Una historia que narra las aventuras de un tipo insignificante en una ciudad ficticia casi tan insignificante como él. Ningún crimen digno de arrastrar la furia de las Erinias, ningún amor trágico que despierte la compasión de los dioses, ninguna injusticia que clame al cielo. Y sin embargo, Better call Saul sigue abriéndose camino entre tanta oferta de neón y escaparate, con su ritmo lento, sus diálogos inteligentes, su apuesta por el detalle y los matices.
Hay un aura innegable del universo de Breaking Bad, aunque el envoltorio que recubre ambas propuestas es tan distinto, que muchos pueden descartar la historia de Jimmy McGill y recordar con nostalgia a ese Fausto de la química llamado Walter White. O simplemente reducir Better Call Saul a un spin-off para frikis cautivos de las semejanzas o relaciones que pueden trazarse entre la original y la derivada. Sin embargo, los creadores no han querido rizar el rizo más de la cuenta, al estilo del nefasto Joey desgajado de Friends. Me atrevería a decir que se trata más bien de lo contrario: con Breaking Bad se ganaron el derecho a jugar según sus reglas, a explotar su estilo guste a quien le guste. Y en vez de correr una carrera de cien metros (y haber ganado las olimpiadas) han querido correr la maratón.
En Breaking Bad la velocidad trepidante que iba adquiriendo el drama a medida que transcurría la serie era absolutamente coherente con el relato, y más importante aún, con el tema principal –el vértigo–. Aquí en cambio los creadores han podido dar rienda suelta a una de las características más originales de su sello: el tiempo que se toma su tiempo. La caída es vista ahora ampliando el zoom, y los detalles más pequeños adquieren una dimensión espeluznante: una frase, un gesto casi imperceptible, una mueca. Un dato minúsculo que aparece de improviso y que podría pasar desapercibido, resulta una epifanía para aquél que ya está en guardia porque conoce el final de la historia.
Tal vez pueda argüirse con justicia que a la primera temporada de Better call Saul le falta peso específico. Es tímida, está demasiada aferrada a su origen, la órbita de Breaking Bad está todavía rondándola. Acaso fue ésta la condición que a pesar de todo tuvieron que pagar Vince Gilligan y Peter Gould cuando se presentaron con la idea de darle su show nada menos que a ese simpático pero muy secundario Saul Goodman. ¿Una tragedia griega a partir de un recurso dramático? ¡Y qué recurso! Nada menos que la descarga cómica, el personaje que irrumpía para aflojar la cuerda cuando ésta estaba tal vez demasiado tensa.
He de admitir que tardé tres temporadas en rendirme a ella. Sabía que era buena, incluso mejor que la original. Pero mientras Breaking Bad me había encandilado, la historia de Jimmy McGill no terminaba de cerrarme, aun cuando reconocía que tenía un casting mucho más sólido y equilibrado, unas subtramas más consistentes, y que esos planos cargados de silencio y paciencia que tanto me habían gustado en la primera eran ahora más recurrentes, más mimados y con resultados más notables si cabía. Y cuando en la segunda temporada las piezas empezaron a encajar y los secundarios a brillar, todavía no me decidía, aunque ahora la inclinación era innegable. Y entonces llegó la tercera temporada, y a cruzar el rubicón: sí, me quedo con Better Call Saul.
Es verdad que se trata de una historia menos vertiginosa, con un héroe (o anti-héroe) que no se eleva a las alturas olímpicas de Walter, y cuyos giros y efectos dramáticos no quitan el aliento. Pero por todo ello, la serie gana. En primer lugar, no está atada en exceso al protagonista y la historia principal, pudiendo desplegar una variedad rica y bien trabajada de subtramas que contribuyen al desarrollo del tema básico: Chuck, Mike, Kim, Nacho, todos ellos también se ven abocados a la caída, de distintas maneras pero con el mismo realismo: pasos lentos, acciones y decisiones que se acumulan poco a poco, procesos de marcha atrás, atisbos de redención, etc. En segundo lugar, Odenkirk lo hace endemoniadamente bien. Pero también lo hacen de maravilla sus escoltas, algo que no pasaba del todo en Breaking Bad, donde Bryan Cranston (merecidamente) atraía todos los focos. En tercer lugar, el humor y la simpatía tienen un horizonte mucho menos acotado que en la primera versión de ese mundo posible con sede en Alburquerque. Y eso hace la serie más cercana al espectador, quien encuentra más puntos y formas de interactuar con ella, de ver reflejada su realidad. Con Walter ocurría que la relación que despertaba era de empatía al comienzo, para luego transformarse en admiración o repulsa, pero siempre desde cierta distancia. Con Jimmy en cambio, ocurre otra cosa. Las líneas que nos separan de él son más vagas, como más vaga resulta también la definición de su imagen.
Por último, y aquí va tal vez la razón principal de mi opción por Better Call Saul, es la forma de tratar el tema fundamental de la caída, que comparten ambas series. Si bien al comienzo de Breaking Bad Walter parecía redimirse de una vida insípida a través de ciertos actos y decisiones, cada vez más el horizonte de la redención se aleja y queda claro que el camino de Walter está abocado al abismo. A partir de la segunda mitad de su primera temporada, las decisiones de Walter suponen ya un salto del que no hay vuelta atrás. En Better Call Saul, Jimmy una y otra vez vuelve a conquistarnos cuando lo dábamos por perdido, cuando estábamos a punto de sucumbir a la triste resignación de Chuck. Jimmy, al menos en lo que llevamos de la tercera temporada, muestra que puede cambiar. Todavía es capaz de sorprendernos, de dejarse rescatar por la mirada compasiva y esperanzadora del otro (el otro en este caso se llama Kim Wexler).
Sabemos que acabará por precipitarse, pues todos los caminos conducen a Walter White. ¿Cuándo será eso? Una de dos: cuando Jimmy caiga bajo el peso de alguna culpa imperdonable –y acabe odiándose a sí mismo tanto que pierda la fe en su propia redención –o cuando Kim deje de sostenerlo en la esperanza. O tal vez cuando se den ambas cosas.
Más allá del desenlace final, la caída en Better Call Saul sigue una trayectoria ondulante, estirada en el tiempo, tensa entre las miserias y glorias de lo humano, balanceándose entre dos polos: la bajeza y nobleza. La caída pueda ser menos extraordinaria y efectista que en el caso de Walter White, y por ello mismo, mucho más próxima a nuestra vida de lo que nos gustaría reconocer.