Fueron dos, pintaron un muro, y lo llamaron Acción Poética. Y así ha quedado la cosa en sociedad: como cuando mamá le pone «Audrey» a su nueva hija en honor a la excelsa actriz de los sueños de los hombres, y resulta ser tu hermana un no-sé-qué fugitivo de las novelas de Tolkien, o un cuadro de miedo. O un ente del cubismo (y déjenme ahora esconder la mano, damas y caballeros).
Consiste la barbarie de una veintena de edad en imaginar frases chocantes, que interpelen, de temáticas melosas y optimismos de fábrica, y plasmarlas en lugares visibles de la urbe; en muros ruines que porten la blasfemia o paredes de habitáculo cualquiera, como el de la imagen.
Allá va todavía otro muchacho de errática vereda, Marwan le puso su padre, no sabemos en honor a qué actor de fantasía femenina. Cantautor y denominado poeta, que ha cosechado un éxito impredecible para el género.
Pero también se le llama poeta. Poeta, sí, ese sobrenombre glorioso con que la patria de Aristóteles bautizó a los grandes hombres de ayer, que hoy escasean entre nosotros; «ποιητής», o creador, emparentando en la tarea a los maestros de la realidad con el Supremo Hacedor que les precediera. Creadores de lo creado (o lo dado), y así el magnífico arte, el primero de todos, era oración para el creyente y veneración para el pagano, digiriendo los manjares de «Deus sive Natura» en candorosa contemplación, para cantarles y mostrarlos a un tiempo. Poeta, así llaman al de los besos de calidez superna, y me escuece la bilis en la entraña.
Siendo sinceros, como cantautor se le perdona. No pasa nada; cualquiera puede coger una guitarra y elaborar melodías cautivadoras para acompañar la vacuidad de una palabra. Si gustas, vendes, y así se aplica la ley del mercado a los artificios de bolígrafo. Yo soy de ésos que en una canción «pop» (exclusive honrosas excepciones) buscan sensibilidad melódica y los portentos de una voz, y lo mismo me da si el autor compone en alemán o en griego del siglo primero. Como Now we are free, la banda sonora de Gladiator. ¿A quién diantre le interesa el texto? Nos han acostumbrado a podredumbre y algunos lo aceptamos: el mundo de la música comercial da pena, y tiene muy poco que ofrecer al paladar literario.
«Ella y el campo hiciéronme poeta», exclamó una vez Gabriel y Galán tras la muerte de su esposa. Y Dios, o Natura, sabe qué demonios significa hoy el vocablo.
Y Acción Poética y Marwan son sólo dos ejemplos de vulgarismo y decadencia, con mil perdones. Cualquier afiliado a la vorágine de excrementos que son las redes sociales puede comprobar la exuberancia del género. Todo son frases bonitas sobre imágenes chulas. Mariconadas por doquier. Y el Todo infalible, en que Facebook y Twitter suman mayoría absoluta, ha tenido la intolerable sinvergonzonería de calificarlo como «poesía». Entonces rompí mi garganta.
Me sangran los ojos, qué quieren que les diga. Los acérrimos defensores de tamaña suerte de heces me imprecarán llamándome envidioso. Me queda negarlo con palabras huecas. Otros dirán que soy un desalmado que se goza en el fracaso ajeno, por lo que aborrece su éxito y para lo cual se afana en su descrédito. Y aquí, queridos apologetas del vertedero, saco pecho y con orgullo, si queréis de esnob; me glorío de confirmarlo.
Siempre he sostenido que los filósofos no tiran de la masa, sino que son los poetas. Los poetas son hombres que ven, digieren y reproducen para otros. Los intelectuales de la pedantería, acaso petulancia, trabajan para mostrar que saben lo mucho que saben (no les quitemos ese mérito); los poetas, allende el saber, comunican. Y más que comunicar, integran; hacen al lector partícipe de sus aventuras por los lejanos e inaccesibles mundos de la realidad; levantan el velo de las cosas y abren la profundidad de la verdad bella al alma del diletante. Éstos, y no aquellos profesionales de la sabiduría, son los que arrastran como un mar cuantos oídos adornan con su voz.
Nos salvará el arte, y no melindres en poemas de mierda.
Cuestión distinta es aquélla de si existe un filósofo de veras que no sea poeta, o de si hay poetas que no son filósofos. Que le pregunten a M. Zambrano, a J. Ortega y Gasset o a M. Unamuno, y recibirán una ardorosa negativa.
Pues bien: hay que cobrar cuenta de que prostituyendo el celeste término de recreador, y atribuyendo título tan excelso a cualesquiera inmerecedores, nos hacemos nosotros mismos inmerecedores de la recreación y nos condenamos a la errancia en páramos de sombra. Si encumbramos la dichosa mediocridad, que todo lo carcome con el tiempo, lo hacemos a costa de aniquilar los fanales en la noche del hombre; apagamos la luz que penetra las cosas y es capaz de representarlas. De recrearlas. Sólo hay un lugar para los pretendientes a luminarias: o lo ocupan los poetas o lo ostentan los gandules de lo bonito.
Lo bonito… ¡Asco da lo bonito! Estamos en proceso de abandonar lo bello y de sustituirlo por lo bonito. Dicen que mi generación, la de los jóvenes de los noventa, ya lo hemos perdido. Tontunas de viejos presuntuosos.


«Quod visum placet», así definían los clásicos la pulcritud, la belleza de las cosas; lo bello es lo que visto agrada. Place. Pero hay que ver para gustar, y así no hay belleza sin conocimiento. Lo que llamamos «bonito» (¡ah, palabra de Satán!) no es más que la abstracción del placer, de la delectación. Podríamos decir que si la belleza es la cualidad de las cosas por la que una vez vistas agradan, la boniteidad de los infiernos es secamente el agrado mismo. Y las cosas dan bastante igual.
En clave ética, si se prefiere: los griegos que nombraron por primera vez a los poetas utilizaban el mismo término para denominar lo que nosotros hacemos con «bien» y «bello»: «καλὸς». La belleza estaba íntimamente relacionada con la bondad, de manera que sólo el bien podía ser bello, y aún más siempre lo era. El bien-bello, como lo llamaron numerosos autores, fundiendo en unidad lo que nosotros hemos separado. Éste es el «ars» verdadero de los latinos, que además de agradar edificaba a la persona. A los poetas de lo bonito les trae sin cuidado lo que no sea la experiencia deleitable —que no estética—.
Acción Poética: iré a tu casa y aprovecharé el muro inhóspito y polvoriento que obstaculiza tu ventana, y asfixiando su virginidad en el puño en que sostendré mi brocha, te dedicaré un par de palabras huérfanas de padre y estériles de vida, pero que te emocionarán al verlas. Algo así como: «muero desde que me faltas, vida», o algo más barroco como: «elevé tu nombre a los vientos y se lo llevaron. Y espero a que traigan de tu voz el mío». Y moveré tu afecto si adoleces de sensiblería, pero nada más; son construcciones caducas que no labran nada, que pasan como sal sobre el mar.
Marwan es un autor ingenioso, chocante, que llama, pero sin poder alguno. Es pasión abstraída, y su principal virtud es su perdición. Y llamar poeta a quien sepa hilar dos palabras logrando un efecto original es una barbaridad, una hórrida calamidad.
Sólo la poesía puede salvarnos, en eras de tiniebla y fantasmas. Sólo la luz tenue de una vida profunda y fecunda puede servirnos de ejemplo y construirnos en la inhóspita oscuridad. Pero no la delectación vacía de palabras de un desconocido, ni creaciones azarosas enjauladas en un folio. Verdad y bien, belleza de verdad, «pulchrum», si me lo permiten; nos salvarán los poetas del kalós, y no los poetas de lo bonito. Nos salvará el arte, y no melindres en poemas de mierda.

