No fueron las Lamentaciones del profeta Jeremías en la versión de Palestrina o de Lasso que, aunque son propias de la Semana Santa, parecen ajustarse más que otras obras a un repertorio cuaresmal. No la Krönungsmesse de Mozart, ni la Missa somenis de Beethoven, ni una obra del repertorio sacro de Bruckner o de Messiaen. En realidad no fue una obra sacra de ningún tipo, sino Carmina burana, de Carl Orff la que estuvo presentando hace algunos días el Pontificio Instituto de Música Sacra de Roma. El título completo de la obra es: Carmina burana: cantiones profanae cantoribus et choris cantandae comitantibus instrumentis atque imaginibus magicis. Sí, el principal bastión de la música sacra católica a nivel mundial presenta, durante la Cuaresma, cantiones profanae… imaginibus magicis. ¿Por qué?
Se ha dicho de Carmina burana que es una exaltación del paganismo, de la voluptuosidad, hasta de la obscenidad —los más osados—. Se la ofrece como una loa a valores que el cristianismo se esforzó por superar. Se canta como un pregón a la satisfacción de los anhelos de amor, placer, regocijo y algarabía que albergamos todos. Pura alegría, exuberancia, juventud y belleza.
Comienza la obra con el famoso O Fortuna, cuyo texto describe las subidas y bajadas caprichosas de esta rueda, que nos tiene nerviosos ante la incertidumbre. Pero no es nada tan grave como para preocuparse: los poemas musicalizados que lo suceden nos cantan a muchachas hermosas y bebidas embriagantes; un futuro promisorio que hay que gozar mientras se pueda. (Aunque Damocles no habría estado tan de acuerdo.)


Agustín de Hipona, con la agudeza que lo caracterizaba, hace en La ciudad de Dios una crítica interna al culto ofrecido a la diosa Fortuna: si la diosa atiende a los méritos de quienes le rinden culto, entonces no es propiamente fortuna; si no atiende a los méritos, entonces no tiene caso rendirle culto.
La visión trágica sobre la realidad, la auténticamente trágica está estrechamente vinculada al concepto de la fortuna: el principio originario y guía es lo irracional y, por tanto, no hay verdaderos responsables de los males ni hay un Bien como finalidad. Todos estamos bajo la espada de Damocles, situación ante la cual se pueden tomar distintas posturas conscientes o inconscientes.
Orff seleccionó poemas del manuscrito homónimo, encontrado en el monasterio Benediktbeuern, y los ordenó situando al final aquellos que hablan de amor. Alterna en las últimas piezas la dulzura (In trutina y Dulcissime), el júbilo (Tempus est iocundum) y la majestuosidad (Ave formosissima). Precisamente en este penúltimo canto se loa con gratitud a la Venus generosa, dejando un agradable sabor de boca por este casi-final feliz. No termina ahí. La obra se cierra con una repetición del O Fortuna: esa rueda girante con subidas y bajadas. Al situarse al final, hace de la totalidad de la obra también una rueda. Como marco, nos da a entender que todo gozo que allí se encierra es incierto; como rueda, que todo vuelve a comenzar igual que antes. Es la visión cíclica sobre la historia, tan cara al paganismo (que retomarán otros, como Nietzsche). Nos está diciendo que esto se puede repetir porque no hay un punto de llegada; éste será acaso. La historia se puede terminar en cualquier parte, sea dulce o amarga. Ni los dioses tienen poder sobre el hado.
Carmina burana no es tanto una loa como una descripción, una constatación de lo que es el paganismo. Presenta lo que hay y a atenerse a las consecuencias, que no pueden ser otras distintas a la pérdida del sentido. Sentido del origen, de la finalidad, del dolor y del mismo gozo. Volens nolens, Carmina burana es una advertencia.

