Podría seguir buscando el adjetivo perfecto. Pero no lo haré. Podría esgrimir un verbo que lo encarne. Pero sería como quien busca atrapar el agua mientras se le escurre entre las manos. Debería encontrar el léxico adecuado, el momento justo o una simple estrofa de canción. Pero no. Este tampoco es uno de esos artículos. Diría entonces que brota de mi un simple homenaje a un hombre que de vez en cuando pasa a visitarme. Que lo quiero, aún sin conocerlo. El Quijote de la modernidad. Parte de mi identidad.
A Charly García se lo conoce como el padre del rock en español. Y casi sin quererlo se me desprende al papel un lazo que nos une. El de la paternidad. Porque en última instancia mi historia empezó cuando de niño mi viejo no tenía más alternativa que hacer crujir la púa en uno de sus vinilos. Era el único modo de que accediera a comer. Ese acto de rebeldía infantil cruzó nuestros caminos. Si no sonaba García el nene no comía…
Pasaron los años, las bicicletas y las burbujas de cristal. Irrumpió la adolescencia con todos sus matices y la bandera del “yo soy”. Cuando el alma y el cuerpo combaten codo a codo. En ese ámbito me hallaba husmeando en una vieja disquera y me encontré con una tapa del hombre en cuestión. Esta fue la llave de un nuevo mundo repleto de sonidos, metáforas, suspensos y hasta alaridos de felicidad.


Y allí estábamos los dos mirándonos frente a frente. Clavándonos la mirada. Mi niño interior y el de mi adolescencia. Allí estaba mi padre también y, claro está, también García. Simbólicamente éramos 2, 3 o 4. Fácticamente era uno solo.
Y allí estaba mi cuerpo nuevamente años más tarde esperando para verlo salir tras el telón. La música comienza a sonar, el teatro apaga las luces y entre Molinos de viento aparece el flaco de figura desgarbada cantando “llegará el día en que estemos juntos, haciendo todo por este mundo, paralizando la Tierra“.
Y todo se detuvo a mí alrededor. El tiempo, mi historia, mi padre, el vinilo. Todo.
Esa fue la primera vez que vi un recital del prócer argentino. Casualmente el mismo día de mi cumpleaños. Y en esos cálidos besos que nos regala la vida me hallé con un ticket en mano que decía “Charly García, concierto de cumpleaños, 27 de Octubre”.
Son tantas las señales que encuentro cuando miro atrás. Es tan fuerte y claro el mensaje que no puedo esgrimir estas palabras sin hablar en primera persona. Aflora en mí la admiración y el respeto ganado. Pero, sobre todas las cosas, aflora el genuino amor a un artista con todas las letras. Y ese detalle pinta a cuerpo entero lo que este muchacho genera en sus seguidores.
Querido lector no se confunda: no somos fans sino gente común que camina por las calles, que trabajan y se ganan el mango, y que lo queremos estoicamente. Porque debe saber que García nos ha plantado un centenar de veces. Abandonó recitales, rompió guitarras o llegó horas más tarde de lo acordado. Y siempre estuvimos allí. Pendientes de él y su sonrisa. De su mirada. De su música.
Ese influjo hipnótico que despierta solo se accede por la experiencia. ¿Cómo explicarle a un ciego que es la luz? Pues bien, escuchar a García no se trata de prestar el oído sino de entablar un vínculo. Cuando uno logra situarse en sus zapatos y ver el mundo desde allí, solo resta rendirse ante la belleza del mismo.
Caminamos juntos mil calles. Con los auriculares puestos, en distintos escenarios y localidades. Horas y horas de mi vida. Todas y cada una de ellas valieron la pena. Entiendo a Charly desde esa cultura del encuentro que define al gen sudamericano. En la Argentina, justamente donde nos codeamos entre la vieja Europa y los coletazos del Tercer Mundo. En ese mundo disparejo de Maradona, Evita, Gardel…y García. En esa incomprensión con sentido, el dilema poético del tango, el auto-boicot hecho carne, el puñal en la espalda de nuestros seres queridos. García toma un poco de cada uno y lo enaltece. Porque, pese a quien le pese, el arte eleva. Y este señor le ha movido el eje a la Tierra en más de una ocasión.
Curioso lector, lo invito a ser parte de esta historia. Esté donde esté. Presione play y dele rienda suelta a una de sus canciones. Esas que se empezaron a escribir cuando tocaba el piano a los 3 años y le diagnosticaron oído absoluto. Esas que a los 5 ya eran Chopin o Mozart. Esas que a los 12 se lucían en las manos del púber que ya ostentaba el título de profesor. Porque ese es mi querido Charly, el niño prodigio que escuchó a los Beatles y todo cambió. El mismo que se le plantó a los militares o saltó 9 pisos de un hotel para caer en una pileta. El mismo que habita a la vuelta de la esquina en el barrio de los distintos que nacieron para encender luces.
Ya lo dijo el maestro: “Cuando estés mal, cuando estés solo. Cuando ya estés cansado de llorar. No te olvides de mí, porque sé que te puedo estimular”.

