de BoJack se sucede, por tanto, en un silencio social y espiritual donde ni Princess Carolyne (su agente gatuna), ni Diane (la biógrafa que trata de poner al hombre-caballo otra vez en la mitad de todas las salsas), ni Todd (su sempiterno amigo humano de ideas disparatas y gorro más de perezoso que de Hypster), ni Mr. Peanutbutter (con toda su alegría vital solo equiparable a su simpleza), consiguen sacarle de ahí.
Sin duda, una experiencia que dependiendo de la hora de la noche a la que te pille te deja un mal cuerpo un tanto insufrible.
En cualquier caso, la serie es consistente y está bien equilibrada, a mi modo de ver, gracias a la vuelta de tuerca que le da al formato al que está sujeto: una comedia de situación. Capítulos cortos, de 25 minutos de duración, al estilo de Friends, Big Bang Theory, Los Simpsons o Padre de familia, donde la trama principal no da grandes vaivenes de temporada en temporada y donde tan solo hay pequeñas variaciones que en realidad no alteran la convivencia y rutina de los personajes, convirtiendo los capítulos en una fuente inagotable de gags. BoJack Horseman cumple en cierta manera con estos criterios al mismo tiempo que te lleva por una metatrama al más puro estilo gilleganiano, que no es otro que la contemplación de la caída del personaje principal al modo de Walter White o Jimmy McGill en Breaking Bad o en Better Call Saul.
Sin embargo, el cierre de la cuarta temporada abre una rendija que hace copartícipe al espectador en un grado que no cabe esperar de cualquier serie de animación. Una suerte de miseria compartida con la salvedad de estar a varios mundos posibles de distancia. Una interpelación a que en este bestiario hollywoodiense también existe una “periferia existencial” que de alguna forma hay que abordar.
No es de extrañar que los críticos no paren de hablar de BoJack Horseman y casi ningún devorador de subproductos televisivos sepa siquiera de su existencia.
Echaos un rato de tristezas y risas tiznadas con este caballo alcohólico en busca de redención. Quedaréis satisfechos.