En el arranque de Trainspotting, Renton, un joven escocés enganchado a la heroína, huye hacia Dios sabe donde de Dios sabe quien.
La película que puso en el mapa a partes iguales a su director, Danny Boyle, y a su protagonista, Ewan McGregor, tiene la categoría por parte de la crítica popular de “película de culto”. Los criterios que entonces se enarbolaron, para darle esta “etiqueta de oro”, residen en el crudo retrato que fue capaz de plasmar en su momento de la juventud escéptica y hastiada de comienzos de los 90, la problemática social que generó la drogadicción en aquella generación y cuenta en su haber -algunos dicen que de forma magistral- con la cualidad de llevarnos en un relato igual de oscuro que “Réquiem por un sueño” pero con una sonrisa negra de principio a fin.
El caso es que en Trainspotting, en la primera secuencia, a lo largo de la carrera frenética de Renton, una voz en off va enunciando las elecciones que cualquiera de nosotros, si no frenamos el tren de la vida, nos formulamos con pereza al llegar a casa cada fin de semana del tiempo ordinario. Con la desgana propia de la tripa llena, sabiendo con opulenta despreocupación que después de comprar una lavadora, una televisión “grande que te cagas”, de “llenarnos la boca de puta comida basura” o de escoger cualquier electrodoméstico con el que embotarnos la mente y aplastarnos el espíritu… Después de todo eso, todavía quedará algo en la cuenta corriente.
Y esa sensación de vacío y algo de rabieta interior es lo que nos provoca la nueva película de Michael Keaton, “El fundador”.
Es exactamente igual que una hamburguesa de un euro. Está bien. Es sabrosa. Tiene un sabor inconfundible. Quizás sobra el segundo pepinillo.
Te la dan, si no hay demasiado puberto en la cola ni mucha familia ociosa en la cola del McAuto, en cuestión de un par de minutos. Viene en una bolsa de papel bien envuelta. Y su propuesta de colores verdes, junto al anuncio impreso con el detalle de las calorías bovinas y grasas saturadas que vas a ingerir, tiene un toque sano que hace que no le remuerda por un instante, lo que tardas en comértela, la conciencia a tus michelines.
Solo que si vas a McDonald´s a comerte esa única hamburguesa, después de todo el jaleo de ir hasta la “M” flotante de tu barrio, verás que no es suficiente para saciarte.
Y si vas al cine porque deliberadamente has escogido como opción primera esta película, descubrirás en los créditos que no era suficiente para irte del todo conforme con lo que te podían dar y finalmente te han dado.
“El fundador” cuenta la historia de Ray Krok, un comercial de batidoras eléctricas que a mediados de los años 40 estaba estancado en la mediocridad. Por un pedido, que poco después será el más inoportuno de la historia de los negocios, los hermanos McDonald´s, que entonces regentaban un pequeño pero exitoso puesto de hamburguesas de 10 centavos, conocen a Krok.
Este descubrirá, en su primera visita al establecimiento de Arcadia (California), que el sistema mecanizado para tener hamburguesas pequeñitas y deliciosas a centenares en cuestión de 2 minutos es, definitivamente, su camino al estrellato.
Y así lo fue. “Se apropió de una idea y el mundo se la comió”. Ray Krok, usurpando una idea grasienta, se convirtió en una de las personas más influyentes del pasado siglo gracias a su agencia inmobiliaria revestida de restaurante de comida basura.
McDonald´s está presente en 118 países y en unos siglos, en la Luna (o en Marte. Donde toque estar con la bandera americana), con cerca de 40.000 franquicias abiertas donde se pasan por la plancha y/o freidora toneladas de carne de cerdo, vaca, pollo, tubérculos y pescado que nutre a 68 millones de personas al día.
Pero vayamos a la película.
Esta es bastante plana. Entretenida. Sin más.
Las actuaciones de los hermanos McDonald (encarnados por los grandes secundarios de “Fargo” Nick Offerman y John Carroll Lynch), la del propio Michael Keaton en el papel del villano Krok y de Rachel McAdams, como propulsora del batido en polvo tan famosos en los 50 y 60 de la franquicia de las hamburguesas y alegría carnal del ambicioso usurpador, son notables. Soportan el relato.
La tensión del proceso paulatino de timo y desencuentro entre los hermanos y Krok está bien llevado y es lo que le da el toque picante y fundante a la película. La tensión sexual resuelta sin detalles entre Krok y la ex esposa de un socio suyo, relación duradera unida por la avaricia y el anhelo materialista más seboso, es interesante y está bien ejecutada. Especial atención al momento de la llamada de teléfono entre uno y otro.
No hay ningún tipo de simbología agregada, no hay crítica de ningún tipo a la industria hostelera. No es un documental histórico, ni muchísimo menos.
Es una historia contada desde un narrador mudo que teniendo la oportunidad de hacer una enmienda explícita a uno de los mayores agentes de la obesidad mundial, se queda con imágenes a lo Charlotte McKinney en la final de la Super Bowl de hace un par de años. Y no hay que darle más vueltas.
Lo peor seguramente radique en la música, que te desengancha en varios momentos de la película, formulándote preguntas incómodas como “¿Por qué narices sigues el hilo musical de la elaboración de hamburguesas si ya ha pasado la secuencia? ¿estoy atrapado en un musical cutrón?”.
Sabrosa, pero lo justo. Quizás la mayor proeza del film es haber conseguido que te quedes con la misma sensación extraña de decir que algo te has perdido, que estás todavía con apetito. Y resulta que solamente te has comido una hamburguesita de 1 euro y ya te estás marchando del lugar, con el estómago medio vacío y una sensación extraña de colesterol e insatisfacción personal.
Imagen de portada de IMDB