Al igual que ocurrió tras la invasión enciclopedista en Europa, la revolución industrial, y con ella el utilitarismo y hasta el atractivo por lo horrendo –aún más que indiferencia respecto a lo bello–, iban a desencadenar una huida radical hacia la experiencia estética, en búsqueda de la felicidad, de la satisfacción de los anhelos más profundos del hombre. Así fue con Oscar Wilde.
Escribe una única novela el dramaturgo inglés (casi un guión teatral en prosa), con frecuencia considerada como el mejor ejemplo de la corriente literaria del esteticismo: “The picture of Dorian Gray“. El relato, muy original, pivota en torno a tres personajes principales: Dorian, Basil Hallward y Henry Wotton –o Harry, la forma medieval–. Basil es pintor, y decide retratar al joven Dorian, de incomparable hermosura. Misteriosamente, el cuadro se convierte en imagen del alma del modelo; tras la seducción que obra en él lord Henry, un perfecto hedonista, la obra irá mutando y perdiendo su pulcritud al ritmo de la destemplanza del muchacho, hasta ilustrar un viejo decrépito.
Aquel chico de ascendencia oscura, de origen relativamente desconocido –para la escolástica, era la ciencia de las causas la verdadera sabiduría de las cosas–; aquel muchacho tan ingenuo y del todo inocente iba a despertar a una vida sensual repleta de contenido.
Hay que recordar el celo con que Basil Hallward custodiaba la limpidez espiritual del pupilo a quien retrataba. Al borde del homoerotismo (si no zambullido de lleno), el deseo del artista se confundía en una adoración completa; descubre un motivo artístico en Dorian, pero la causa material de su nueva obra llega a erigirse en sentido vital. La existencia no solo como artista, sino como ser personal de Basil, iba a quedar definida por ese cúmulo de valores con nombre propio.
Valores no exclusivamente carnales: la delicada finura del espíritu, infantil, del muchacho sublima un adonis hacia la grandeza íntegra; lo convierte en un modelo de perfección y atractivo irrepetible. Un cúmulo de rasgos corpóreos irresistibles, adornando un universo de moral admirable.
La guarda de este ejemplar devora el anhelo de Basil. Lo juzga ideal artístico, y apenas advierte el significado vital que hubo adquirido para él. “No quiero enseñar este cuadro, Harry; hay demasiado de mí en él“, le confiaría a su amigo lord Henry Wotton, que prorrumpiría en carcajadas.
Y eso que había de Basil en el cuadro era algo más que una visión estética particular. No era una excesiva implicación del autor en el retrato: era demasiado de Dorian en Basil.
Contra el afán protector del pintor, Harry haría mella en el neófito de la ostentosa religión del hedonismo, del que este tercer personaje era un exponente completo. El bien y el mal, criterios que habrían dirigido –y al parecer limitado– la conducta del protagonista, se convierten en categorías obsoletas: arrambla vigencia el famoso brocardo “el arte por el arte“, y aún más, la belleza por la belleza, que tantas veces degenera en el placer por el placer.
Y he aquí el núcleo de la discusión, del problema que plantea el esteta: el pecado de Dorian enturbia el alma, alma transferida al retrato, que muta según la conducción vital de su modelo y causa ejemplar; a medida que el cuerpo del muchacho se adorna y perfecciona, el alma envejece y se afea. Va arruinándose paulatinamente al ritmo de la lujuria y el desenfreno.
“No sabes las cosas que se dicen de ti, Dorian: que entras en una casa y los hombres respetables la dejan en secuencia, que contigo abandonan las moradas que visitas la fama y el honor. Pero ahora que te veo sé que todo es mentira: tu rostro permanece hermoso, incorruptible, como el de aquel retrato que diseñé; la maldad de los hombres perfila su imagen“.
Basil aún ignoraba la transfusión que tuvo lugar, y todavía creía ser su rostro, según se dice, espejo de su alma ruinosa.
Lo bello es bueno solo en soledad
Dorian hincó una daga en el pecho de su amigo reiteradas veces; acaso lo matara antes la ruina de su ideal existencial, la fealdad de Dorian, el quebrantamiento de su álgida perfección.
Es aquí, tras la perfecta descripción sintomática del enfermo de muerte (“acaso no haya ya remedio a mis vicios, Basil“, había plañido entre lágrimas Dorian, como si el alma pudiera de veras envejecer en un cuadro, y hasta fallecer), cuando sir Wilde, a primera vista, patina, en la autopsia del cadáver: la belleza perdió a Dorian.
La belleza, el bien deleitable, la cosa valiosa por su futurible posesión (“todo arte es completamente inútil“, reza el famoso prefacio de la novela), eso es lo que le hizo hórrido hasta el punto de la aversión propia más profunda, la que culmina en el suicidio. En el suicidio particular de matar el alma de uno por puro odio, por el solo deseo de su inexistencia –que fue la destrucción del cuadro–.
La belleza es lo que le hizo feo, ese es el diagnóstico del autor. Y hasta conecta la pulcritud de las cosas disfrutadas a una asquerosidad consecutiva: en lo profundo de su adicción estética, Dorian se conducirá a una de las sedes de la revolución industrial que tanto aborreció el autor –unos muelles–, para llamar sobre una puerta oscura y ser devorado por el opio en un lugar terriblemente estremecedor. La belleza conduce a lo feo y provoca fealdad.
¿Es capaz lo hermoso de educir horribilidad en el poseedor?
Llama poderosamente la atención, en la obra “Fausto” (Goethe), que fuera Pluto, el dios de la riqueza, quien así recomendara:
“Aquí, confusas, agitadas y salvajes, nos rodean visiones grotescas. Solo allí donde miras claro a la noble claridad, y eres dueño de ti y en ti confías; ve allí donde lo bello y lo bueno agrada, ve a la soledad y haz allí tu mundo“.
A la soledad, en ausencia de ruidos perturbadores, holgando las mismas riquezas que el dios, vidente desde que Aristófanes le devolviera la vista que le hubo robado Zeus, prodiga a los virtuosos y deniega a los viciosos.
Quizá sea la clave la misma soledad en que recomienda acampar la deidad helena, en la versión del romántico alemán. Una curiosa relación con la realidad, que consiste en mantenerla a distancia, allende las lindes de la esfera de dominio íntima de la persona. Pluto sugiere que lo bello es bueno solo en soledad. En cuanto lo bello es poseído, queda derruido y banalizado; se agota, y se torna venenoso.
Que otro dios nos socorra: Orfeo, navegando con los Argonautas. En un punto crítico de la expedición, los marineros escuchan los cánticos de las sirenas. Eran voces dotadas de un poderoso atractivo, que se granjeaban el afecto de los oyentes para, seducidos y dominados, devorarlos. Butes, sediento de placer, se arrojó al mar.
Orfeo opta por salvar a la tripulación. Pero, a diferencia de Odiseo –Ulises–, que ordena que todo hombre tapone sus oídos, la divinidad entona una canción para contrarrestar el efecto de las sirenas. Más bella que la suya, por cierto. Y los marineros –excepto el caso de Butes– son preservados de la muerte con la presentación de una hermosura distinta.
No impide (reprime) la pasión, como Ulises: presenta un bien distinto y superior para redimir a los hombres de aquella esclavitud sensual.
Mientras la primera belleza mortal provoca un anhelo de posesión en el esteta, que le impele a apropiarse de ella, del canto de Orfeo nadie osa apoderarse: los espectadores permanecen contemplativos, a distancia, respetando su propia entidad.
Dorian Gray, como Butes, se arrojó al mar de los sentidos. No buscaba belleza, sino propiedad. Y las mismas cosas que pretendía disfrutar en agradable delectación se revuelven contra él y provocan su muerte. Dorian Gray fue un mal esteta, que no supo honrar la belleza de las cosas que fingía conocer –las transmutó desde que impuso su mano destructiva sobre ellas–, y cuya perdición fue él mismo.
Dorian Gray se habría salvado si, como Basil Hallward, hubiera contemplado en la distancia, disfrutando de la realidad sin pretensiones de dominancia. Si hubiera resistido el impulso egoísta de la posesión y hubiera aguardado en la soledad del poeta.
Si hubiera salido hacia las cosas, en lugar de atraerlas hacia él. No es la belleza la que lo mató: se suicidó desde el principio. Fue lord Henry la daga con que se dio muerte.