El Vaquero [RELATO]

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La mañana caía plomiza sobre la bruma de la ría. De vez en cuando el aire se meneaba y se podía ver entre los claros el monte con las casonas, la arboleda de hayas y los pastos del ganado con sus terneras pardas. 

En el valle, Augusto, “El Vaquero”, deambulaba de un lado a otro de la terraza del hostal, esperando a que le llamasen para comer.

“Con todo el follón, hoy se hará tarde”. Pensó para sí mismo, sentándose, finalmente, en una de las sillas de plástico patrocinado.

El lugar presentaba un aspecto desangelado. Pequeñas obras de mala albañilería como una barbacoa de ladrillo que jamás llegó a utilizarse o una fuente de mármol que nunca llegó a conectar a la corriente para bombear el agua, habían procurado al sitio un aspecto a medio camino entre la decrepitud y lo bucólico. Daba la sensación de que en el momento en el que todo estaba a medio hacer, habían decidido darlo por terminado.

El mismo tractor de plástico, junto al bancal, al alcance de cualquier espalda “desde hace un año, carajo”, tumbado de un costado con un charco de agua en la pala. Los sacos de cemento, los aperos de la huerta tirados por el suelo…

No le habían dejado bien de la última operación de rodilla. De ahí que todas las chapuzas se quedaran en proyecto.

Aquella mañana Augusto estaba especialmente irritado. Su hija le había embuchado un traje gris que ni siquiera el propio Augusto recordaba haber utilizado en algún momento de su vida.

–Me dirás para qué, mija. Si ni de aquí voy a poder salir.

–Por guardar un mínimo de decoro, Pa. Que es tu mujer.  

Con el traje era difícil ajustarse la bolsa de la orina, hecho al que respondía con una jaculatoria de improperios que cualquier viandante -aunque en el estado actual de las cosas no se solía ver ni un alma por los aledaños del hostal-, identificaba como propios del Vaquero.

Augusto se había ganado a pulso durante las últimas tres décadas la fama de cascarrabias.

No se conocía paisano de su quinta que no hubiese salido escaldado de una partida de tute. Al mus o al dominó hacía tiempo que ya no le invitaban, hecho que encolerizaba todavía más al Vaquero.

“Atajo de desagradecidos hijos de la reputísima madre. Cantidad de veces que les habré fiado sus orujos y sus escarceos con la Paquita”.   

Decían sus familiares más cercanos y los pocos amigos que le quedaban en el pueblo, que solamente Encarna conseguía dominar al “ficus rabioso”, sobrenombre con el que había salido de los bares en sus últimas apariciones.  

Pero Encarna ya no había estado en las últimas semanas para consolarle.

El último recuerdo que tenía de ella era cuando le pilló fumando, a escondidas, junto al olivo sin fruto de la terraza.

–Otra vez, Vaquero.

–Ay, mi bruja. Juro ya no hacerlo más. – Decía mintiendo Augusto en lo que disipaba a manotazos las volutas de humo.  

Hecho un manojo de nervios, encolerizado con tan amarga e insulsa despedida, se puso de nuevo de pie dispuesto a fumarse un paquete entero de golpe.

Daba igual que durante la estancia de Encarna en la UCI le jurase a Dios no volver a probar ni un cigarro más.

“Total, ahora qué más da”.

Rebuscó entre una de las macetas y sacó un paquete de Ducados, reblandecido por la humedad.

Se tanteó con aquellas manos arrugadas, que parecían dos puñados de hojas secas, a ver si encontraba un mechero en el traje.

Y tras repetir “carajo” varias veces seguidas, se adentró en el hostal para buscar lumbre.

–Señor Augusto. Todavía faltan unos minutos para la comida. ¿Va usted a quitarse el traje?

–¡Ja! Con lo que costó que me lo pusieran. Así me quedo hasta la noche por lo menos. ¿Traes fuego, María?

–El encendedor de la chimenea. Pero ese no se toca, señor Augusto.

“Vieja mandona”, se dijo a sí mismo Augusto en lo que subía, con tremenda dificultad, los escalones de su habitación a rebuscar en la mesita de noche.

No había reparado El Vaquero en lo que estaba haciendo cuando le asaltó el olor a jabón de lagarto de su mujer.

Entonces, del mismo modo en el que los hagiógrafos describen en las vidas de los santos las experiencias místicas, Augusto se vio asaltado por la presencia de Encarna. Se vio con el mismo temblor de piernas que le daba cuando antaño se escurría en la planta de arriba entre el cuerpo, las caricias y las sábanas de popelín. Se sintió en ella y no pudo pensar que hiciera en la vida nada más digno que amar a aquella mujer. Arrugó la boca y la nariz, lagrimoso, y tragándose aquel sentimiento, abriendo mucho los ojos turbios, tuvo la determinación más importante de su vida reciente. Volvió sobre sus pasos para enderezar, con tremenda dificultad, el tractor de plástico, cayendo el agua de la pala sobre la fuente apagada.

Consciente de que ya daba por amortizado el día, agotado de aquel luto insultante que le obligaban a hacer, entró definitivamente al hostal, sintiendo como una gota de hiel se colaba entre el cuello de la camisa, inundándole de tristeza hasta la punta de los pies.

“Ay, menuda bruja la Encarna”.

Y subiendo las escaleras, paso a paso, recordó los calambres en la espalda en el rancho, las aceitunas en vinagre, los tomates frescos, el atardecer estático en el horizonte, el cuero de la silla de montar, los dátiles de la palmera indiana, el asado en los arcos, el amor regado de tinto entre mosquiteras, la capilla de bodas en Tigre, el lago y las esperas de verano, cuando era todavía un mozo, a que llegase la señorita Encarna de Buenos Aires al campito.

–Pa, la comida ya está y Augustito quiere un cuento del abuelo. ¿A dónde vas?

–Se me quitó el hambre, mija. Me voy al cuartito. No me molesten.   

Este relato participa en el concurso #NuestroMayores de Zenda Libros.

(@RicardoMJ) Periodista y escritor. Mal delantero centro. Padre, marido y persona que, en líneas generales, se siente amada. No es poco el percal. Cuando me pongo travieso, publico con seudónimo: Espinosa Martínez.