Muy señor mío:
Después de muchos años, uno diría que casi toda una vida, he vuelto a leer este verano Fortunata y Jacinta. El recuerdo asombrado que tenía de ella no solo se ha renovado, sino que ha alcanzado un punto de disfrute que me ha impulsado a enviarle esta misiva como forma de humilde agradecimiento.
Señor Galdós, usted que comparece entre los grandes, a cuya diestra se sienta Tolstoi y a cuya siniestra, Shakespeare, y que, entre los grandes, es el más sensible a las efusiones del ánimo, a esos entusiasmos alumbrados por la imaginación, “la loca de la casa”, seguramente se mostrará comprensivo con la efusión y el entusiasmo que animan la escritura de estas líneas.
Me gustaría transmitirle el inmenso placer que me ha proporcionado la pintura realista del Madrid de 1870. En concreto, la dimensión mental y lingüística de dicho realismo. Mental en tanto la novela asigna a los desvaríos y fantasías de los personajes el sentido más profundo y auténtico de lo que les constituye, como si dentro de sus mentes aconteciese la verdad última de sus éxtasis y tribulaciones.


En un momento de la novela, se dice que la vida humana consiste en padecer, amar y pecar. Creo que en esta aseveración se asienta el realismo mental al que me refería y las infinitas bifurcaciones del mismo. Pues quien padece, ama y peca contiene, dentro de los límites de su cabeza, toda la experiencia que el hombre puede atesorar en términos espirituales. El realismo de Fortunata y Jacinta, mucho más que social e histórico, es un ejemplo insuperable de realismo mental debido a que el asunto fundamental de la novela remite a la manera en que los personajes se ven arrastrados a las cimas del ideal, del dolor y del pecado por las obsesiones vitales que sellan su destino.
Uno no puede sino sonreírse cuando oye decir que la novela del siglo XX descubrió, frente a la tradición realista y social de la del XIX, la mente humana como objeto de exploración narrativa. Igual que todo el teatro del absurdo ya está, completo, en Shakespeare, difícilmente se encontrará en la narrativa del siglo pasado una novela tan obsesivamente centrada como Fortunata y Jacinta en las simas de la mente. Y ello, además, sin ningún tufo de tipo psicológico pues, a usted, señor Galdós, le interesaba adentrarse en las oscuridades de la psique para llegar a comprender el alma humana. De ahí que pariese personajes tan intensos y vitalistas en sus furores, con un demonio interior tan acuciante, que se le terminaban volviendo locos.
Una novela como la suya, recorrida por la aguda intuición de las diferencias sociales, transmite la sensación de que el lenguaje constituía el cemento de la sociedad.
La dimensión lingüística de su novela me ha hecho recapacitar en la experiencia social del lenguaje. El poderoso y rico lenguaje que hablan los personajes, de raigambre netamente popular, es un lenguaje que, aun comprensible hoy en día, hemos perdido en nuestras relaciones sociales, mucho más vacías, superficiales y limitadas que las de la España de antaño.
Al leer Fortunata y Jacinta, cuyos ambientes están creados desde el oído de su autor, uno tiene la apabullante sensación de entrar en contacto con la tierra nativa de la lengua española. Tal es la riqueza y rotundidad naturales con que se expresan las voces que habitan sus páginas. Del mismo modo que al leer el Quijote, uno se siente literalmente avasallado por una ola gigantesca que da prueba de la fortaleza y vigor de nuestra lengua, de las inacabables posibilidades expresivas forjadas por la corriente salvaje que apelmaza, en un todo único y singularísimo, la vida social, la psicología popular y las fórmulas retóricas acuñadas a lo largo de los siglos por los hablantes del español. Su novela, señor Galdós, es lingüísticamente apabullante y hermosa. Leída hoy no puede dejar sino un poso de melancolía en quien percibe la distancia sideral entre el español que se hablaba en las calles del siglo XIX y el español que utilizamos en nuestro mundo interconectado actual.
Sobre esto, quería añadir algo más. Una novela como la suya, recorrida por la aguda intuición de las diferencias sociales, transmite la sensación de que el lenguaje constituía el cemento de la sociedad, la argamasa que la mantenía unida más allá de sus diferencias. Lo que quiero decir es que, en el mundo de hoy, fenómenos tan familiares como el individualismo, que nos llevan a mantener una relación, en más de una ocasión, forzada o recelosa con los demás, podrían explicarse, en parte, por la pérdida y disolución de la experiencia social del lenguaje. Como si la desigualdad que definía a la España del XIX hubiese dilucidado en aquella experiencia, nutrida de una exuberancia, riqueza y creatividad desbordantes en los usos populares de la lengua, la manera de aproximar a las gentes entre sí y fomentar unas relaciones, todo lo problemáticas que queramos, sumamente densas y humanas.
En su novela, señor Galdós, llama la atención cómo hablan entre sí personajes que ocupan distintas posiciones sociales. Hablan con sentido de la superioridad o de la deferencia, con compasión o desprecio, tratándose de los encumbrados, o con humildad u orgullo, tratándose de los subalternos, pero, hablen con la intención que hablen y ocupen la posición que ocupen, hablan en un terreno común, enclavados en una misma tierra nativa, desde una lengua que los envuelve y caracteriza en toda su variedad psíquica, moral y social.
Este sentido colectivo del lenguaje es lo que hoy parece haberse perdido. Quizás porque la nivelación en curso, el avance imparable del proceso de igualdad, la atenuación de las diferencias hayan hecho prescindible recurrir al lenguaje, a la experiencia social del lenguaje, a su vigor de raíz popular para salvar la distancia entre las clases. Evidentemente, señor Galdós, y usted seguramente estaría de acuerdo con ello, el proceso de igualdad ha traído muchas cosas buenas y necesarias a nuestra sociedad. Pero, también, ha contribuido a diluir el lenguaje hablado y escrito en unas fórmulas impersonales y estereotipadas, fórmulas propias de una sociedad igualitaria e individualista, dos aspectos intrínsecamente vinculados como ya señalara Tocqueville, a las que hoy está contribuyendo mucho el desarrollo tecnológico. Con ello, no solo estamos perdiendo riqueza lingüística, sino una gran parte del depósito de actitudes morales y expresividad psicológica que se desprende de dicha riqueza.
Parecería que la desigualdad retratada en su novela constituyese un soporte indispensable de un sentido denso de lo social y de un correlativo uso marcadamente idiosincrásico de la lengua. La superficialidad actual de los hábitos lingüísticos se me ha hecho presente al contrastarla con el modo de hablar, desenvuelto y creativo, de sus personajes, los cuales involucran en las palabras y expresiones que utilizan la parte fundamental de lo que son.
Hoy no nos realizamos a través del lenguaje que hablamos, es decir, no llegamos a ser lo que somos y a dejar huella de nuestra personalidad mediante la forma en que nos expresamos, y esta relativización de la lengua en nuestras vidas, que la convierte en un instrumento banal y despersonalizado, creo que tiene enormes consecuencias culturales y antropológicas que está por ver de qué tipo sean. Al menos, siempre tendremos la oportunidad de volver al Quijote o a Fortunata y Jacinta para comprobar la altura desde la que hemos caído a esta superficie lisa y carente de profundidad de la comunicación social que define nuestro débil presente.
Si la veta realista de su novela, en sus dimensiones mental y lingüística, ha sido la razón de mi lectura más intelectual, su veta madrileña da cuenta de mi lectura más sentimental y emocionada.
Señor Galdós, yo que de mí sé decir que soy un impenitente y solitario paseante de la urbe madrileña, por la que deambulo ensimismado sin retener nombres de calles y lugares, solo pienso ahora, en la distancia del exilio estival en que me encuentro, en regresar a la ciudad de su novela para perderme en ella con ella dentro.
Sí, señor Galdós, disculpe el pícaro entusiasmo forjador de esas pícaras ideas a mitad de camino entre la monomanía y la ensoñación, usted me ha metido el veneno de la ciudad en que vivo con una intensidad que solo iguala la locura de sus personajes.
Tan loco como ellos, como Estupiñá, Mauricia “la Dura”, Guillermina, Juanito Santa Cruz, doña Lupe y, por encima de todos, Maximiliano Rubín, el más hermoso y patético Quijote parido por la imaginación del más ilustre hijo de Cervantes, anhelo fervientemente volver a recorrer el centro madrileño y sus aledaños, tratar de descifrar una vez más el jeroglífico humano de esa memoria humana que se enciende con las luces de un café al atardecer. Y no tanto para hacer una ruta galdosiana de manual como para sentirme, según deambulo a ciegas por el gran animal capitalino, bajo el amparo caritativo de la ciudad que usted soñó y en la que yo vivo. Ciudad que ahora, en este aciago verano de la separación, semeja una estación de la tristeza que, como las intermitencias de la relación entre la vapuleada y heroica Fortunata y el inconstante y pernicioso Juanito, hace aún más deseable y apetecible el reencuentro con la amada.
Cuando regrese de mis penas estivales, me comprometo a vivificar sentimentalmente el Madrid de ayer en el Madrid de hoy. Para, de este modo, llegar a producir aquella panacea farmacológica mediante la que Maxi, en las cimas de su despecho amoroso y egregia locura, buscaba sanar, de una vez y para siempre, los males del alma. Lo que quiero decir, señor Galdós, es que la historia y el tiempo, a pesar de todos los cambios y transformaciones operados en la piel y el corazón urbanos, no tienen la última palabra sobre las emociones y los sentimientos. Que el Madrid de ayer no es el Madrid de hoy, pero, gracias a usted, es y será el Madrid de siempre. Y eso porque escribió su gran novela con un pie en la tierra y otro, en el universo. De ahí que no exista una narración tan profunda y meditadamente española como esta en su retrato de una sociedad y una época y, al mismo tiempo, tan asombrosamente universal a la hora de precipitarse por eso que usted, en frase magistral, denomina “los huecos de la mente”.
Sus personajes, señor Galdós, están atados a su realidad histórica y social, pero, por encima de todo, están atados a sus obsesiones y monomanías, a esas pícaras ideas que dan cuenta de su abismal naturaleza, de su grandeza única y universal.
Como ve, querido amigo, estoy emocionado y ya noto cómo el sentimiento puede llevarme a caer en un entusiasmo poco recomendable. Solo quería, para terminar, citar las inolvidables palabras de doña Guillermina, mujer entregada a las obras piadosas con verdadero ardor y desinterés, en las que, a mi juicio, se condensa toda la sabiduría de su novela:
“Pero la complicación de causas trae la complicación de efectos, y por eso vemos en el mundo tantas cosas que nos parecen despropósitos y que nos hacen sonreír. Vea usted porque profeso yo el principio de que no debemos reírnos de nada, y que todo lo que pasa, por el hecho de pasar, ya merece algo de respeto”.
Señor Galdós, usted no solo enseña al lector a degustar sus ensimismados paseos madrileños con amplitud de miras, usted, con piedad benevolente, le enseña a respetar la realidad de las cosas, los misterios del corazón humano. Por eso es usted tan grande.