La ciudad y los libros. Estas eran las razones que esgrimía Fernando Aramburu, autor de Patria -uno de los éxitos editoriales de España en los últimos dos años- para haberse salvado de ETA. En una entrevista concedida a La Linterna de Juan Pablo Colmenarejo, el autor donostiarra explicaba lo sencillo que podría haber sido para él haber terminado arrojando un cóctel molotov contra los txakurras en el centro de San Sebastián.
— “Si yo estuve en el mismo lugar, sometido a las mismas condiciones sociales, al mismo adoctrinamiento, cerca de la misma estética. ¿Por qué yo no empuñé armas y ese otro sí? El hecho de haber vivido en una ciudad es una gran diferencia respecto a haberlo hecho en un pueblo pequeño donde todos se conocen y donde el control de los ciudadanos es mucho más sencillo.
(…)
— Afortunadamente me convertí en un lector asiduo con quince o dieciséis años. Mi horizonte vital entonces no era empuñar un arma sino Dickens, o el surrealismo o Don Quijote. Esto me llenó el cerebro de otro tipo de vivencias, de un deseo de viajar, de conocer otras realidades, otros idiomas…”.
Probablemente esta “salvación” del autor queda encarnada en uno de los personajes principales de la novela. Hablamos de Gorka, hijo de Miren y Joxian, el kartujo, el que siempre está leyendo. Conocido en el pueblo por su buen euskera y por ser hermano de Joxe Mari; el etarra preso. Sobre este último sobrevuela el asesinato del Txato, quien otrora fuera amigo íntimo de Joxian y compañero de mus y bici los domingos. Bittori, la mujer del Txato, irá acumulando penas y amarguras durante años en busca del perdón del hijo de la que fuera su mejor amiga, Miren. Ésta, apretada por la ideología abertzale, perdería todo tipo de relación con Bittori en el mismo momento en el que las pintadas empezaron a inundar las fachadas contra el empresario vasco.
Patria ofrece todo un entramado de miserias humanas -con algún resquicio de luz- entre cuatro calles, una iglesia, una ruta de autobús y un monte. Y esto es lo que hace que la novela, siendo sus personajes ficticios, sea profundamente verosímil, tenga las ambigüedades propias de lo cotidiano. Ese respeto hacia la mundanidad, donde tan pronto se entremezclan zulos y manifestaciones con frituras de pescado y paseos por La Concha, permite, siendo una mentira, una forma de aproximarnos a ámbitos de realidad.
La experiencia encerrada en sus capítulos ágiles y cortos, el ensamblado con el que se sucede la asfixia del mal llamado “conflicto vasco”, hace que la obra adquiera los calificativos de “extraordinaria” e “imprescindible”. Los lugares comunes que nos deja Aramburu nos permite encontrar similitudes con el estilo narrativo de Vargas Llosa, Rulfo o García Márquez, por citar tres autores populares. Se trata de un estilo donde el diálogo se entremezcla -sin aterrizaje de situación por el narrador omnisciente- con los pensamientos de los personajes, lo que confiere a la acción del relato un tempo acelerado y vertiginoso en algunos momentos que nos permite vivir con mayor intensidad la crudeza y angustia de los hechos.
Patria es, en definitiva, un conjunto de historias corales contadas por personajes en tercera línea de sucesos. Llamadas en un principio al anonimato y a los sinsabores y alegrías propias de cualquier vida normal a las que, sin embargo, el peso de las circunstancias les obliga a reaccionar, a responder, a enfangarse en un destino contra el que se revelan constantemente.
Escribía el otro día Luis del Val en La Tercera de ABC sobre los resentidos. Un artículo donde descuartizaba aquel tipo que bajo la fachada de una timidez exacerbada, de un simplón atrapado en lo callado, existía un envidioso, irascible, humillado soberbio que supura resentimiento por todos lados.
“El anonimato es un buen lugar para el resentido. En los años de plomo y sangre, en el País Vasco, estoy seguro de que muchos de los que apuntaban idas y venidas, y servían de cómplices a los asesinos, proporcionándoles información de los que luego serían asesinados con un tiro en la nuca o reventarían con la bomba puesta bajo su coche, hubo mucho resentido envuelto, eso sí, en las banderas del nacionalismo, porque el resentido, como cualquier cómplice de actos criminales, necesita una bandera, un ideal, una excusa, que le sirva de apoyo en su causa general contra la sociedad, que le ha causado tantos enojos, tantas frustraciones”.
Estos actores quedan perfectamente retratados en Patria. Patxi, el gerente de la herriko taberna del pueblo. Don Serapio, el sacerdote halitótico que profiere en casa ajena o en la sacristía desierta, salves por los gudaris; los guerreros que luchan por liberar al pueblo vasco del yugo español.
La sucesión de atentados, de presiones, del ostracismo al que se ve sometido el señalado por la banda, del silencio mimético ante los charcos de sangre, de la lluvia de manifestaciones y consignas necesariamente repetidas a coro para no levantar sospechas de tener una voz distinta… Todo esto, que también formó y forma parte (aunque desde una perspectiva institucional hoy en día), es patria. La patria chica.
Existen dos perspectivas desde la que afrontar esta novela. O con el escepticismo propio que provoca el reconocimiento tan explícito de políticos, asociaciones y de millares de lectores hacia una narración sobre las entrañas de la sociedad vasca. O con el apetito de saber que estás frente a un gran libro que pone en juego a personajes tan reales y tan palpables como son las víctimas del “conflicto vasco” con los personajes retratados en las familias de Bittori y Miren.
Sea como sea, Patria -es un hecho- tiene todos los elementos para no dejar indiferente a nadie en su lectura.