Estaba claro el propósito de Aldous Huxley, George Orwell, Ray Bradbury y el resto de autores de este tipo al escribir sus historias. La distopía es uno de los géneros narrativos más claro y ambicioso: escriben para que el lector cambie su parecer en cuanto al mundo, al desarrollo, al poder. Escriben para buscar trascendencia, luchar contra la artificialidad, para aceptar la realidad humana como cualidad y no como castigo del que huir o evadirse. Imagino a estos autores haciendo mapas conceptuales, estudiando la historia y cómo evocar elementos que apelaran de lleno a quien los lea.
No una apelación leve sino una apelación que hiciese tomar conciencia del peligro que corre el hombre al cegarse en el desarrollo, en la ignorancia o en la sumisión. ¿El lector acaso es consciente de por qué aborda unas obras y no otras?, ¿para qué lo hace? O simplemente la lectura es un pasatiempo que pasa por encima de estas cuestiones.
La literatura está cargada de intencionalidad. El autor de oficio no obvia ni puede obviar la finalidad de su obra, la moral que aplica, la influencia política ni la ideológica al escribir pero, ¿el lector lo hace? Desde hace algunas semanas sobrevuelo sobre el concepto ‘el pacto con el lector’ porque vengo escuchando a periodistas, novelistas, poetas y otros autores que lo dan por asumido. Este trato parte del axioma de que quien se enfrenta a un libro sabe a lo que va e incluso plantea una expectativa de veracidad, de documentación o, incluso, de realidad personal del que lo escribe.
Leila Guerriero, Marta Sanz y Sergio del Molino se dieron cita hace dos semanas en el ciclo ‘Verdades como libros’ de la Fundación Telefónica para hablar de literatura. Durante el coloquio, profundizando sobre cómo afecta la autobiografía en la bibliografía, Guerriero dilapidó: “Me preocupa el pacto que hago con un lector, si le voy a contar una ‘no ficción’ no debo especular”. Pero claro, ¿qué es ‘no ficción’?
Mientras Sanz no dudó en que el pacto se asimila pero uno no puede evitarse en su obra Del Molino contrapuso “no trabajo con la verdad, trabajo con recuerdos. Partiendo del principio de que los recuerdos son ficción”.
Mientras estos autores elevaban el concepto de cómo debían ser fieles a una narrativa o a otra para contar algo y cómo debían implicarse en el escrito, ¿acaso el lector se lo plantea? Puede que estemos en el tiempo de mayor distancia entre los que emiten el mensaje y sus interlocutores. Porque por ejemplo, en el caso de Guerriero que ha escrito crónica y escribe opinión narrativa basada en hechos (predominantemente de América Latina), el lector general no la lee como quien lee política o sociedad. Se la lee como entretenimiento por su situación en los diarios, no como formación ni adquisición de conocimiento. Entonces, ¿’el pacto’ que guarda es suficiente para que su mensaje incida como ella espera?
Puede que estemos en el tiempo de mayor distancia entre los que emiten el mensaje y sus interlocutores.
Días más tarde, en un curso de escritura del poeta Benjamín Prado sobrevoló lo siguiente: “hay que entender al lector como ‘coautor’ de la obra, en la poesía sobra en muchas ocasiones la autobiografía”. Pero el lector medio de poesía cree estar leyendo un diario público del escritor, muy trabajado y con un formato en verso, pero cree conocer al autor por su obra. Ahí, ¿dónde está el pacto con el lector? Probablemente haya sido la lírica contemporánea quien ha incorporado al lector una relativa necesidad de obtener la realidad del otro por sus textos en lugar de centrarse en su creación.
El sábado 29 de noviembre hubo un coloquio dentro del programa del Festival Eñe, bajo el nombre ‘¿La realidad se impone?’ entre Daniel Gascón, Elvira Navarro e Isaac Rosa. Tratando sobre narrativa y post-verdad volvió a surgir pero mucho más concreto en cuanto a novela se refiere. Gascón afirmó que “el pacto con el lector es la base literaria” y Rosa extendió cómo es la propia realidad la que toma este pacto por la necesidad del hombre como “animal narrativo” de “contar y que nos cuenten”, “ahí es donde encuentra su lugar la literatura”. Es decir, en cierta manera, es la realidad la que se está traduciendo en literatura y no la literatura quién, por el estudio y la búsqueda de crecimiento de los lectores, ofrece un relato que irrumpa en sus realidades.
Cuando un lector medio aborda una obra normalmente lo hace por recomendación, curiosidad, entretenimiento o simplemente por casualidad. No se le suele pedir a un libro que te cambie la vida. Por eso la balanza está descompensada. Mientras el autor desde su lado busca una intencionalidad en ocasiones feroz, el lector sólo se deja llevar y es en ese quiebro por el que se hace un hueco la volatilidad, la levedad intelectual. Levedad que nos lleva o llevará a entender las distopías como simples novelas, los libros de historia como pasatiempos, los poemas como epístolas, más que como declaraciones de intenciones.
Ahora que en cualquier red social se encuentran citas y fotografías de libros a cada rato, sería un punto de inflexión restar un poco la responsabilidad a los escritores de oficio: que no sólo exista un pacto con el lector, que haya una reciprocidad. Que el consumidor abandone el utilitarismo de ‘leer para que vean que leo’ y cree su propio pacto: leer con la intencionalidad de ir contra la prisa, leer no sólo para entender lo dicho sino por qué lo dice quien lo dice. Un nuevo acuerdo para que mientras el que escribe intenta hacer valer su pacto procurando un crecimiento al otro, que quien lee exija más a las obras, que la literatura se convierta en diálogo y no el diálogo en literatura.