Desde el 26 de junio y hasta el 30 de septiembre se puede disfrutar en el Museo Thyssen de la exposición monográfica de Monet -Boudin. Se trata de en un recorrido que entrelaza las vidas y estilos del gran pintor impresionista Claude Monet (París, 1840 – Giverny, 1926) y su maestro Eugène Boudin (Honfleur, 1824 – Deauville, 1989), representante destacado de la pintura al aire libre francesa de mediados del siglo XIX.
Juan Ángel López, comisario de la exposición y conservador del Museo Thyssen, reúne alrededor de un centenar de obras de ambos pintores, que entablan un diálogo delicioso de estilos complementarios. La presentación conjunta de la obra de ambos pretende no solo arrojar luz sobre el periodo de aprendizaje de Monet si no también sobre la evolución de la carrera artística de los dos pintores y el origen del movimiento impresionista. En el recorrido de la muestra se pueden apreciar las influencias que cada uno ejercía sobre el otro, así como la evolución de una realidad figurativa pintada de manera fiel a un impresionismo de realidad desdibujada en donde la supremacía de los colores y la luz toman posición, como pregnancias de lo visual más que registro con detalle.


Monet comenzó imitando a su maestro Baudin, y según fue evolucionando su propio estilo, fue el propio Boudin quien, en profunda admiración hacia la audacia de su discípulo, termina influido por su estilo y desparpajo colorista y manejo del pincel. Comienzan en un realismo paisajista, del cual Monet avanza hacia un impresionismo sutil al principio y descarado al final. Por otro lado, Boudin se mantiene fiel a su realismo hasta que comienza a hacer suyo el estilo de Monet, haciendo manifiesta una tendencia al impresionismo en sus últimos años, donde lo visual y sensorial cobra una mayor relevancia en su obra. Los amplios brochazos, llenos de carácter son, de cerca, un conjunto de expresionismo abstracto y, a la distancia adecuada, cobran sentido a modo de pregnancia o impresión visual que conforma en la imaginación una puesta de sol, una casa en la colina o un lago de nenúfares.
“Uno observa cómo cuanto más distorsionada y difusa se ve la realidad y menos atención se presta al detalle, más interés se encuentra en ella”.
A la luz de esta exposición, uno observa cómo cuanto más distorsionada y difusa se ve la realidad y menos atención se presta al detalle, más interés se encuentra en ella. Esta afirmación aparentemente contradictoria y sin sentido se confirma cierta en nosotros. Visualmente, nos atrae más aquello que da lugar a que la imaginación complete las formas que cuando se nos es dada la realidad como fotografía con todo lujo de detalle. Una representación figurativa realista se os hace atractiva en una primera mirada: recorremos visualmente la imagen y nos produce satisfacción reconocer en ella elementos conocidos. En la segunda mirada, la imagen pierde todo el interés suscitado al principio. Esto es porque recordamos lo visto y ya no encontramos nada nuevo en ella. Por el contrario, en la imagen no realista, desdibujada, difusa o incompleta, la mirada tarda más en reconocer lo conocido, y por ello encuentra más satisfacción en contemplarla repetidas veces, puesto que el reconocimiento no es inmediato sino poco a poco, hay más indefinición en la que reposar la mirada y se descubren matices nuevos cada vez.
Lo que nos enseña el movimiento impresionista es una nueva manera de mirar la realidad, no enfocados en lo estable y lo definido, sino en lo difuso, lo arbitrario, aquello que va cobrando sentido poco a poco en nosotros. Ir descubriendo la realidad dada según vamos enfocando la mirada y descubriendo la relación de los colores y la luz en la imaginación es como ir descubriendo poco a poco el final de un buen libro, en el que se mantiene el suspense hasta el final. La mirada impresionista sobre la realidad de nuestra propia vida tiene una belleza singular en el disfrute del ir descubriendo poco a poco lo que se nos presenta y la manera en que se va configurando nuestro camino y todo va tomando su lugar.

