El museo Thyssen-Bornemisza, con la colaboración del museo Munch de Oslo alberga, desde el mes de octubre, una amplia exposición pictórica del célebre expresionista noruego, Edvard Munch. Un expresionismo que posee el mérito de haber logrado transformar en arte no sólo los sentimientos más humanos, sino también los presupuestos filosóficos y literarios del existencialismo de Kierkegaard e Ibsen (con un guiño al desmadejado Nietzsche), sin caer en la trampa surrealista de la búsqueda a priori de la pureza, ni en el hechizo de la geometría.
Se trata de una pintura de trazos simbólicos, teátricos, de gran belleza natural y arquitectónica. Pero sobre todo se trata de una pintura que trasciende los valores del color, de la figura y del mismo tema en cuestión para susurrarnos al oído una intuición profunda de ese gran desconocido: el hombre.
Paloma Alarcó, comisaria de la exposición, ha tenido el acierto –entre tantos– de ofrecer, dentro de la fluidez que caracteriza el recorrido, una sala que encierra los temas del Beso y de la Mujer Vampiro. Después de hablarnos de la melancolía, de la muerte, del pánico, de la mujer, del melodrama (la vida, ese teatro a ratos cómico, a ratos trágico, pero siempre dramático), y antes de envolvernos en la oscuridad de la noche, la exposición nos propone el tema del amor. Y lo hace girando en torno a estos dos temas, representados cada uno en varios cuadros.
Llama la atención que, en el planteamiento de la exposición del Beso, las figuras del hombre y la mujer que participan en este acto íntimo parecen irse fusionando poco a poco, hasta convertirse en uno solo. Parece que Munch abstrae tanto la figura, como también la polaridad de la relación, lo cual resalta no sólo teniendo en cuenta la experiencia turbulenta de sus propias relaciones íntimas con distintas mujeres a lo largo de su vida, sino también respecto al resto de los cuadros que tratan a la mujer –siempre independiente, con su propia figura, con su propia misión significativa dentro de la estructura del cuadro–. En el Beso, no se trata de subrayar la individualidad del hombre y la mujer, sino la riqueza de su unión según el éros, en el sentido de entrega amorosa desde una perspectiva fundamentalmente pasional. No hay rostros, por supuesto, porque los rostros para Munch son máscaras que ocultan el misterio. Y en este caso se trata un misterio que el artista noruego no quiere esconder.
La mujer deja de ser la donna gentile, la caricatura victoriana del ideal poético renacentista, –tentadora y lejana o angélica e igualmente lejana–, apartada del hombre con quien a duras penas –y en pocos cuadros– mantiene un contacto visual, y se convierte en una igual, con quien el hombre puede fusionarse para que surja una nueva identidad. Pero a partir de aquí el cuadro se sublima: es fácil percibir que la impresión recibida por el que contempla la obra no es la de la excitación erótica.
Y no por falta de maestría expresionista de Munch, sino por la intención última de la composición. El Beso transmite paz, cumplimiento, sentido de culmen y de logro. Hay un cierto “algo más” que se cuela por los resquicios de los trazos y que tira del corazón hacia arriba. Un “algo más” que se acerca con melancolía hacia un amor de ágape, sin llegar a alcanzarlo y que recuerda con añoranza la relación armónica de Adán y Eva, perdida tras la puerta cerrada del paraíso.


Por el contrario, la Mujer Vampiro –obra que pertenece a la composición general cumbre del artista: El friso de la vida– nos habla de un amor oscuro, en el que hombre y mujer, cubiertos –no en vano– por tonos sombríos, participan de una relación de amor prohibido. Es la pirámide desquiciada, envuelta en un halo oscuro, en la que se celebra la muerte de cualquier significado positivo o trascendente que pudiera tener una relación sexual. Muerte corroborada por el mordisco vampiresco que rompe cualquier intento de armonía. Una imagen que habla de agonía, del desequilibrio entre el dar y el recibir en una relación abusiva. Aquí la imagen del hombre y de la mujer están juntas, podría decirse incluso que demasiado juntas. Sin embargo no tienen la menor posibilidad de convertirse en una sola.
El pelo rojizo de la mujer –destrenzado con la libertad con la que se comete la culpa, en tonos de llamas condenatorias que se deslizan por la espalda del penado–, destaca con brutalidad sobre el entorno verde oscuro que sirve de marco. Ese verde nos puede recordar el paraíso, pero a lo mucho será una mofa. O nos puede recordar a un bosque, marco frecuente de las obras de Munch, con sus trampas, sus sombras, sus tentaciones; lugar donde se celebran los ritos paganos del amor, donde hasta el caballero más virtuoso puede perder su alma y morir.
A la historia detrás de la Mujer Vampiro nos ha acostumbrado Hollywood, con más falseamientos que aciertos. En definitiva consiste en el mito del pecado de la sensualidad: el hombre que se siente tentado por una perfección sensual hasta descubrir que se trata de una trampa, la trampa del invertir esfuerzos en alimentar las pasiones inferiores, hasta ser al fin arrastrados por ellas a la tumba. Es el mito de los súcubos, de las sirenas, de los vampiros, sí, pero también el mito del servilismo a las adicciones del mundo: al sexo, a las drogas, al alcohol, a la ambición, al materialismo… A esa vorágine del sinsentido en la que buscamos consuelo y que nos arrebata nuestra humanidad.
La Mujer Vampiro, en el fondo, no es un cuadro de amor, como muchos parecen pensar, sino de todo lo contrario. Si el Beso nos ha enseñado que el amor nos completa como seres humanos, la Mujer Vampiro muestra el fracaso de una soledad que busca consuelo y sentido donde sólo hay miseria y muerte. Una muerte solitaria.

