Hay una época en la vida de todos donde lo más relevante es no ser el último que eligen en el campo de recreo, degustar tus cereales favoritos en la merienda o que tu madre te dé un abrazo. Bueno, eso último nunca deja de ser relevante. Esa época de vestir desconjuntado, barro en los zapatos y mocos debajo del pupitre se llama infancia.
Miguel Delibes, el genio vallisoletano, esculpió con verbos y adjetivos una obra maestra capaz de retorcer la infancia y los recuerdos de cualquiera. Se trata de ‘El camino‘, publicada cuando el escritor tenía 30 años.
La novela de Delibes se construye en torno a tres carismáticos personajes: Daniel, el Mochuelo, Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso. Tres mosqueteros dispuestos a hacer que cada día merezca la pena en un pequeño pueblo, de corte arcaico y castellano.


La primera de las claves que dibuja el autor es la falta de banalidad de la infancia, en contra de lo que se suele creer. Expresiones como “eso es un juego de niños” o “compórtate como un adulto” han contribuido a esta creencia. Pues no, no hay nada banal en la vida de un niño.
Los niños también afrontan con terror el futuro, que amenaza con terminar con su comodidad. En el caso de Daniel, el Mochuelo, el futuro aterrador es empezar el bachillerato, lo que supondrá que deje el valle y con él, las andanzas con sus amigos. El Mochuelo también se enamora, pasa vergüenza, piensa en la Mica, una bella joven que le quita la voz y el sentido.
Pero además del amor, o la congoja por el futuro, existe una preocupación en todo niño que nunca le abandonará del todo: el reconocimiento de los demás. Los niños solitarios son niños tristes. Necesitan el compadreo más que un adulto, la pandilla, la camaradería, el reconocimiento del yo en el grupo.
Daniel, el Mochuelo, está muy preocupado cuando le incluyen en el coro de la Iglesia porque piensa que el Moñigo y el Tiñoso lo van a ver “como una niña”. El Mochuelo procura no llorar, porque Roque dice que eso “no lo hacen los hombres”. El Mochuelo arriesga su vida, si hace falta, para lograr el sí del prójimo.
Sin duda, muchas de las facetas de un hombre se forjan en la niñez, pero hay otras que se pierden y tal vez no vuelven nunca. Hablo de eso que decía ‘El Principito‘: “Los hombres se meten en los trenes pero no saben dónde van”. Los niños cuentan con un sentido que les conduce por la vida, cada día cambia, pero si hay una consigna general, esta es: “Pásatelo lo mejor que puedas”.
De niño el momento más trascendental y emocionante del año era verano, cuando iba a mi pueblo extremeño y jugaba a buscar piedras raras con la pandilla. ‘Cazatesoros’, lo llamábamos. Teníamos la buhardilla de mi abuela llena de piedras.
Después se crece y encontramos otras formas de divertirnos. El camino del que habla Delibes nos sigue conduciendo adelante, imparable. Y esto no tiene por qué ser malo. Como dice en la novela el personaje de don José, el cura, “que era más bueno que un santo”: “La felicidad no está, en realidad, en lo más alto, en lo más grande, en lo más apetitoso, en lo más excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra”.
Y el tiempo pasa y el niño crece. Nosotros y Daniel, el Mochuelo, que descubre los debates filosóficos (“¿le huele el aliento a las buenas personas?”, “¿de dónde salen los niños?”). Más tarde descubre el amor e incluso la muerte. Pero no es toparse con la muerte lo que hace que el Mochuelo se haga adulto por primera vez. Daniel se vuelve adulto cuando llora por primera vez. Llora, porque el camino se desvía.

