Qué es obra de arte

En Democultura/Pensamiento por

La pregunta por la naturaleza de la obra de arte y su sentido constituye el núcleo de una incógnita que tiene que ver tanto con la deriva actual del arte como con la intuición de una pérdida: la pérdida de la mirada estética, de un tipo de relación con lo artístico, que permitía que el arte constituyera de algún modo una experiencia completa de verdad, de belleza y de bien.

Cómo no sentir nostalgia de aquel arte capaz de ofrecer una conexión inmediata con el público en otros tiempos. Incluso con un público totalmente analfabeto y capaz, no obstante, de alcanzar a través del arte un instante de acceso a la gran belleza y las grandes verdades. O aquel cuadro capaz de fascinar a una niña pequeña. Uno puede imaginarse, por ejemplo, la experiencia de un campesino entrando por primera vez en una catedral gótica, o encontrándose de frente con un inmenso fresco de Giotto en una capilla de provincias.

Capilla de la Iglesia de la Arena, en Padua (Italia)

Salvo honrosas excepciones, parece haber hoy una distancia insalvable entre el gran arte, el arte en mayúsculas, y la producción artística tal y como se plantea a día de hoy. ¿Es el mismo tipo de realidad la que produce el artista de hoy que el de ayer? ¿Tiene la misma densidad ontológica? ¿Nos referimos a la misma actividad del espíritu humano sobre la materia? ¿Qué ha cambiado en el intelecto y en la espiritualidad humana para que se produzca esta evolución?

Sin perjuicio de las consideraciones que puedan hacerse desde la historiografía artística, desde las diversas corrientes filosóficas o desde otras disciplinas, quisiera aventurarme a proponer al lector una visión acerca de lo que significa “crear”, una reflexión sobre el sentido de la actividad artística.

Qué cosa es el arte: subjetividad-relación-objetualidad

En las discusiones acerca del arte y de lo que constituye el ser y sentido de la obra suele traerse a colación tres polos de relación con respecto al objeto artístico:

  1. Lo artístico como producto de una subjetividad creadora (es decir, un polo de relación artista-obra).
  2. Lo artístico como la experiencia que emerge de la relación entre el público y la obra.
  3. Lo artístico como algo en sí, al margen de la relación que mantiene con su autor e independientemente de que el público acceda de manera plena a ello.

Si bien habrá quien pueda sostener que lo artístico es las tres cosas a la vez (aunque por lo general, suelen ser posturas enfrentadas), lo cierto es que, con los instrumentos filosóficos habituales hoy en día, es imposible sostener una visión acerca del arte que sea capaz de integrarlas, pues es tremendamente común que el sentido del arte concreto varíe hasta la contradicción según sea el polo de relación desde el que miramos.

Si la expresión del artista respecto del objeto artístico es diametralmente opuesta a la interpretación que experimenta el público, ¿hay aquí una falsificación del sentido por parte de alguno de los tres polos de relación, o es que el arte es, sin más una tomadura de pelo que ha mantenido su prestigio por vergüenza de quienes no lo entienden? ¿Puede reducirse lo artístico a un mero vehículo de comunicación (como son las letras en un papel impreso) o es un fin en sí mismo, al margen de su capacidad de mostración de verdad, bien y belleza?

En todo caso, las respuestas a estas y a otras muchas preguntas acerca del arte, suelen ir más guiadas por la intuición o el deseo (la sacralización del arte que tan a menudo lo sitúa más allá de toda crítica posible) que por un conocimiento acerca de lo que constituye la creación artística como fenómeno, por carecer de un fenómeno análogo a partir del cual entender la lógica y los límites del arte.

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Lógica teológica: creación y subcreación

Cuando hablamos de creación artística, es necesario precisar el límite y el alcance de la potencia creadora del artista. Pongamos las cosas en su sitio: el artista no crea como tal, a lo sumo alcanza a configurar los elementos materiales e intelectuales existentes, integrándolos (y en esta capacidad de integrar reside un gran misterio) de forma que constituyan una única propuesta de sentido que solo en cierta manera es “nueva”.

Es por ello que sería preciso distinguir entre la creación, que por definición es ex nihilo (de la nada), solo al alcance de la potencia creadora de la divinidad, y la capacidad creativa del hombre, a la que denominamos subcreación artística, pues parte de lo que ya es para darle una “nueva” configuración.

Esta distinción determina completamente no solamente la dignidad de la actividad artística (que por analogía sería una de las formas más elevadas de imitación de la divinidad), sino también la vía más correcta de entender el arte. Si entendemos que crear es llamar a la existencia a lo que es, dotándole no solamente de existencia sino de posición (de orden y sentido), la capacidad subcreadora del artista se ve forzada a colaborar con lo que es (a asumir la lógica previa de todo lo creado) para producir o co-crear sentido a través de ello.

Por bajarlo a lo concreto: el cineasta que no respeta la forma debida a aquello que pretende mostrar, acaba por sacar al espectador de su propuesta de sentido. No solamente no resulta creíble sino que de seguro apenas será comprensible, producirá extrañeza. En cambio, un correcto manejo de los tiempos y de los encuadres puede ser lenguaje más que suficiente para representar aquello que un mal cineasta convertiría en un diálogo impostado.

No me privaré de poner un ejemplo aparentemente banal: esta escena de The untouchables (1987), en la que Brian de Palma hace un extraordinario manejo del tiempo, de las tomas y de los encuadres, introduciendo una densidad moral en la acción capaz de convertir la secuencia en una obra de arte y una leyenda del cine.

Decíamos que un romance, una experiencia de dolor, un gesto heroico, un acto de perdón y misericordia o un momento de desesperación e ira son propuestas de sentido profundas y complejas. Para “llamarlas” y que se manifiesten verdaderamente en la obra, es necesario que la materia con las que se las representa desde el arte (el tiempo, la materia moral y hasta la iluminación o el encuadre en una escena) adopte la estructura de la realidad. Es decir, para llamar a la existencia la verdad de la obra tal y como ha sido concebida, es necesario que se someta a las categorías con las que el hombre hace experiencia de ello en lo real, a través de sus sentidos, su razón y su afecto.

Evidentemente, esta condición fundamental de la representación artística permite que el artista juegue y sea heterodoxo, siempre y cuando su heterodoxia adopte una lógica coherente. ¿Qué si no es El Extranjero de Camús, sino la tensión que provoca la disonancia entre la experiencia del hombre que vive y el sentido y la densidad de cuanto le acontece?

La objetividad de la obra: tres vías para la crítica del arte

Visto desde este prisma, la obra de arte se presenta de forma mucho más integrada que desde la división que planteábamos al inicio de este artículo:

Si la materia con la que opera el arte es lo real (lo dado por la divinidad creadora), la obra artística puede ser (1) producto de una subjetividad que reconfigura lo real en una propuesta de sentido. Esta propuesta de sentido es co-creada, de forma que (2) mantiene una cierta novedad y una dignidad en la medida y solo en la medida en que respete el sentido de lo real y sea capaz de alcanzarlo o señalarlo respetando las categorías y el sentido de los elementos que emplea para materializarla. Al mismo tiempo, se convierte en (3) un objeto plenamente comunicativo, pues la vía de acceso a la obra del arte no es a través de la subjetividad del artista (que puede ser una ayuda, pero es siempre inalcanzable) sino a través de las categorías de lo real.

Justo desde esta perspectiva es posible plantearle preguntas a la propia obra, en la medida en que “crea” realidad y esta realidad es una realidad aprehensible, como aquella en la que vivimos. Por eso, podemos decir que esta comprensión estética abre tres vías para la crítica artística, tanto en referencia a la obra, como al creador y al intérprete, pues permite reconocer una cierta objetividad en la obra de arte, desde la cual la ejecución puede ser más o menos acertada, la intención del artista puede coincidir o no con el producto de su acción creadora y la interpretación puede ser adecuada o no a las categorías de la obra real, en la medida en que asuma o no el sentido concreto y completo de la materia que la integra.

En conclusión, debemos contradecir parcialmente a Wilde cuando sostiene que la esencia de la obra de arte es la mentira, pues la creación artística constituye, cuando es más perfecta, el acto supremo de honestidad y humildad frente a lo real (implica estar pegado siempre al sentido verdadero de lo creado) y de este modo, frente a la divinidad.

Le contradecimos solo parcialmente, pues el arte es el lugar de la paradoja, donde la “falsificación” (la copia, la representación) de lo real puede llegar a ser el lugar de manifestación de la verdad de lo real. Eso es lo que permite a otro narrador de género mucho más fantástico que Wilde, J.R.R. Tolkien, decir al cabo de los años:

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Al mismo tiempo, a través de esta sumisión del artista a las condiciones de lo creado por la divinidad, alcanza el subcreador la máxima dignidad, como es la equiparación a la divinidad mediante la cooperación con ella en la co-creación de sentido “nuevo” (o en su actualización) en el mundo.

Nihilismo y arte: voluntad sostenida en el tiempo

Fíjense que esto último que decíamos, el artista como aquel que, sometiéndose a lo real, es divinizado, porque “actualiza” el mundo en colaboración con la divinidad, podría decirse en realidad de muchas otras profesiones que contribuyen a hacer del mundo un lugar mejor.

Esto tiene todo el sentido si comprendemos el arte tal y como en cierta forma debían entenderlo tantos otros artistas y artesanos que contribuyeron desde el anonimato a la creación de algunas de las más grandes obras de la humanidad. La firma del artista, de hecho, no es algo connatural al arte (hasta el Renacimiento no comenzó a extenderse) y aún en sus orígenes tuvo con toda seguridad un sentido distinto del que tiene hoy.

Hoy la firma vale casi más que la obra, antes la firma era totalmente prescindible. Podemos decir que se ha producido una sacralización de la obra del arte y la consecuente elevación del artista al rango de sacerdote, colocándolos a ambos al margen de todo lo demás.

Lo paradójico es que la sacralización de la obra de arte como un tipo de actividad o como un tipo de objeto no sujeto a categoría alguna, como algo en sí mismo, ha convertido la actividad creadora en una especie de engendro comunicativo: el arte es ahora expresión que pretende ser “pura”, tan pura que ha sido liberada incluso de la necesidad de ser comunicación.

Se ha producido así una separación total entre el triple eje artista-obra-espectador que no puede ya ser reintegrada a posteriori, recompuesta una vez producida la ruptura. El arte se presenta entonces, en tanto que expresión sin comunicación, como un acto cuyo único valor fundante es el ser manifestación sin finalidad de una voluntad.

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El camino del artista

En conclusión, todo lo que hemos dicho podría resumirse de alguna manera adaptando aquel aforismo de Wittgenstein —”el sentido del mundo debe de hallarse fuera del mundo”— para decir que el sentido del arte no está en sí mismo, sino fuera de sí, en su capacidad de mostrar la verdad del mundo.

Se abre así un camino para el artista en el que, como en otras actividades en las que el hombre invierte su tiempo, su habilidad y su ingenio, debe poner también su corazón y su razón para emprender el camino de búsqueda de la verdad. No la verdad de uno mismo, como el excedente de una emotividad desbordada, sino aquella que surge del conocimiento de uno mismo y del mundo por medio de la honestidad y la humildad. El tipo de verdad que es capaz de iluminar a través del arte a todos cuantos se acercan a ella en la obra, hasta el punto de hacer cierto aquello que dijo Platón en El Banquete: “la belleza es el esplendor de la verdad”.