Fue Miguel de Unamuno uno de los primeros lectores españoles que se detuvieron en la figura del teólogo danés Søren Kierkegaard a principios del siglo XX en su obra Del sentimiento trágico de la vida (1912). En ella Unamuno refleja una de las ideas principales sobre la que gira la filosofía de Kierkegaard que inauguró la corriente existencialista en Europa: la lucha agónica del ser humano por conquistar su deseo de libertad. Este pensamiento se convirtió pronto en una constante en las novelas que la crítica literaria ha catalogado como noventayochistas. Ese sentimiento trágico lo podemos ver de igual forma en la obra capital de la narrativa noventayochista El árbol de la ciencia (1911) de Pío Baroja, en la prosa poética de La voluntad (1902) de Azorín y en la obra más importante de Unamuno, Niebla (1914). En esta última obra hay un sentimiento permanente de lucha del protagonista, Augusto Pérez, por afirmar su propia existencia: «tengo mi carácter, mi modo de ser y mi lógica interior».
Este sentimiento agónico de lucha por afirmar nuestro propio ser y nuestra libertad va repitiéndose de generación en generación como si de la libertad naciera esa sensación de agonía tal y como la describe Kierkegaard en El concepto de la angustia (1884): la angustia nace ante la idea de necesidad, de lo demoníaco, donde el mundo queda constreñido a la incomunicación. Los personajes que recorren las páginas de estas novelas son seres abúlicos, incapaces de comunicarse con el otro, reducidos a un sentimiento de apatía que los aleja del mundo. Son seres que expresan el angor vivencial del sujeto moderno y, sobre todo, conectan con el estado anímico instalado en los últimos meses en el vivir de nuestro día a día.
En la era de lo pasajero, donde la existencia y la afirmación de nuestra libertad se desvanecen como la sombra negra de Max Estrella al caer al suelo mientras su compañero le roba el poco dinero que lleva en el bolsillo, de la realidad de los caracteres limitados, de los contratos temporales, de los sueños que se diluyen en nombre de una pandemia que ha hecho destapar los males endémicos sobre los que se encuentra construida nuestra libertad democrática, se va formando el sustrato de una generación vacía, que lucha de nuevo como el protagonista de Unamuno por confirmar su existencia, más cuestionada que nunca.
Con octubre llega el otoño, una época que, como señalaba el heredero del existencialismo kierkeergadiano, Schopenhauer, nuestra voluntad se queda anquilosada al ritmo de las hojas acumuladas en el suelo. Una voluntad mermada como la de Don Quijote al regresar por última vez a su hogar, como la de Andrés Hurtado que encuentra en el suicidio su única liberación del mundo real o como la de Azorín, un joven que llega a la urbe madrileña dispuesto a cambiar la sociedad de la época, pero que acaba regresando a su pueblo natal derrotado vitalmente, acallando sus antiguos deseos de mejora y defensa de la regeneración española.
La generación Z, la Generación perdida, la Generación vacía…son tantos los nombres que se han utilizado para designar a los que hemos padecido los vaivenes de dos crisis económicas, que crecimos viendo como las torres más importantes de la civilización occidental se desplomaban inaugurando una nueva era, que nos acostumbrados a los atentados en estadios en nombre de la religión, que cuantificamos nuestro estado de ánimo en relación a nuestras interacciones en redes sociales y que, finalmente, vemos pasar las horas desde la ventana por miedo de una pandemia que ha trastocado todos nuestros planes; que nos ha dejado como el protagonista de El árbol de la ciencia, sin capacidad de reaccionar y confinados en nuestro cuarto con miedo a lo que sucede alrededor.
Decía Kierkegaard que solo en el silencio se puede hablar esencialmente, “el silencio es interioridad; la orientación del silencio hacia el interior es la condición para una conversación cultivada”. Pero ¿es posible encontrar silencio en un mundo que alienta el ruido y la vertiginosidad? Que premia al más veloz, pero no al que se esfuerza en buscar la verdad; que margina al que intenta juzgar con juicio crítico, pero enaltece aquellas figuras disfrazadas en trajes de hipocresía al servicio de su poder; que ha convertido la política en un enfrentamiento desleal en el que se busca vencer al oponente utilizando las armas más viles; donde las instituciones que representan nuestros derechos democráticas quedan desacreditadas por las ensoñaciones juveniles de aquellos que dicen tener en su poder la bandera de la libertad.
Ante un callejón como en el que nos encontramos es difícil buscar una piedra sobre la que construir un proyecto vital que sea capaz de hacernos reaccionar de nuestro estatismo, y más aún cuando nos encontramos en un momento de negación de nuestra libertad. Don Quijote, ante este sentimiento, acaba erigiéndose contra el propio narrador y gritando: “¡Yo sé quién soy y sé que puedo ser, no solo los que he dicho, sin todos los Doce Pares de Francia!”. Sin embargo, don Quijote, como los personajes noventayochistas acaban derrotados anímicamente por el mundo que les rodea.
Ante un momento así, donde nuestra existencia se desvanece en medio de un panorama ensordecedor, solo podemos aceptar este dolor, como señalaba el escritor francés Albert Camus en El mito de Sísifo. Cuando nos damos cuenta de que la vida es absurda, este mismo descubrimiento nos empuja a rebelarnos en contra de ese absurdo y encontrar una razón por la cual vivir. Vivir en rebeldía persistente, vivir en libertad y vivir con pasión. Es la respuesta que da Camus en medio de una civilización occidental que había quedado reducida a la destrucción moral y material tras la Segunda Guerra Mundial. Años antes, el poeta peruano César Vallejo, escribiría en los albores de su vida en la cafetería parisina favorita de Camus uno de sus últimos versos:
Me gusta la vida enormemente
pero, desde luego,
con mi muerte querida y mi café
y viendo los castaños frondosos de París