La muerte llama al arzobispo es quizás una de las novelas menos conocidas de Willa Cather. Fue publicada en 1927, es un western bastante sui generis: en lugar de gringos contra mexicanos o pieles rojas contra gringos, aquí se narran los asuntos de un obispo y su vicario en Nuevo México, los intentos de llevar la fe cristiana a un territorio principalmente desértico de casi 160.000 kilómetros cuadrados, en una época –la segunda mitad del siglo XIX– en el que el único medio de transporte eran las mulas, o, para los más afortunados, los caballos.


Dos cosas me han llamado la atención. La primera, que Jean Baptiste Lamy y Joseph Projectus Machebeuf existieron realmente: dos jóvenes sacerdotes franceses catapultados al Nuevo Mundo y forzados a afrontar situaciones terribles. El Nuevo México fue regado durante cientos de años por sangre de los mártires que buscaban transmitir la fe –con métodos más o menos amistosos– a una población que incluía indios navajos, hopis, zuñis, mexicanos, buscadores de oro y colonizadores americanos. Leyendo la biografía de estos dos sacerdotes se queda uno con la boca abierta al descubrir lo que alcanzaron a construir.
El segundo elemento que me ha sorprendido es que Willa Cather no era católica sino protestante (episcopaliana) y, no obstante, narró los asuntos de Jean-Marie Latour y Joseph Vaillant (los nombres ficticios de los dos clérigos) con una cercanía extraordinaria a la fe católica. En ningún momento el impulso misionero se asocia a una contemplación espiritual o a una condena radical de la concupiscencia humana. Al contrario, la carnalidad de la fe, esto es, la conciencia de la presencia de Cristo en todas las circunstancias históricas y en cada rostro humano es, por así decirlo, el ingrediente fundamental de todo el libro y el motor que arroja al obispo y a su vicario a querer construir allí donde pareciera que Dios se había olvidado de hacerlo:
Esta meseta tenía aspecto de tener una gran antigüedad e incompletitud: casi como si, una vez ensamblados todos los materiales para construir el mundo, el Creador hubiera desistido, como si se hubiese ido dejándolo todo incompleto, sin terminar las montañas, llanuras y altiplanos. El territorio parecía como si todavía tuviera que ser plasmado en un paisaje.


Latour y Vaillant hacen florecer la belleza en medio de la aridez. En un mundo donde los hombres se refugian en las cimas de las rocas (como en la aldea de Acoma), donde falta agua y tierra fértil, donde los esclavos están a la orden del día, las deportaciones de indios –de navajos, por ejemplo– causan estragos entre viejos, mujeres y niños, donde, en definitiva, el hombre es reducido a una bestia y la tierra genera serpientes; ahí, milagrosamente, florece una maravilla de estilo neorománico como la Catedral de San Francisco de Asís en Santa Fe, hecha construir por Jean-Marie Latour.


O, mejor, una mujer esclavizada y maltratada por su marido, embrutecida por la cautividad hasta el punto de parecer “medio loca”, que, gracias al encuentro con Latour y Vaillant, acaba siendo liberada de su servidumbre y se convierte en una bellísima mujer que dedicará el resto de sus días al servicio de la Iglesia. Se llamaba Magdalena, un nombre que seguramente no elegido por casualidad.
Aquello que era una babel de pueblos sin orden se convierte en un rebaño variopinto de civilizaciones que se encuentran y ponen en común sus saberes y virtudes, dado vida a un nuevo pueblo en torno al campanario de la catedral. Las diversas tradiciones en lugar de chocar, se encuentran y se ofrecen la una a la otro aquello que tienen, dejando al criterio de la libertad de cada uno la forma del propio desarrollo. Las páginas de este libro muestran que la vecindad de culturas y etnias diversas no es necesariamente una condena a la guerra: puede ser una oportunidad de crecimiento cultural extraordinario en la medida en que se entiende que el hombre, todo los hombres, anhela en el fondo una misma cosa: una roca a la que aferrarse. Y toda verdadera civilización no es otra cosa que la forma histórica que asume ese deseo.
Pensando en ello, la roca era la máxima expresión del deseo humano, hasta el sentir más simple la anhelaba; era el sumo parangón de la fidelidad en el amor y en la amistad.
Latour/Lamy y Vaillant/Machebeuf lo sabían bien, y por esto podían encontrarse con cualquiera desde esa audacia que no le teme a nada, ni siquiera al martirio. Ellos no tenían la preocupación de imponer el cristianismo contra las religiones locales: su misión consistía en testimoniar a todos la belleza de aquello que habían encontrado durante sus años en el seminario en Montferrand. Por esto, los demás no eran nunca unos desconocidos, sino una oportunidad por poner una vez más a prueba la verdad de su fe. Como una llama que pide nueva leña que quemar, así el padre Vaillant se veía atraído por cualquiera que encontrase en su camino.
Cuando viajábamos juntos el diligencia, el padre Latour se había dado cuenta de que, cada vez que un nuevo pasajero se hacía hueco en el coche, ya lleno, Joseph dejaba ver una expresión satisfecha e interesada, como si se tratase de una incorporación bienvenida.
¡Qué distinta es nuestra actitud en el metro o en el autobús! Y qué envidia poder mirar a todos con esta apertura extrema que descubre la belleza donde todos vemos “la sopa habitual”. Este es el milagro más grande: poder ver las cosas tal como son, sin prejuicios, movidos solo por el deseo de aferrar su sentido profundo, la verdad última, más allá de las culturas, de las civilizaciones y de las miserias de cada uno. Es esto lo que descubre el arzobispo Latour:
A mí me parece que el milagro de la Iglesia no está tanto en las visiones o en las voces, o en el poder curativo que nos llega de improviso de lo alto, sino más bien en la afinación de nuestras percepciones, de modo que por un instante nuestros ojos pueden ver y nuestros oídos pueden escuchar aquello que está siempre alrededor de nosotros.
- Artículo publicado originalmente en italiano en margini.org y traducido por Ignacio Pou para ser publicado aquí con permiso del autor.