Para homenajear al fallecido pintor y arquitecto Viktor Hartmann (1834-1873) se organizó una exposición con obras suyas, la cual sirvió de ocasión para un nuevo homenaje: los Cuadros de una exposición (1874), de su amigo Modest Musorgski. La obra, originalmente escrita para piano, es seguramente más conocida por la orquestación de Maurice Ravel, aunque existen, además, numerosas versiones a manos de los más variados músicos “doctos” y “populares”.
La versión original presenta pasajes cuyo lenguaje es claramente pianístico, sin embargo hay otros en los que el instrumento del estereotipo romántico solitario queda claramente estrecho ante la energía expresiva de la música. Esto ha fascinado al enjambre de orquestadores, arreglistas y desarreglistas que le han metido mano. Esto y algo más.
Es patente el realismo descriptivo de cada uno de los cuadros, pero limitar la obra a un mero set de imágenes musicales es admisible sólo en el nivel más superficial. Podemos comenzar considerando el hecho de que al inicio hay un Paseo del espectador de la exposición (el mismo Musorgski, en primer análisis), el cual entra seguro, desprovisto de acompañamientos, en melodía monódica y de métrica irregular: el personaje solo. Este paseo, como ya lo sabrá bien el lector-oyente, se repite en diversos momentos; no después de cada cuadro, sino entre algunos de ellos y muestra la fluctuación en el estado de ánimo del espectador que contempla la obra del amigo muerto. El Paseo será la clave del que no se limita al hedonismo estético. El programa de los cuadros puede encontrarse sin dificultad en la red, por lo que no me detengo en ello.
De una ojeada a la partitura y de una escucha atenta se puede observar que Musorgki era un tanto desprolijo. Se encuentran algunas alteraciones omitidas y voces mal conducidas. (Para el lector bisoño en la materia, sería más o menos como decir que comete errores ortográficos y algunas arbitrariedades sintácticas). Las primeras se corrigen, según el obvio sentido; las segundas, en cambio, obedecen a la tendencia anti-academicista (entiéndase “anti-europea occidental”) de los nacionalistas rusos y forman parte del carácter mismo de la obra (cuya explicación no se puede reducir al lamentable alcoholismo de su autor). Una técnica que se halla en germen en el cuadro séptimo, Limoges. Le marché (La grande nouvelle), fue desarrollada por compositores como Stravinski: se trata de la fragmentación en motivos (pequeñas células rítmico-melódicas) que se repiten, alteran y alternan, como interrumpiéndose (estilísticamente se la vincula al neo-primitivismo). Hasta este cuadro, todo parece más o menos pacífico.
La proporción entre la duración de la obra desde el inicio hasta el octavo y antepenúltimo cuadro, Catacumbas, y desde éste hasta el final, si no fue conscientemente deseada, tampoco es casual ni indiferente: es muy cercana a la proporción áurea. Esto marca a Catacumbas como un punto de inflexión y a lo que con ella empieza como un desenlace. El color ya es otro: estamos en una situación íntima, calmada y contemplativa; el Paseo ya no es entre un cuadro y otro, no es de un espectador que mira desde fuera: Musorgski medita sobre la muerte del amigo, no se limita ya a sólo mirar las catacumbas y ahora entra en ellas; ahora el Paseo es en y a través de las catacumbas, entra en contacto con Hartmann. Si bien es en un territorio escondido, subterráneo, el escenario pertenece a la realidad material de este mundo y los que ahí se encuentran, o han perecido o están destinados a perecer.
Interrumpe, entonces, La cabaña de Baba-Yaga, bruja del folklore eslavo, cuya maravillosa morada tiene forma de reloj y cimientos como patas de gallina. La fuerza de la pieza es muy grande y empuja la música hacia delante. Lo exige el equilibrio dramático, pero no por sola necesidad estética, sino también por el desarrollo del viaje espiritual que está viviendo el que entró a la exposición como espectador. Es el mal que viene a acechar al que ha descubierto una realidad más grande y la intuye trascendente; viene a distraerlo e inducirle miedo. La escala ascendente con la que termina parece exigir una caída en un acorde fortissimo y, sin embargo, es sólo un forte de majestuosidad templada.
La gran puerta de Kiev, último cuadro, fue un proyecto arquitectónico de Hartmann jamás construido y es el lugar del segundo reencuentro entre los amigos. A Dante se le concedió la visión de los bienaventurados en los círculos de los planetas, aunque aquéllos no se encontraban allí. Más tarde, cuando ya no existe el “más tarde” ni el “cuando”, pudo verlos en el Empíreo, donde moran con Dios y, gracia extraordinaria entre las extraordinarias, ya con sus cuerpos resucitados y gloriosos. Si el primer reencuentro de Musorgski con Hartmann fue a modo de sombra en un lugar que, aunque escondido, pertenecía a este mundo, esta vez se da en un espacio abierto pero ultramundano, representado en el papel pero existente sólo en el alma de Hartmann. La atmósfera de la pieza, luego de alguna ostentación de boato, tiene algo que recuerda las Catacumbas. Es entonces que se oye, como a modo de campanadas (¿a modo de llamada?), el acorde de Tristán (uno de esos loca que más ha dado que hablar en la historia de la música). Es verdad que la posición, escritura y función del acorde, como las usa Musorgski, son distintas a las de Wagner, pero las notas son las mismas y eso se oye. El uso retórico que debía darle el ruso no era idéntico al que le había dado el alemán, pero tampoco era del todo distinto. Para Wagner el acorde representaba las ansias pasionales, el deseo no apagado de los amantes. Musorgski, en cambio, con una solución armónica y una factura diferentes, lo conduce hacia un campanilleo desde el que, no se sabe bien cómo, empieza a dibujarse el tema del Paseo. Sí, está paseando por esa Gran Puerta jamás construida; el deseo de ver al amigo es satisfecho, no en este mundo, sino paseando con él por su alma. El amor de amistad tiene también sus deseos y el que ha perdido un amigo (un tesoro) le ofrece un homenaje del que pocos son capaces, entrando en comunión.