La muerte de las lenguas no tiene nunca la misma causa. Unas fallecen de muerte natural, otras por exceso de peso, otras por fallos en el corazón y unas pocas mueren asesinadas. Hay incluso algún fenómeno de aborto, pero temo caer en el error de mancillar el venerable catálogo de los idiomas muertos con el inútil esperanto, un “idioma probeta”. No quiero parecer despectivo en este sentido.
Me parece muy loable que algún lingüista se divierta inventando lenguas. Es una afición tan legítima y justa como algunas otras. Siempre y cuando se quede en eso: una afición.
El latín es una lengua austera, sacrificada, armoniosa, sencilla y rica a una vez
Entre las catalogadas de“muerte natural” entran aquellas lenguas extintas que forman las raíces de las lenguas modernas. Debo decir que siento un profundo respeto por ellas. Su influencia no sólo atañe al campo de las comunicaciones. En cierto sentido han sido el origen y la causa de nuestra cultura, de nuestra sociedad y de nuestra política. Nosotros simplemente hemos hecho evolucionar o degenerar, según se vea, ideas y costumbres de las que somos sencillos herederos. Y esta es la base del famoso “progreso”. Entre las lenguas muertas más conocidas, fallecidas de muerte natural, ocupa un lugar destacado el griego clásico, como cuna de la civilización occidental.
Pero permítanme la libertad de no incluir en ese mismo grupo al latín. Ciertamente hoy en día está cada vez más de moda abordar la cuestión del latín con compasión erudita. Es esa misma compasión que sienten los fuertes para con los débiles o los modernos para con las ideologías superadas. Esa misma compasión impulsa a miles de hombres de toda profesión y estrato social a escuchar con temor reverente los latinajos de oradores y escritores que se dan aires de cultos.
Se aprovechan de un bagaje cultural que está quedando tan relegado como el mismo idioma para sacar frases escogidas, pulcras y grandilocuentes y aplicarlas con no menos pedantería a sus propios discursos.
El latín ha influido de forma notable en las mentes y en las voluntades de cuantos se han dedicado a su estudio y cultivo
Tristemente, esa misma compasión les impide ver a esos tales que no sólo sacan las frases de sus textos, sino que muchas veces también de su contexto. El derecho es el que ha llegado más lejos con sus “habeas corpus”, sus “dura lex, sed lex” y sus “in dubio, pro reo”. Claro está, son las letras puras…
En una sociedad en la que sólo importa el progreso en aquellos aspectos en los que favorezcan el bienestar materialista e inhumano, el latín no tiene cabida. Debe resignarse a esa compasión que le irá poco a poco esquinando y humillando en el arcano cementerio de las lenguas olvidadas. Se trata de una pobre lengua asesinada. Es una pena. Fue asesinada precisamente cuando más necesitábamos de ella. Era uno de los pocos salvavidas que quedaban a flote en los mares del escepticismo y del consumismo en que navega la humanidad.
Y es que el latín, como el griego clásico, no sólo ha sido un efectivo código de comunicación oral, sino que además, ha influido de forma notable en las mentes y en las voluntades de cuantos se han dedicado a su estudio y cultivo.
El latín es una lengua austera, sacrificada, armoniosa, sencilla y rica a una vez. Por eso contrasta inevitablemente con el culto al placer fácil y burdo al que la sociedad actual dedica sus inciensos. Tiene la sabiduría de lo viejo y el encanto de lo infantil. Su riqueza es la de las montañas: a sus faldas, la tranquila vida organizada de los pastores y las huertas; y allá, en las cimas, el éxtasis de las estrellas, el de los verdaderos poetas arrebatados a un misticismo casi divino. Pero ciertamente hoy no interesa lo uno ni lo otro. Y es una pena. Probablemente sea lo único necesario…