El auto de fe era un proceso en el que la Iglesia juzgaba los delitos contra la fe. En el banquillo de los acusados se colocaba al hombre y su relación con Dios, es decir, aquello de lo que en el Medievo cristiano dependía la autenticidad del ser-en-el-mundo. La pena máxima era la estaca.
El Auto de fe de Elías Canetti, escrito en los años 20 del siglo pasado, retoma este proceso adaptándolo a una Europa secularizada, a un Imperio Austrohúngaro desaparecido, despedazado por la I Guerra Mundial, en una Viena que fue cuna de las artes y las ciencias y se descubre ahora huérfana de sí misma, abandonada en un mundo en el que las grandes esperanzas del siglo XIX han dado paso a aquella desilusión cínica que anuncia un nuevo y aún más terrible conflicto mundial.
En este escenario el binomio al que procede ajusticiar no es ya el de hombre-Dios, sino el de hombre-mundo: ¿Cómo es posible situarse en este nuevo mundo? ¿Qué actitudes condenar? ¿Cuáles absolver? ¿Qué o a quién quemar?


Una cabeza sin mundo, Un mundo sin cabeza y El mundo en la cabeza son las tres secciones en que se divide esta primera pero larga novela de Elías Canetti. Simbolizan el aislamiento y el rechazo del mundo, el encerrarse en sí mismo, en el propio saber, como hace Peter Kien, el protagonista.
Al aislamiento le sigue el abandono de sí en la exterioridad, en el absurdo del vivir cotidiano, en sus engaños, en sus deformaciones. Es esta la actitud que encarna Fischerle, un jorobado lisiado que simboliza el apego venial a las cosas, al dinero, y que acabará por perder la partida de ajedrez con la vida, dejándose devorar por sus sueños de gloria en América, donde se imagina capaz de poder vencer a Cappablanca, el campeón mundial de ajedrez.
El mundo sin un sí mismo es una jungla incomprensible en la que el significado real lo imponen los objetos, los instintos; un infierno en el que todo lo que está presente remite solo a sí mismo, y en el que los demás son solo peones.


Al final, como tercera actitud, está la ilusión: un mundo hecho a la medida de nuestras ideas, construido por nuestros pensamientos, en el que el significado de lo real es fruto exclusivamente de nuestros razonamientos. Más que de ilusiones correspondería más bien hablar de alucinaciones o de locura: los locos son en realidad aquellos en quienes la cadena de significados y de referencias que constituye el mundo ha sido desmontada y reconstruida después siguiendo como único criterio la imaginación.
Así es como Peter Kien se convence de que su mujer Therese está muerta, de que en el último piso del monte de piedad se encuentra un individuo terrible que devora libros, de que el color del vestido es fundamental para determinar el carácter de las personas y cosas por el estilo. El mundo absurdo se convierte así en habitable, porque ha sido hecho a nuestra imagen y semejanza: somos nosotros quienes determinan el sentido de lo real.
Peter Kien recorre todas y cada una de estas actitudes: el aislamiento, el abandono y, finalmente, la ilusión. Y aún así no logra esquivar la pena capital: él, el más grande sinólogo de todos los tiempos, él que se había dedicado en cuerpo y alma a la ciencia, que había hecho del estudio su religión y de su biblioteca, su santuario, no logra evitar la estaca. El equilibrio entre el hombre y el mundo se ha roto definitivamente. No hay redención posible para quien peca y el pecado entra en el mundo con el propio mundo.
Basta dar un paso en falso, romper el perfecto aislamiento en el que Kien vivía tranquilo “sin mundo”, aceptar desposarse con Therese, y entonces no se es ya un ser puro, un individuo aislado y encerrado en sí mismo: la absurdidad de la exterioridad ha asomado en su vida. Kien cede a la tentación y se asoma a la ventana del mundo: mira a los ojos de Medusa condenándose a sí mismo, come del fruto del árbol prohibido. Roto el aislamiento, cometida la culpa, le sigue el abandono en el mundo, el exilio en Babilonia, la perdición en una realidad en que el absurdo es de la casa. Kien trata de engañarse, de reconstruir el puzle de los acontecimientos de su vida, que está ya fuera de control, porque ya no depende únicamente de él. Gracias a la ayuda del hermano Georges retomará posesión de su casa, de su biblioteca y de sus libros, pero todo será inútil: “el pecado ha entrado en el mundo -es el mundo, los otros, la masa- y con el pecado, la muerte”.
El individuo aislado, Peter Kien, vive encerrado en sí mismo, sin mundo y en cierto sentido, sin tiempo. O, mejor, teniendo como única dimensión temporal el pasado. Es un hombre de ciencia y, en cuanto tal, estudia aquello que no muta, lo universal, aquello que es unívoco y no está sujeto a interpretaciones. Huye del presente porque cambia permanentemente y se refugia en el pasado porque es aquello que ya ha sido vivido, aquello en lo que no se vive más y que puede por tanto solamente ser recordado. Por eso prefiere la cultura china, una cultura milenaria con un pasado enorme en el que poder esconderse.
Dejemos que pase el presente y ya no veremos los moratones. La culpa de todos los dolores es del presente. Él no ve la hora de que llegue el futuro porque entonces en el mundo habrá todavía más pasado. El pasado es bueno, no hace daño a nadie. Él se ha movido en el pasado por veinte años y ha sido feliz. En cambio ¿quién se siente feliz en el presente? Cierto, si no tuviésemos los cinco sentidos, también el presente sería soportable. Entonces, se viviría siempre en el recuerdo, es decir, siempre en el pasado. En el principio era el Verbo, pero: era.
En el pasado no se vive, no se existe, se es. O mejor: se era. La libertad y la felicidad del hombre y el aislamiento, la apatía, el no sentir, en el fondo el no ser, el “vivir aislado” de Epicuro, cuyo modelo de felicidad eran las piedras.
El ser es la piedra. La singular voluptuosidad de que habla Epicuro reside sobre todo en la ausencia de dolor; es la felicidad de las piedras. Para escapar del destino [….]Epicuro mata la sensibilidad; y en principio el primer grito de la sensibilidad, que es la esperanza. (A. Camus, El hombre rebelde).
Por eso Kien, ante las riñas de su mujer, trata de transformarse en una estatua, absolutamente inmóvil, sin vida.
No vivir o vivir como los locos, en ambos casos no ser-en-el-mundo porque el mundo rompe la unidad del yo abriéndola a lo otro, a los otros, a la masa.
En Auto de fe la masa, es decir el concepto fundamental del pensamiento de Canetti, posee un rol fundamental a pesar de que es nombrada solo unas pocas veces. La masa es la conciencia del mundo, donde este último se contrapone al individuo. El yo es sí mismo cuando logra eliminar a la masa que, como el instinto, tiende a tomar posesión de nuestra vida. Mientras Freud aquellos mismos años vinculaba el instinto a las pulsiones sexuales, Canetti lo reconduce a la masa:


Lideramos la denominada lucha por la existencia no solo para satisfacer el hambre y el amor, sino también para sofocar en nosotros la masa. En determinadas circunstancias, la masa se vuelve en nosotros tan fuerte que impulsa al individuo a llevar a cabo acciones desinteresadas o incluso contrarias a sus propios intereses. La “humanidad” existía, como masa, mucho antes de haber sido inventada –y diluida– en su sede conceptual.
La masa rebulle en todos nosotros, animal monstruoso, salvaje, fogoso y henchido de ánimo, en lo más profundo de nuestro ser, más incluso que las Madres.
La masa es esencialmente dinámica, movimiento, empuja al individuo a abandonar su aislamiento y a actuar en el presente. Mientras la dimensión de la felicidad individual es el pasado, el presente constituye el tablero sobre el que la masa hace sus movimientos y haciendo así mueve el presente creando historia. La masa es, de hecho, el “más profundo y esencial movimiento de la historia”.
Del lado de la masa se encuentra el presente, la historia y el instinto; en el del individuo se encuentra el pasado, la ciencia y la cultura. Estas dicotomías muestran la desconfianza del joven Canetti hacia las promesas de progreso, del futuro: el mundo lo domina en realidad la masa, que se mueve “sin cabeza”, impulsivamente, enredada en un presente sin prospectiva, sin ideales. La historia no es el pasado sino la transformación del presente hacia un horizonte futuro en el que se vislumbran las oscuras nubes de la II Guerra Mundial.
Cuando el presente y el futuro sean pasado, entonces podremos pensarlos, recordarlos, tratar de comprender su sentido, en tanto que haya uno. Pero para hacerlo deberemos aislarnos, deberemos separarnos del mundo, del tiempo, encerrarnos en nosotros mismos para evitar que la masa, el viento del progreso, nos haga protagonistas de una historia que no podrá ser nunca la nuestra porque será solamente la suya, la de la masa.


Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que le tiene paralizado. Sus ojos miran fijamente, tiene la boca abierta y las alas extendidas; así es como uno se imagina al Ángel de la Historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una catástrofe única que amontona ruina sobre ruina y la arroja a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado, pero desde el Paraíso sopla un huracán que se enreda en sus alas, y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irreteniblemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras los escombros se elevan ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso. (W. Benjamin, Sobre el concepto de historia).Este artículo se publicó originalmente en italiano en el blog de su autor y ha sido traducido con su permiso para su reproducción en esta página.