Lo justo es lo debido, que diría ese racionalista llamado Baruch Spinoza. Durante el confinamiento, el consumo de series ha aumentado considerablemente, y muchos espectadores han visto saciada su sed de cualesquiera series que estaban viendo. Entre ellos, nos encontramos los seguidores de la que, probablemente, sea la mejor producción de HBO desde la cuarta temporada de Juego de Tronos. Eso sí, con la diferencia de que a Juego de Tronos le fueron pagadas sus deudas; mientras que, en nuestro caso, la Justicia no se ha visto satisfecha, y tenemos a Baruch Spinoza –e incluso a alguno más– revolviéndose en su tumba por la infinidad de críticas negativas que se han vertido contra la tercera temporada de Westworld, ya terminada. Un pesimismo generalizado tanto por los números de audiencia, como por su argumento y por “haberse vendido”, realizado tanto desde las redes, como desde medios de comunicación especializados en cine o periódicos con gran difusión.
Pero el mensaje parece no haber llegado, así que este artículo repleto de spoilers y solo apto para haterspretende dar una visión concreta, una lectura alternativa hecha por un abogado del diablo, de lo que es Westworld, no como proyecto audiovisual –ya que sobre eso no hace falta decir nada más– sino como historia, como dilema, como cuestión filosófica y política, y situarla en la posición que se merece. Al César, lo que es del César.
La producción de series de televisión como Iron Fist(Scott Buck, 2017-) implica un despliegue de medios de proporciones enormes. Decenas y decenas de profesionales han trabajado en ella haciendo un trabajo excelente. ¿No sería poco adecuado decir que la serie es “mala” y echar por tierra el trabajo de tanta gente? Seguramente sí. No obstante (y esto es una particularidad de todo trabajo en equipo, especialmente el audiovisual) a pesar de lo bien que hayan trabajado doscientas personas, si cinco cargos estratégicos toman decisiones no muy brillantes, se echa por tierra el trabajo al completo. Este es el caso de Iron Fist.
Es peligroso, en estos días, pasearse por las calles de King’s Landing. Miles de fans se han echado al monte, cual Sparrows en armas, pidiendo en una bandeja de plata la cabeza de los grandes septons David Benioff y D.B. Weiss. O por lo menos, una procesión pública (Shame! Shame!) pidiendo perdón por sus infamias, en un acto penitencial que les librará de ser inmolados en una pira (justa y necesaria reparación al Señor-de-los-finales-comme-il-faut). Si todo sale bien y la plebe no se entusiasma en su venganza, se les permitirá huir hacia el Muro, “take the black” y pasar el resto de sus días congelándose en el Norte, acompañados, eso sí, por su mascota favorita.
Los héroes ya no sirven para nada. El arquetipo clásico huele a cerrado y acumula polvo en viejas cintas de VHS o en sus reediciones en Blu Ray. Ya no hay héroes como los de antes, representantes de una moral intachable, sino superhéroes con taras y letra pequeña. Gente que prefería hacer otra cosa o cuyos vicios los alejan de los valores de las sociedades a las que defienden. Los héroes, sí los del viaje del héroe, son dodos. Animales condenados a extinguirse por la voracidad de sus adversarios y la incapacidad de utilizar las mismas armas que utilizan sus enemigos para destruirlos.
La ficción o el relato fantástico dice más del lector que de las acciones que allí se relatan. Su propiedad es la de, mediante el juego del relato mítico, la imagen épica y el diseño fantástico, mostrar las cualidades humanas más comunes, para que el lector o el espectador se encuentre, necesariamente, identificado con alguno de los personajes, o se reconozca en algunos de los roles que allí se representan.
Juego de Tronos es una fantasía épica ambientada en un mundo medieval que nació como una saga literaria en el año 1996 (¡sí, hace más de veinte años!), llamada “Canción de Hielo y Fuego” pero no ha sido hasta 2011 cuando saltó a la fama de la mano de HBO y su maravillosa serie cuya octava temporada está a punto de acaba de finalizar. Y, ¿sabéis qué? A pesar de que esta es una fantasía donde salen dragones, un ejército de zombies y mucha magia capaz de matar a un personaje o resucitar a otro, existen muchos paralelos históricos en los que George RR Martin, su creador, se inspiró para crear su maravilloso universo. ¡Ojo, cuidado con algún spoiler si no has visto la serie al menos hasta su séptima temporada!
Hace unos días recibí una invitación de la Sociedad de Estadistas Alto-Medievales para firmar un comunicado de repudio, a la vez que un pedido de indemnización, por una afrenta escandalosa, una profanación desvergonzada, humillante –un escupitajo en la cara, vamos –cometida por la HBO hacia la especie humana (que incluye, entiendo, a los medievalistas).
Ante el adiós definitivo del mayor fenómeno televisivo de la década, en Democresíahemos querido huir de la marea de teorías gratuitas y adivinaciones vacías que, cual Ejército de la Noche, anega internet estos días. ¿Para qué? Para reflexionar a fondo sobre algunos de los aspectos narrativos, filosóficos e históricos que mejor definen Juego de Tronos: su espíritu contradictorio a medio camino entre lo épico y lo cínico, su inspiración en algunos episodios del medievo y la modernidad, la compleja vigencia del héroe clásico en el personaje de Jon Snow y el papel del cinismo en la identificación del espectador con la serie. Porque más allá de los juegos de acertijos, Poniente puede ser un espejo fascinante en el que mirarnos.
Dos judíos haredíes viajan en tren llevando, con extremo cuidado, un rollo de la Torah. Una mujer se acerca y se inicia una conversación. Le pregunta al mayor de ellos, el rabino Shulem Shtisel,si puede besar la Torah. Esta mujer, judía y laica, ha comenzado el camino del retorno, baal teshuvá.
No hemos aprendido nada. Black Mirror: Bandersnatch nos lo ha demostrado una vez más. Ríos de tinta sobre una trama sustancialmente irrelevante ha captado la atención de internet, cuando lo que debería haber copado la atención es la alegoría tras el metacontrol que subyace en esta película interactiva. El espectador comienza a saborear el destino de su protagonista, esclavo narrativo en su jaula de guión. Al igual que un videojuego, este experimento no puede ocultar del todo que se trata sencillamente de un sistema, ni más, ni menos.
Desde que Netflixestrenó la serie de Marie Kondo, la gurú japonesa que ha puesto patas arriba los hogares de muchos con su método para ordenar y a otros tantos les ha regalado unas buenas risas, he escuchado a amigos y conocidos que ridiculizan hasta extremos desorbitados esta propuesta. Un método que por sencillo puede parecer ridículo, pero creo que no hay nada más necesario que nos recuerden una y otra vez lo evidente. Y con evidente no me refiero al hecho de que cuando ordenamos un espacio ya sabemos que nos ayuda a ordenar la mente, a organizarnos mejor, a hablar menos de lo que me queda por hacer y más entre nosotros o a evitar tirarle a algún ser querido un cenicero a la cabeza por pura desesperación. Con evidente me refiero a que Marie Kondo utiliza el único método que a mi juicio es verdadero: preguntarnos si lo que tenemos delante corresponde más o menos con nuestro anhelo de felicidad.
Se ha escrito mucho sobre Stranger Things desde que los hermanos Duffer la concibieron y Netflix la parió aquel lejano verano del 2016. Son muchos los nostálgicos que han visto en ella una suerte de revenant proveniente de una época dorada del cine y de la cultura americana, enviada para arrojar un poco de luz y de fantasía mitológica a un mundo que se marchita en su propia inmanencia.
Para San Agustín el amor comienza con una sonrisa. Verdaderamente, una sonrisa convierte esa tendencia íntima que tenemos los unos hacia los otros en sincera complicidad, en comunión. Sonreír es prescindir de prejuicios, miedo y orgullo. Alguien que sonríe abre las puertas de su espíritu.
Ahora que se nos ha echado encima el periodo vacacional, un buen número de seriéfilos se plantea un rebobinado completo de Juego de Tronos sabiendo que en los próximos meses llegará el desenlace definitivo, la batalla definitoria.
¿Quedarán sujetos los Siete Reinos al devenir de los vivos o de los muertos? A partir de ahora, spoilers a machete. Avisados quedáis.
Uno de los personajes más carismáticos de esa sucia y demencial genialidad shakesperiana llamada Deadwood es sin duda el reverendo, predicador, Henry Weston Smith. El pobre reverendo Smith, que ya tenía bastante con ser protestante, existió de hecho en la realidad, como muchos de los personajes de la serie. El tránsito de su valle de lágrimas –y de barro– a la Vida Eterna, sin embargo, difiere del que le dan en la ficción.
Según consta en una carta de Seth Bullock (célebre personalidad del oeste norteamericano, encarnado en la serie por Timothy Olyphant), al reverendo Smith lo mataron los indios yendo hacia Crook City a predicar, tal y como rezaba la nota que dejó en el pueblo antes de marcharse, en el año de gracia de 1876. En la serie su final es un delirio causado por un tumor cerebral que desencadena toda clase de escenas, como las de esta secuencia, realmente notables. Su agonía termina con lo que eufemísticamente podríamos calificar de eutanasia, a instancia de una figura realmente abyecta (tanto en la realidad como en la ficción), la del proxeneta Al Swearengen, uno de los hombres más populares y ricos del entonces asentamiento de Deadwood. Sigue leyendo
Ya está aquí la cuarta temporada de Black Mirror, la aclamada serie británica empeñada en plantearnos inquietantes reflexiones sobre el ser humano y la tecnología. El primer episodio, del que trataremos de extraer algunas ideas que consideramos interesantes, se titula “USS Callister”.
[A partir de aquí, comienzan los temidos spoilers]Sigue leyendo
¡Se acerca la cuarta temporada de Black Mirror (estreno el 29 de diciembre)! Mientras esperamos, os traemos este análisis de uno de los capítulos menos valorados de la segunda temporada, al que, sin embargo, el tiempo le ha dado la razón. Juan Pablo Serra analiza The Waldo moment (El momento Waldo, 2013) en un libro publicado recientemente por Ediciones UOC sobre la serie y nos ceden el capítulo sobre el episodio para los lectores de Democresía. Populismo, tecnología, redes sociales y bajas pasiones para alimentar la antipolítica, en el capítulo que, según dicen algunos, “predijo la victoria de Donald Trump”.
De entre los muchos aciertos estratégicos de Netflix está el asumir y poner su apellido a producciones deslocalizadas y, por definición, bastante arriesgadas.
El género de las teleseries ha experimentado un desarrollo espectacular en los últimos años, hasta el punto de haberse convertido éstas en productos de consumo masivo cuyos niveles de calidad y coste de producción no desmerecen nada, en muchos casos, a los del celuloide.
Llevo mucho tiempo pensando en escribir sobre One Tree Hill, una de esas series que le marcan a uno la existencia. No es una serie digna de figurar en las listas de mejores series de las páginas de cine de referencia (lo que la hace de alguna forma especial), pero en mi caso llegó en el lugar y momento adecuado y le guardo el cariño suficiente como para que hoy me vea en la necesidad de escribir sobre ella.
Para los que no la conozcáis, la serie narra las historias de unos adolescentes en el pueblo ficticio de Tree Hill, Carolina del Norte. Aunque los protagonistas, lugares y acontecimientos obedezcan a los arquetipos y clichés clásicos de toda serie de High School americana (jugadores de basket, animadoras, taquillas, un montón de tragedias, el prom…), la realidad es que la serie logra profundizar en los estereotipos, logrando, además de un afecto hacia los personajes, su desarrollo. Sobre todo porque es una serie profundamente moral, donde el bien y el mal están delimitados.
No se llama One Tree Hill por casualidad. Todo gira en torno a la comunidad, en la que no podemos hablar de coexistencia, sino de convivencia. No existe ningún individuo aislado (salvo alguno que se lía a tiros en la tercera temporada), sino que la comunidad, organismo vivo frente a la sociedad mecánica, se va alimentando del propio devenir del pueblo y de las historias de cada personaje. No es un pueblo diluido conceptualmente en abstracciones supranacionales. No hay ni Unión Europea ni Globalización. Cuando uno de los personajes viaja a algún lugar fuera de Tree Hill ¡parece como si fuera a irse a algún mundo remoto!
Es moral también en lo relativo al comercio. En One Tree Hill no hay McDonald’s ni Starbucks ni Amazon. Están el café de Karen, el taller de Keith, los restaurantes junto al río…
Río que si seguimos su curso nos lleva hasta la cancha donde entrenan los amigos, unidos por su amor al baloncesto. Esa es otra. Los personajes salen mucho de sus casas, pero estos hogares, lejos de ser refugios, están abiertos al mundo. Los amigos y familiares van a verse entre ellos, van a buscarse… (hoy ya no es tan evidente, como antaño).
One Tree Hill se estrena en 2003, y los chavales tienen en torno a los dieciocho, lo que implica que habrían nacido en la última mitad de los años ochenta. Es la primera generación de los llamados millennials. En la serie no hay redes sociales, pero se dan formas primitivas de los dispositivos que manejamos hoy: el ordenador caja, el Nokia ladrillo, un chat tipo Messenger… No tienen gran relevancia, por suerte. Porque los personajes, rollos sentimentales aparte, buscan sin descanso una única cosa: encontrar su vocación. Esta es la gran tensión de la serie, el motivo por el que creo que es tan valiosa. One Tree Hill nos enseña que cada uno está llamado a ser uno mismo. Ya desde los créditos iniciales nos lo dicen en la canción: «I don’t want to be anything other than me».
«buena parte de la vida nos va en acertar a preferir lo que realmente somos y a persistir en esa dirección, aunque también sea del todo preciso saber abandonar los espejismos de un yo preferido pero irreal. Distinguir entre lo uno y lo otro es más bien algo que nos pasa cuando ya se ha superado la dificultad, es decir, cuando la vida discurrida nos ha dado pruebas al respecto. Por eso la juventud es el periodo donde se concentran todas esas incertidumbres y desorientaciones.»
Y concluye así:
«Quien tiene la perfección como pasión de su oficio se cansa pero no se fatiga, pues ésta es la pena de los que recorren la vida sin descubrir qué ni quiénes les llaman.»
El título de la serie (tomado de la canción homónima de U2) se menciona en uno de los capítulos cuando la madre de uno de los protagonistas le dice a su hijo en una entrañable conversación: «There’s only one Tree Hill, and it’s your home.» Esta frase (que le repetirá nueve temporadas después una de las protagonistas al hijo que tendrá) es algo esperanzador para él. Frente a la radical inhumanidad de ser un engranaje de un sistema, una madre le promete a su hijo que hay un lugar donde es querido, que es lo mismo que decir hogar. Donde no hay vínculo, donde no hay raíces, donde no hay amor, no hay hogar. Su madre le está comunicando la esperanza de vivir en comunidad.
El profesor Evaristo Palomar recoge en una síntesis bellísima sobre la tradición lo siguiente:
«La tradición, como esperanza desde la presencia de lo pasado, es la memoria de una comunidad, que es inmediatamente perceptible, al presente, en la familia a través de su permanencia en el tiempo, desde la casa. La vida en cuanto que es, no es sino su derramarse dándose a los demás en fecundidad: ser, amor y donación. Por esto, el dolor en el compromiso de lo concreto y del “próximo”, desde la entrega, da paso a la alegría y al fervor que edifica la comunidad. (…) La tradición es la comunidad en tiempo y tierra. Lo que encierra implícitamente que la fuente de la tradición es el amor, pues toda comunidad se engendra por la amistad, y la amistad es el mismo amor en cuanto se manifiesta y funda por la intercomunicación, obrando según el propio bien la unidad en la común, en mutua reciprocidad.» (Sobre la Tradición, Tradere, 2011).
No sé si One Tree Hill pasará a la historia, pero sí sé que a mí me ha hecho mejor persona de lo que lo han hecho grandes series que hoy figuran entre las mejores. Series de indudable calidad cinematográfica, pero que tengo la impresión de que son en su mayoría nihilizantes. Quizás a nuestro tiempo le hagan falta grandes relatos de esperanza…