Cuando nos sumergimos en la lectura de los clásicos, especialmente los grecolatinos, nos encontramos ante una bifurcación difícil. En un póster motivacional leí alguna vez que la diferencia entre lo ordinario y lo extraordinario está en ese “extra”. Yo creo que algo parecido ocurre en esta bifurcación: las obras se pueden leer sin más, o -con ese pequeño “extra”- pueden ser el núcleo de una rica reflexión. Tomemos la segunda vía y empecemos el viaje.
Mi propósito es presentar la Odisea precisamente como viaje. Un viaje familiar: es este uno de mis aspectos preferidos del libro. Esta mezcla, esta unión de “viaje” y de “familia”, crea un entramado humanístico delicioso cuya urdimbre es el amor familiar, representado, qué duda cabe, en el lienzo mortuorio tejido por Penélope durante el día y destejido al caer el sol. Uno a uno los miembros de esta familia modélica irán desfilando ante nuestras mentes como viajeros de su propio destino.
Los protagonistas: un padre, una madre y un hijo
Telémaco es un joven imberbe que debe aprender a tomar el control de su hogar. Los primeros libros de la Odisea presentan a Telémaco como el protagonista de un viaje que emprende hacia la madurez. Es la Telemaquia. Debe demostrar quién es y quién quiere llegar a ser. Para lograrlo, busca un modelo y lo encuentra en la figura idealizada de su padre, Ulises de Ítaca. Y es Atenea la que, al arrancar el relato, le anima a que siga su ejemplo a pesar de las reticencias del joven:
“Algunos aseguran que Ulises es mi padre. Y mi madre misma me lo ha corroborado. En cambio yo nunca lo he conocido”.
La duda que atormenta su alma es disipada por las palabras arcanas de la diosa:
“Eres tú quien debe demostrar que eres hijo de Odiseo y de Penélope”.


El problema de la reina consorte es análogo. La duda en su caso se manifiesta a través de la continua ambigüedad de su ánimo y sus amores idealizados. Ella ama con pasión y espera. Pero espera y fundamenta su amor en el recuerdo idealizado del marido que perdió. Por eso teje por la mañana y desteje al atardecer. Sus esperanzas fluctúan en un mar de sentimientos encontrados y no quiere comprometerse y rechazar de plano la posibilidad de un futuro acomodado, representado en los pretendientes. Su viaje, pues, tendrá que hacerlo atravesando el sacrificio y la abnegación, con las armas de la paciencia, hacia la purificación de su amor, hasta encontrar la figura real de su marido.
Pero tal vez el personaje que más tiene que cambiar y que crecer es el mismo Odiseo. El rey de Ítaca había grabado en el corazón de los suyos la figura irreal de un paterfamilias y de un gobernante perfecto. Han pasado diez años y el prudente rey –“fecundo en ardides”- se ha transformado en el héroe guerrero. Para regresar a su hogar y volver a ocupar el puesto que merece con dignidad, debe repetir el proceso de conversión de forma inversa.
Su falta de preparación es patente al iniciar sus aventuras y lo demuestra cuando llega con sus hombres a un país y se entrega al saqueo y al pillaje, violando a las mujeres y matando a niños y a ancianos. Desde esta óptica, el viaje que dura diez años, es mucho más que una serie de aventuras: es una peregrinación, una conversión.
A lo largo de este proceso de transformación interior, Ulises deberá atravesar la quíntuple prueba de la libertad: deberá aprender a poner a su familia por encima de los ideales del héroe guerrero: la gloria, la muerte, la sabiduría, la inmortalidad y el orgullo.
Un viaje del egoísmo al amor
Después de unas primeras aventuras sin importancia, Odiseo llega a la isla de la diosa Circe. Ella se enamora de él, y aunque al inicio Odiseo protesta que tiene que volver a su familia, pronto la gloria de vivir como un dios y con una diosa le hace olvidarse de su casa. Él y sus compañeros pasan un año entero hasta que ellos le recuerdan que “es tiempo para pensar en tu propia patria” (cf. Versos 10467-10472). Por el deseo de la gloria, el premio máximo para los griegos, se había olvidado momentáneamente de su casa, y deja a Circe solamente por la persuasión de sus compañeros.
Sin embargo, esta actitud egocéntrica caerá hecha pedazos cuando descienda a los infiernos. No es casualidad que los grandes héroes de la literatura y los mitos que han tocado el corazón del hombre y han sabido dejar en él su impronta, se han acercado, o han atravesado incluso, las puertas de la muerte. Pienso en el mismo Ulises, Héctor, Aquiles, Sigfrido, Roldán, Beowulf, el Quijote; o más recientemente Gandalf y Frodo, en El Señor de los anillos, o el mismo Harry Potter en la última entrega de la saga.
Podríamos incluir también, en este sentido -pero con toda la fuerza real del hecho histórico-, a Jesucristo. Y es que la muerte tiene una estrecha relación con nuestra humanidad. El héroe que muere nos es más humano, y por lo mismo, más cercano. Pero el héroe que vuelve de la muerte es más heroico, y por lo tanto, más sublime.
En el Hades, lugar de purificación, Odiseo, en su diálogo con Aquiles y con su madre, descubrirá que el amor ocupa un lugar muy superior a la gloria humana pasajera. Primero, su madre enciende de nuevo en su corazón el fuego humeante de amor por su familia. Después ve a Aquiles, el más glorioso de los griegos, que le dice que él preferiría ser un esclavo en la tierra que ser rey en el Hades (cf. 11489-11491). Con este encuentro, Odiseo ve la fugacidad de cualquier gloria humana y, en un acto simbólico, planta en la tierra uno de los remos con los que antes tanto había buscado la gloria (cf. 12.15).
Como Dante en la Divina Comedia, que tiene que bajar hasta el último rincón del infierno antes de que decida girar hacia las estrellas que brillan en el cielo, Odiseo tiene que bajar al mismo infierno para que aprenda a volver su vista y ver esa nueva estrella que en adelante le guiará: la estrella del amor. Ha empezado la conversión de Odiseo. Desplegada toda la orza de su nave, Ulises se dirige hacia su patria con esa ansia que sólo el amor puede otorgar.
Pero no está aún dispuesto del todo. Los vientos y las corrientes lo arrastrarán durante sus aventuras hacia la isla de las sirenas. Las sirenas son unos seres fabulosos que ejercen sobre los navegantes una funesta atracción. No son muchas las cosas que pueden atraer a un héroe griego por encima de su vida misma. Sólo un sentido de belleza sobrenatural o de verdad perfecta. Por eso he visto este episodio como la tentación de la sabiduría.
El mundo de la interpretación mitológica es un terreno fangoso. Pero en este caso no cabe la menor duda. Y Ulises, que conoce su impotencia como hombre ante la tentación, pide que le aten al mástil de la nave. Así puede escuchar la invitación y hacer brillar su amor sobre la sabiduría del mundo.
La última prueba: ¿un amor más allá de la muerte?
En la última prueba antes de regresar a su casa, llega Odiseo de nuevo a la isla de una diosa, Calipso, que, como Circe, se enamora de él. Pero Calipso no sólo ofrece gloria a Odiseo, sino que le ofrece la misma inmortalidad, el ser un dios, si Odiseo se queda y vive con ella (cf. 5.209).
Odiseo ya había visto al glorioso Aquiles sufriendo por toda la eternidad en el Hades, y ahora tiene que decidir entre una eternidad de placer y de gloria como un dios, pero sin el amor, o una eternidad de sufrimiento pero con el amor.
Odiseo no duda ni un segundo y escoge a su familia por encima de la inmortalidad. Esto significa el rechazo definitivo como héroe a su propio beneficio. El ideal griego comprendía un Panteón de dioses humanizados y una pléyade de hombres divinizados. El premio de la eternidad, siempre escurridizo, separa a estos últimos de los primeros.
Ulises entrega su potencial divinidad por amor a Penélope. El deseo de trascender como dioses está presente en la humanidad desde sus primeras manifestaciones literarias. Lo vemos en el Génesis, lo vemos en los poemas sumerios de Gilgamesh. Es un deseo eterno, frente al cual todo queda supeditado. Todo menos el verdadero amor.
El temor a la muerte queda reflejado con excelencia en el mundo épico de la Tierra Media creada por el sudafricano J.R.R. Tolkien. El contraste creado entre dos razas de hijos de Dios, destaca la inmortalidad de los elfos frente a la mortalidad de los hombres. Un regalo, un don de Dios reservado para la raza humana. Pero es un regalo que conlleva sufrimiento, separación e incertidumbre.
“Con tristeza hemos de separarnos mas no con desesperación- le dice Aragorn, el héroe, a su mujer Arwen, una elfo que ha optado seguir el devenir humano-. ¡Mira! No estamos sujetos para siempre a los confines del mundo, y del otro lado hay algo más que recuerdos. Te esperaré”.
Ulises, completamente purificado y transformado, está preparado para volver con los suyos. Pero aún no han acabado las pruebas. Su amor ha sido capaz de vencer la gloria de Circe, la muerte del Hades, la tentación de la sabiduría de las Sirenas, la divinidad de Calipso y sólo le queda su propia humanidad.
Al llegar a su casa, Atenea le dice que se ha de vestir de mendigo, y es precisamente en esto que consiste la tercera y más difícil de las pruebas de Odiseo. Resulta obvio que el motivo para tener que vestirse así es para poder sorprender a los pretendientes y descubrir a los buenos de entre los malos, pero al examinar un poco más de cerca el texto, se ve que no es tan sencillo.
Odiseo no necesitaba de un disfraz para vengar a los pretendientes: Atenea misma le dice que aunque hubiera cincuenta batallones atacándole a él, ella le protegería (cf. 2947-2951); y Penélope y Telémaco bien sabían quiénes eran los siervos fieles e infieles. ¿Qué finalidad hay de tener a Odiseo vestido de mendigo?
La respuesta nos la da Homero cuando nos dice que Atenea permitía a los pretendientes insultar más y más a Odiseo y a su familia para que un dolor más grande entrara en el corazón de Odiseo (cf. 18346-10348, 18129-18132). Ve a Penélope, su esposa, insultada y tiene que callarse; contempla la falta de respeto a Telémaco, su hijo, y no puede hacer nada; él mismo es tratado como un perro, y debe ofrecer la otra mejilla.
Odiseo sacrifica ante el altar del amor familiar no sólo la gloria y la inmortalidad, sino sus deseos, su voluntad, en fin, su misma persona. Habiendo muerto a sí mismo, el hombre muerto ya durante diez años a los ojos de los pretendientes, vuelve a la vida, y con la ayuda de la mujer, pone fin a los atropellos y restaura su casa.
A través de estas cinco pruebas, Odiseo va deshaciéndose de los viejos anhelos y deseos del hombre y va resurgiendo ante nosotros como la encarnación de la perfección humanística: el héroe, que al hacerse hombre, al huir de la divinidad fácil, se va convirtiendo en “dios”. El mendigo a la puerta de su propio palacio conquista lo que el divino Ulises de Troya no fue capaz…
En su Odisea, Homero nos muestra una gran lección: muchos siglos antes que filósofos, artistas y magos, alcanza a vislumbrar en la lejanía una nueva estrella, la estrella de amor que da un sentido misterioso y superior a la unidad familiar.

