Hay quienes, en medio del dolor, han sido capaces de vislumbrar una luz y, a partir de eso, han mantenido viva la esperanza. Más aún, hay quienes, no contentos con afrontar sus terribles noches oscuras, han sabido sacar fuerza de la fragilidad y se han constituido como verdaderos maestros en “la ciencia del sufrir”. Su testimonio y su palabra pueden acompañar, consolar e iluminar las noches oscuras de otros hombres.
Uno de estos maestros es, sin duda, la escritora americana Flannery O’Connor (1925-1964). Su familia se trasladó de Savannah (Georgia) a Milledgeville cuando ella tenía trece años por una enfermedad que sufría su padre, que le costaría la vida dos años después. Este primer contacto con la muerte lleva a O’Connor a comprender cómo nuestros planes se pueden ver truncados de inmediato sin que nadie haya pedido permiso previamente para ello. O’Connor y su madre permanecerán ya en Milledgeville, donde continúa sus estudios de secundaria y de grado. Dada su vocación literaria, la escritora consiguió una beca para los estudios de postgrado en Iowa, donde comenzó a escribir sus primeros relatos. Pero a los veinticinco años, le diagnostican la misma enfermedad que le había costado la vida a su padre –lupus eritematoso-.
Con el paso de los años, Flannery O’Connor dirá como aquella enfermedad, que podía haber sido el final de su vida, fue un nuevo principio. Con una dura disciplina de trabajo, continuó con su vocación. Publicaría dos novelas –Wise Blood (1952) y The Violent Bear It Away (1960)- y treinta y dos relatos. Nos ha llegado una fructífera recopilación de las cartas –The Habit Of Being (1979)– que escribió durante su vida a familiares, amigos y personas que se dirigían a ella pidiéndole consejo y conferencias impartidas por la autora recopiladas en el libro Mystery And Manners (1969). Todo ello nos da muestra del espíritu de buscadora empedernida que le caracteriza.


Parece que el hombre de hoy pretende huir del dolor, del sufrimiento, de la muerte, del mal… Sin embargo, descubre la imposibilidad de hacerlo, pese a que la técnica y la ciencia no dejan de investigar para mejorar la calidad de vida del individuo. Y surge, entonces, la decepción, la confusión y el vacío ante la propia existencia.
O’Connor, frente a la enfermedad, intentó buscar respuestas. Fundamentó sus respuestas en una serie de pilares: un profundo conocimiento del ser humano, su propia experiencia y su visión cristiana de las cosas. Ello le permitió encontrar cierta luz al misterio del dolor y descubrir que sólo el Absoluto podría tomar sobre sus espaldas tanto nuestros sufrimientos individuales como los sufrimientos universales de toda la humanidad y transformar todo ese dolor en vehículo para que su gracia pudiera ser acogida por la naturaleza caída del hombre. Así, Flannery O’Connor se dio cuenta de que el sufrimiento presente en la existencia ofrece al hombre la oportunidad de cultivar la compasión y la misericordia, y, quizás también, levantar ese velo de inmanenecia que cubre nuestra época y le impide acercarse a la plenitud para la que fue creado.
De tradición y formación católica, interpreta el sufrimiento dentro del marco de su fe. De acuerdo con ella, admite que el gran escándalo de este mundo no es la existencia del sufrimiento, sino que Dios -a pesar del horror de este mundo y de la debilidad del hombre- decidió encarnarse en Cristo para superar las leyes del dolor, del sufrimiento y de la muerte, y sustituirlas por el mensaje de la redención. Esta fe, tan presente en la figura de O’Connor, se manifiesta en todos sus escritos. Pero no pretende moralizar a los lectores, sino mostrarles la realidad en la que viven y que basta abrir con honestidad la mirada para descubrir la necesidad de un Dios trascendente que dé sentido a la existencia. Esta mirada ‘desde arriba’, le permite relativizar todo aquello que parece insuperable en el día a día, pues ese Dios propone un sentido a todo lo que acontece.
La enfermedad la lleva a salir de su ‘comodidad’ para emprender una búsqueda de sentido ante su nueva realidad
El método planteado por Flannery O’Connor en sus obras lo define la propia autora bajo el título de Realismo de distancias: un realismo que recurre a deformar las apariencias para mostrar una verdad que de otra forma quedaría, las más de las veces, oculta. O’Connor utiliza como personajes claves a seres grotescos -corporal o espiritualmente- y los enfrenta a una situación de necesidad en la que se ven desvalidos.
En esas circunstancias, se les ofrece la alternativa de la gracia y sus caracteres muestran que la persona, en el uso de su libertad, acepta o rechaza esa gracia. Esto mismo, O’Connor lo hace vida, la enfermedad le lleva a salir de su ‘comodidad’ para emprender una búsqueda de sentido ante su nueva realidad, y, en la soledad del dolor, se encontró acompañada por Cristo. Sin embargo, apunta la insuficiencia de una explicación meramente intelectual del sufrimiento, especialmente el de los inocentes. Asimismo, muestra que todavía es más incomprensible -desde nuestros parámetros- el hecho de que un Dios todopoderoso y omnipotente decida hacerse hombre y morir para redimir a los hombres.
El método O’Connor
O’Connor parece seguir un proceso de búsqueda, del que participan también los personajes de su obra, que, con los necesarios matices para cada caso, podríamos esquematizar así:
- Se parte de una situación inicial en la que el hombre se cree un ser perfecto.
- En algún momento de su vida esta situación inicial se altera; ya sea por un sufrimiento físico, psíquico o espiritual, cuya procedencia puede ser variada (la naturaleza, la sociedad, uno mismo, el destino…).
- Surgen, así, distintas actitudes ante el sufrimiento. Actitudes de lo más dispares: provocarlo, negarlo, huirlo, rendirse, resistirse, dominarlo o transformarlo hasta “vencer el mal con el bien”-.
- Tales actitudes, no dependen tanto de las circunstancias previas del sujeto como del uso de su libertad interior para abrirse -o no- a la gracia que Dios le tiende. Una libertad que el mismo Dios deja intacta para que el hombre pueda llegar a amar su realidad última, la vocación que Dios piensa para cada una de sus criaturas y que sólo desde un acto extremo de libertad orientada al amor puede llegar a abrazar.
- Una vez aceptada la gracia, el camino sigue siendo doloroso, porque el sufrimiento no desaparece y porque, a la vez, puede el hombre sufrir angustia al no verse digno de Dios. No obstante, se llevará a cabo con un guía al lado. Dios ofrece todos los medios que cada uno necesite para llegar hasta su culmen en la creación.
- El hombre, vaciado ya de la corrupción de su naturaleza, se abandona confiado en Dios, se deja hacer y se llena de ese amor misericordioso. A veces, es consciente de la propia transformación. Otras, simplemente clama por el hecho de sentirse abandonado, aunque confía en Dios. Esta revelación puede manifestarse tan sólo un instante, pero es tan determinante que debe servirle como guía para toda su vida.
- Este camino particular de cada uno servirá al resto de hombres y con ello O’connor apunta al misterio de la comunión de los santos.
- La creación culminará con la resurrección gloriosa de todos los que aceptaron vivir en clave de amor.
El sentido del sufrimiento en
O’Connor
Su propuesta de sentido para el sufrimiento la podríamos esquematizar así:
- Flannery O’Connor entiende que el hombre perdió la inocencia con la caída y solo la puede recuperar mediante la redención que trajo la muerte de Cristo y la lenta participación del hombre en ella.
- Descubrió en la enfermedad una elevada forma de instrucción, madurez y plenitud. En la soledad que la acompañó, Flannery se encontró con Dios.
- Se dio cuenta de que Dios la rescató de sí misma en el dolor de la enfermedad y en su sufrimiento espiritual, pero, para ello, debió abrirse primeramente a Él.
- También comprendió que el dejarse hacer por Dios supone un cambio y, como tal, sigue siendo doloroso. Por eso, dirá que la apertura a la gracia cuesta.
- Para ella todo lo anterior pasa por Jesucristo, considera que la fuerza para su sufrimiento es Cristo y que el hombre lo encuentra cuando se olvida de sus propios sufrimientos para preocuparse por los de los demás.
Desde la experiencia de su propio sufrimiento, Flannery fue capaz de aceptar el plan divino en un ejercicio pleno de libertad, aproximándose a aquello para lo que fue creada.
Con el paso de los años, reconocerá que la enfermedad fue una extraña bendición que le sirvió para alejarse de toda vanagloria humana, de la soberbia, del orgullo, tan ligados a una vida de éxito profesional como era la suya. La enfermedad le sirvió, pues, para que se centrara en la vida y descubriera una vocación por encima de la de escribir, la vocación a la vida eterna. Flannery ofrece una respuesta ante la cuestión en consonancia con su fe, tras experimentar que en Cristo encontró el consuelo y sentido que su vida necesitaba.
O’Connor llegó a descubrir un sentido del sufrimiento paradójicamente luminoso
O’Connor tiene también claro que en la parte comprensible de la fe nuestra razón no se violenta y que, en la parte que nos es incomprensible, hay que dar el salto más allá de la razón -no en contra de ella- y abandonarse a Dios. Es verdad que, ante el sufrimiento de alguien concreto, muchas veces no sirven las palabras y hasta las mismas preguntas parecen herir y profanar ese dolor. Pero también es cierto que no podemos dejar de cuestionarnos la razón de nuestro ser y su sentido, sobre todo cuando constatamos algo que contradice tan radicalmente nuestras más íntimas tendencias.
Por eso, quizás el dolor más intenso es aquel que no encuentra ninguna respuesta a aquellas preguntas. Un dolor así puede llegar a destruir a la persona. Sin embargo, de pronto, puede suceder algo que cambia las cosas. De modo extraño e inesperado, Dios muestra su presencia y el hombre, como Flanney O’Connor, la acepta. No porque ‘responda’ y ‘clarifique’ sus interrogantes -pues desde el torbellino del dolor lo único que se escucha es una catarata de preguntas sobrehumanas-, sino porque, al hacerle entrar de lleno en el misterio, abraza su corazón y lo envuelve y lo llena con su paz.
O’Connor llegó a descubrir un sentido del sufrimiento paradójicamente luminoso. Aprendió que “ningún mal es totalmente malo”, que en medio de su horror hay una “gracia más oscura”, una “gracia que corta para sanar”, y, por eso, nos enseña a afrontar los sufrimientos que nos toquen y a vivirlos como ella los vivió: “El mal no es meramente un problema a resolver, sino un misterio que soportar”.


Este artículo fue publicado en primer lugar en la web del Instituto Newman, con cuyo permiso es reproducido aquí.
Fuente de la fotografía destacada: www.theatlantic.com